Exilio: Diario de una invasión zombie (36 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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La localidad había sido invadida. Parecía que la gran masa que había tomado las calles de la pequeña población se había marchado hada tiempo y se habían llevado consigo a los morbosos lugareños en medio del barullo y la confusión. Calculé que habían pasado por allí a millares. Habían sido tantos que, de hecho, habían tenido que subirse por los coches y pasar rozando las fachadas de las casas para abrirse paso.

Como tenía en el pensamiento a los muertos vivientes irradiados, me he mantenido a distancia de todo tipo de objetos metálicos de cierta densidad a fin de evitar exposiciones innecesarias. Parecía que al otro extremo de la calle principal hubiese una improvisada montaña de coches de tamaño medio apilados. Lo sorprendente era que los coches se habían empujado de tal modo que apuntaban hacia fuera, en dirección contraria adonde me encontraba yo. Con independencia de lo numerosa que fuera la masa, había avanzado en la misma dirección en la que íbamos Saien y yo. Mi única esperanza era que aquello hubiera sucedido hacía meses. Saien y yo estuvimos de acuerdo en que no tenía ningún sentido entrar en la habitación del primer piso que se encontraba sobre la floristería muerta. Nos pusimos en marcha hacia la antigua montaña de coches y vimos restos de cadáveres con la mitad del torso metida en los desagües de la vía pública, y la mitad fuera... a la espera de que su cuerpo se pudriera lo suficiente para meterse entero en el desagüe y desaparecer para siempre.

28 de Octubre

21:00 h.

Hemos podido guarecernos en una vieja central eléctrica al oeste de Nacogdoches, Texas. Mis mapas indican que Nacogdoches había sido una zona modestamente poblada. La central estaba rodeada totalmente por una cerca metálica, salvo por las puertas delantera y trasera. En dichos lugares había puertas correderas que habían impedido la entrada a los vehículos sin autorización. Se veían más nuevas que el resto de la estructura y probablemente eran fruto de las medidas de seguridad que se aplicaron después del 11 de septiembre. Saien y yo no nos habíamos encontrado en la necesidad de desplegar las ametralladoras Gatling automatizadas desde la noche que pasamos en el tejado del aeródromo. Desde entonces, habíamos dormido durante la mayor parte de las noches sobre vagones de tren, siempre con un vehículo aparcado cerca de nuestra posición y el otro unos cientos de metros más allá, por la misma ruta, para que nos sirviese como refuerzo si había que huir. Es así como hemos encontrado la central eléctrica. Había empezado a llover en el momento en que se ha disparado la alarma de mi reloj, que me avisaba de que faltaban dos horas para el crepúsculo. Cuando ya desesperábamos de encontrar un tren que nos protegiese durante la noche, hemos descubierto a Anaconda. Saien y yo nos hemos mantenido cuerdos a fuerza de idear juegos estúpidos como ponerles nombre de serpiente a los trenes, según el color y el número de vagones. Las últimas noches les había tocado el turno a la víbora ratonera y a la culebra. También competíamos por encontrar un mayor número de nombres de estados en las matrículas de los vehículos abandonados. Al acercarnos a Anaconda, hemos visto que era un tren muy largo. La mayoría de los vagones tolva de color verde estaban repletos de montones de carbón en una hilera que parecía prolongarse varios kilómetros.

Hemos conducido en paralelo a las vías, contando los vagones. La tierra que se hallaba bajo los vagones se había quedado negra por los meses de lluvias que se habían filtrado por el carbón y habían llegado al suelo. Hacia el final de la hilera, hemos visto la gigantesca montaña de carbón y las carcasas oxidadas de las excavadoras que se habían empleado para transportar el negro mineral. Una de las excavadoras estaba volcada, y el resto, aparcadas en hilera. Hemos contado 115 vagones, más la locomotora. Cuando nos hemos acercado a la puerta frontal, bajaba niebla. He entrado con el buggy y Saien me ha seguido con la camioneta. He bajado a tierra y he cerrado la puerta a nuestras espaldas, y le he echado el gancho para que no se pudiera abrir. Saien se había puesto a hacer lo que ya me imaginaba. Ha bajado la Gatling, y la hemos instalado en el punto de entrada. Hemos tardado tres minutos en instalarla. Hemos aparcado el buggy en un sitio desde donde habría sido fácil escapar, y entonces Saien y yo hemos ido con la camioneta hasta la parte trasera de la central para plantar la segunda Gatling. Llovía y hacía un día de perros, así que yo me alegraba de que los prototipos localicen a sus blancos con radares y sensores térmicos, porque en realidad el mal tiempo no me permitía ver hasta muy lejos.

Mientras el sol descendía tras las nubes negras, he pensado lo mismo que suelo pensar desde hace un buen número de noches. El Reaper que nos sobrevolaba regresaría en seguida a su base junto con mis dos bombas de 225 kilos guiadas por láser. No hemos tardado mucho en encontrar una habitación segura con dos salidas. No tendríamos tiempo de marchamos antes de que cayera la noche, así que teníamos que sacar el máximo provecho de aquel sitio. Las Gatling no habían piado y ya me estaba bien así.

29 de Octubre

12:00 h.

Saien me ha despertado esta mañana sin un buen motivo. Tan sólo para ir a mear. Aunque me haya molestado eso, lo cierto es que hemos acordado que ninguno de los dos vaya a ningún sitio que quede fuera del alcance visual del otro. Le he acompañado de mala gana hasta fuera en la fría mañana de octubre. El sol había salido y me he dado cuenta de que a mí también me correspondía seguir la llamada de la naturaleza. Saien lo ha hecho en dirección a la puerta frontal, y yo en dirección contraría, con lo que he ayudado a acabar de llenar un charco de las últimas lluvias. Al mirar a lo lejos, hacia el cañón, me he dado cuenta de que se había vuelto hacia la izquierda. Cuando lo dejé ayer por la noche, estaba calibrado, y apuntaba en línea recta hacia el camino de acceso. He dejado la pistola y he tomado el rifle, y he caminado hacia la puerta. Tras caminar tan sólo unos segundos, he oído los pasos de Saien a mis espaldas. Cuando me he acercado lo suficiente, me he fijado en que el viento arrastraba casquillos en torno a la base del arma. Tan sólo unos pocos. Al mirar a la carretera, he visto dos aves muertas. He corrido hacia ellas y he visto que eran patos. Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que me había metido en el área de tiro de la Gatling y le he gritado a Saien que la apagara. He agarrado a los dos patos por el cuello y los hemos cocinado en seguida. No íbamos a desperdiciar esa magnífica oportunidad de comer carne fresca.

Los he decapitado con el cuchillo mientras Saien iba a sacar carbón de la gigantesca montaña negra. Al cabo de cuarenta y cinco minutos de preparación, o algo así, estaban listos para ser cocinados. Hemos encendido una hoguera con carbón y leña, y hemos preparado un almuerzo de carne de pato. Después de comernos los animales casi enteros, hemos efectuado un reconocimiento de la planta eléctrica, en busca de cualquier cosa que pudiéramos aprovechar. El estómago lleno me daba sueño, pero no me quedaba ninguna otra opción. No quería que la carne se echara a perder. Al tratar de efectuar de manera más metódica el reconocimiento de la zona, hemos encontrado las escaleras que llevaban hasta la sala de control principal del primer piso. En lo alto de las escaleras había un cadáver. Llevaba tanto tiempo muerto que parecía una talega de marinero repleta de huesos. Estaba oscuro y me he visto obligado a encender la luz de mi arma y a emplear el morro para apartar los restos del cuerpo. A duras penas he logrado ver las letras bordadas sobre el mono de trabajo, pero el hombre se llamaba Bill y había sido encargado de calderas. Al subir por las escaleras, cubierto por Saien, he visto marcas de sangre sobre la pesada puerta de acero. La puerta estaba cerrada. Saien me ha pedido que le cubriese mientras sacaba el juego de ganzúas. Se ha quejado entre dientes de que la ganzúa de rastrillado no le serviría en un cerrojo como aquél. Tendría que abrirlo perno por perno. Al cabo de diez minutos ha tenido la puerta abierta y ha plantado el pie frente a ella por si dentro había algo que quisiera salir. He golpeado la puerta y luego me he asomado con el rifle. No se ha producido ninguna reacción. Saien ha abierto la puerta y el fulgor de nuestras luces se ha abierto un camino entre el polvo suspendido en el aire y ha penetrado en las tinieblas de la sala de control en desuso. Había una pared con ventanas que ofrecían una visión de conjunto del área del piso de abajo donde se hallaban los generadores. Estaba tan oscuro que sólo he visto las cubiertas redondeadas de los propios generadores. Parecían grandes balas metálicas de heno alineadas en un campo. En cuanto he enfocado mi luz hacia el abismo, he detectado movimiento. Había criaturas en el área de generadores. Número desconocido. Todos los que he observado vestían monos de trabajo.

Al encontrarnos en un piso superior, estábamos relativamente a salvo. Una gruesa capa de polvo cubría los ordenadores e interruptores, y los diversos mecanismos de la sala. Un cuaderno de registro grande, de cubiertas verdes, se encontraba sobre el escritorio principal en el centro de la sala, junto con un cenicero, una lámpara de mesa y un bolígrafo. He abierto el cuaderno. Empezaba con la fecha de enero de 1985. Al cabo de unas pocas semanas, la última entrada de 1985 decía: «Abandonamos cuaderno de registro debido a la instalación de nuevo sistema de registro informático. Firmado: Terry Owens, director de la central eléctrica.»

Habían dejado de utilizar el cuaderno de registro en 1985 después de haber empleado un par de docenas de páginas. La entrada siguiente decía:

Cuaderno de registro de nuevo en activo, a petición de Bill. Fin del mundo. Sistemas informáticos no fiables. Bill.

15 de enero: Nos queda carbón para sesenta días y un tren que viene hacia la fábrica.

16 de enero: El tren para transporte de carbón ha llegado. El encargado no estaba a bordo. Freno echado.

17 de enero: Hemos perdido al cincuenta por ciento del personal. El Ministerio de Energía ha autorizado el cierre de instalaciones infestadas. Pronto recibiremos la lista.

18 de enero: Lista de desactivaciones recibida.

20 de enero: Nos hemos quedado al 50% del consumo previo.

21 de enero: Nos queda una sola conductora de excavadoras. Sin ella no podríamos cargar los cámaras de combustión ni generar electricidad. Hemos contratado a un escolta que sale con ella y dispara contra los criaturas que tratan de trepar a la excavadora.

31 de enero: El gobierno ha anunciado un plan de destrucción de ciudades, los ciudades coinciden con la lista del 18 de enero remitida por el Ministerio de Energía.

1 de febrero: Seguimos aquí.

5 de febrero: Tenemos mucho carbón, pero apenas podemos emplearlo en nada.

5 de febrero: Nos queda una sola cámara de combustión y generamos energía tan sólo para estas instalaciones.

20 de febrero: Están en la puerta. Entran por el conducto de ventilación que está debajo deL panel de control. Vamos a cerrar la fábrica. Sólo queda uno.

Apagamos los luces

Bill

30 de Octubre

7:00 h.

Las armas automatizadas no han dejado de funcionar en toda la noche. Hemos oído ruidos extraños en la oscuridad y sólo pueden significar que los muertos vivientes rondan por aquí cerca, enfrente de la fábrica. Ahora que ha salido el sol hemos tomado todo lo necesario y salimos a explorar el área.

9:00 h.

Las armas automatizadas se han visto desbordadas. Por la mira de Saien hemos visto que se les ha agotado la munición y que docenas de cuerpos yacen en torno a ellas. Algunas de las criaturas todavía se debaten. La Gatling ha dañado sus cerebros lo suficiente como para dejarlos inútiles, pero no totalmente neutralizados. Hemos decidido esconder la tecnología para que no nos la roben saqueadores con malas intenciones. Nos marcharemos pronto de esta central.

EL PUENTE SIN RETORNO

9 de Noviembre

10:43 h.

Al cabo de las incontables horas e incontables tribulaciones que sufrimos después de salir de la central térmica, Saien y yo tuvimos que enfrentarnos a un último gran obstáculo en el último trecho que recorrimos hasta llegar al Hotel 23. Después de examinar meticulosamente los mapas, nos dimos cuenta de que tan sólo teníamos dos opciones:

1.- Podíamos ir hacia el norte y tal vez encontrar un punto por el que nos fuese posible atravesar el río que se interponía en nuestro camino.

2.- Podíamos cruzar por el puente de Livingstone.

Lo más probable era que el puente que aparecía en los mapas tuviera dos carriles, igual que la carretera de la que formaba parte.

Si íbamos al norte y tratábamos de rodear el lago, podía ser que acabáramos cerca de una ciudad más grande. El único inconveniente de la segunda opción era que no teníamos ni idea del estado en el que se encontraría el puente. Tras discutir los pros y los contras, llegamos a la conclusión de que ir por el puente sería lo más razonable. Ayer por la mañana nos pusimos en camino en dirección suroeste con la intención de llegar al puente. Yo iba en cabeza con el buggy y Saien me seguía de cerca con la camioneta. El paisaje era tan monótono que no merece ni descripción... la chatarra de los coches abandonados, todoterrenos amontonados, ocasionales vehículos de los servicios de emergencia y, por supuesto, los muertos. En muchas ocasiones me he sorprendido a mí mismo ignorándolos, como si llevara unos de esos caros auriculares que te aíslan del sonido. Un hábito peligroso.

Cuando el sol llegaba a su cenit, he hecho señas desde el buggy para indicarle a Saien que era el momento de detenernos. He elegido un sitio junto a un tren. Hasta el momento, ese sistema de protección no nos había fallado, y por ello Saien y yo lo empleábamos siempre que nos era posible. Para entrar en calor, nos acomodamos al sol sobre un vagón de carga en el que se leía: «Ferrocarriles del Norte.» Estaba decorado por fuera con un buen número de graffiti anteriores a la catástrofe. En su mayoría se trataba de símbolos de bandas y de crípticas pintadas de vagabundos. Había terminado de inspeccionar uno de los costados del vagón e iba a empezar con el otro cuando Saien me pegó un grito para que subiese. Al trepar por la escalerilla que conducía al techo, me encontré a Saien tendido en el suelo, con el cuerpo apoyado sobre su mochila de ruedas, mirando hacia el este. Me acerqué a él y le pregunté qué sucedía.

Saien desplegó el bípode, apoyó la culata del rifle en la chaqueta y me dijo:

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