Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
Se decía que el sistema tenía dificultades para disparar contra agua en movimiento, ramas de árbol agitadas por el viento y aves en pleno vuelo. Esto último se debía a la incapacidad del sensor térmico para captar las estructuras del calor corporal de las aves, debido a su tamaño y a las limitaciones en el ángulo del radar. Después de ese apartado había una advertencia que desaconsejaba el empleo del sistema con una temperatura ambiente superior a 34 °C. El documento no explicaba el motivo. Como el sol estaba a punto de ponerse, Saien ha bajado por la escalera de mano (yo le cubría) a buscar municiones para el arma, para que esta misma noche podamos ver qué tal funciona la primera opción. Si este aparato utiliza un radar aparejado con un sensor térmico para localizar a sus blancos, podremos emplearlo perfectamente de noche. Una última y siniestra advertencia destacaba sobre el papel:
¡CUIDADO! El sistema Gatling automatizado es un prototipo y no debe emplearse como primera opción para la defensa personal.
Después de leer el manual y de volverlo a meter dentro de su caja (las instrucciones de carga estaban impresas y adheridas a la tapa), Saien ha regresado con municiones que había sacado de la caja más grande y hemos cargado el arma. Hemos apuntado en la dirección por donde era más probable que se acercaran los muertos vivientes: la carretera.
He activado el aparato con el interruptor y he escuchado el zumbido con el que el arma calibraba el entorno. El radar de baja probabilidad de interceptación ha emitido un sonido semejante al clic de una cámara, probablemente porque estaba trazando un mapa de distancias y elevaciones en 3D, y entonces el sistema se ha quedado inactivo. El único indicador de actividad era una pálida luz LED de color verde que refulgía en la parte posterior del arma.
El sol se acercaba al horizonte y había llegado la hora de encender un pequeño fuego en una lata de café y calentar agua para los alimentos deshidratados. Saien ha arrancado otra página de Hitos en el camino y le ha prendido fuego dentro de la lata de café. Me he puesto las gafas de visión nocturna y me he ido al otro extremo del techo para asomarme a la carretera. He visto movimientos en la lejanía. El movimiento se notaba en los límites del área que mis gafas llegaban a abarcar, pero existía. Los infrarrojos me han revelado también la presencia de un pequeño fuego, probablemente en el mismo sitio adonde había ido a parar uno de los motores del avión después del siniestro. No era visible sin las gafas de visión nocturna y, probablemente, afectaba tan sólo al interior del motor. Le he susurrado a Saien que orientase el arma unos pocos grados hacia la izquierda para cubrir mejor la zona donde me parecía que se encontraban las amenazas. El radar se ha recalibrado inmediatamente después de que Saien dejara de mover el sistema y ha verificado los giroscopios. He vuelto a mirar en la dirección en la que me había parecido vislumbrar la amenaza, pero no he visto nada.
Saien me ha servido agua en la caza de la cantimplora y me he preparado la cena, sentado a la manera india, con las gafas de visión nocturna levantadas hasta la frente.
Saien me ha preguntado de nuevo:
—¿De qué te sirve ir escribiendo? ¿En qué te ayuda? Disculpa que vuelva a preguntártelo.
—No importa, Saien. No me molesta que me lo preguntes. Es mucho mejor que hablar solo.
En realidad, no sabía qué decirle, ni cómo responderle a su pregunta, así que he empezado por el principio y le he contado todo acerca de mi situación ventajosa y de cómo empezó todo. Le he dicho que me decidí a llevar un registro de lo que ocurría en mi vida porque tenía la sensación de que pasaba muy rápido, aunque todavía fuese relativamente joven en cuanto a edad. La última vez que hablé con mi abuela fue durante las vacaciones del año pasado. Era ya muy vieja y me encantaba hablar con ella y escuchar sus historias. Me dijo que cuanto más mayor se hace uno, más rápido pasa el tiempo, así que hay que hacer todo lo posible para que vaya más lento.
—El tiempo que pasamos aquí es finito, muchacho —me dijo.
Se hacía mayor y yo, para mis adentros, pensaba que tal vez fuese la última vez que la veía. Terminamos la conversación con los recuerdos que yo tenía de mi bisabuela, su madre. Le dije a la abuela que recordaba que la bisabuela aún estaba muy lúcida pasados los ochenta años, y me contaba que había atravesado las montañas entre Fort Smith y Fayetteville en un carromato, y que recordaba los tiempos en que los hombres entraban en las ciudades a caballo y llevaban la pistola al cinto. Murió el verano después de contarme cómo había sido Arkansas en los viejos tiempos de la frontera.
Me ha parecido que Saien lo entendía ya mejor. Ha comprendido que mi abuela quería que me tomase la vida con más calma, para que fuera consciente de la propia vida y del vivir. Creo que ponerlo por escrito es el único vínculo que aún conservo con lo que fui y con lo que ella fue Saien me ha contado que echaba de menos sobre todo a su hermana. La última vez que se había comunicado con ella fue por correo electrónico, antes de que sucediera todo esto. Vivía en Pakistán con su marido y estaba embarazada. Saien iba a ser tío. Me ha sonreído al decirlo, y yo me he guardado mis pensamientos macabros y derrotistas, porque quiero que Saien conserve un recuerdo cálido de su familia. Después de la cena, Saien se ha quedado dormido, y espero que esté con sus seres queridos en sueños.
23 de Octubre
5:00 h.
El techo está cubierto de casquillos de bala. Anoche estaba tan exhausto que pensé que el sonido de las ráfagas era un sueño. Saien me ha quitado de la cabeza las gafas de visión nocturna y entonces me he despertado con el sonido de las ametralladoras mini-Gatling que disparaban sin cesar y con los casquillos calientes que me daban en la cara y en el cuello. Saien se ha puesto las gafas y se ha quedado ahí, escrutando la penumbra. Debían de ser las tres de la mañana. Al cabo de unos cinco minutos de ráfagas a intervalos irregulares, el radar ha recalibrado los giroscopios del arma y el sistema ha quedado de nuevo en silencio. Le he pedido a Saien que me pasara las gafas para poder ver a las víctimas del combate. En primer lugar he echado una ojeada por el techo y he visto centenares de casquillos (una minucia entre todos nuestros suministros) esparcidos por el suelo. Al acercarme al borde, he visto a docenas de criaturas en tierra. Una de ellas aún se retorcía, pero parecía que se moviera sin propósito ni lógica alguna. Aparentemente, la ametralladora B se ha agitado en respuesta al movimiento irregular que detectaba en el suelo, así que he sacado la pistola y he tratado de pegarle un tiro a la criatura con el silenciador, para ahorrarles esfuerzos inútiles a los giroscopios del arma. He tenido que dispararle tres veces para neutralizarla del todo. El grupo de muertos vivientes era pequeño, pero nuestros centinelas habían acabado muy rápido con ellos.
Parece que sí que vale la pena cargar con estos aparatos. Saien y yo hemos intentado dormirnos de nuevo durante las últimas horas de la madrugada, y luego hemos pensado que nos convendría discutir la logística de nuestro nuevo equipamiento. Le he dicho que a mí me parecía más inteligente que el buggy fuese en cabeza, seguido por la camioneta. Los dos hemos opinado que sería buena idea instalar una de las Gatling automatizadas sobre el buggy, hasta que he pensado en las limitaciones operativas del arma. ¿Y si resulta que hago girar el arma y ésta detecta la camioneta de Saien? Como la camioneta se mueve, el radar y los sensores térmicos la identificarían como posible blanco. Por otra parte, si nos desplazamos en convoy, tampoco podríamos desplegar las Gatling sin detener los vehículos. No podemos arriesgarnos a que nos pillen en ese momento. También tendremos que cargarles las baterías con unos cables de arranque conectados al alternador de la camioneta, o bien con los paneles solares. Después de hablarlo, hemos acordado que yo conduciría el buggy e iría unos cuatrocientos metros más adelante que Saien para descubrir potenciales cuellos de botella en la carretera. Saien llevaría el MP5 y el AK cargados y a punto por si yo me veía acorralado o sufría una avería. Estos días hace mucho frío por la mañana, así que no me quedaba otro remedio que taparme bien si quería circular por la carretera en un vehículo que fundamentalmente consistía en una jaula de acero con cuatro ruedas. Esperaremos a que salga el sol para recoger el equipo, porque así veremos si a estas armas se les ha escapado alguna presa, antes de que puedan levantarse y devolvernos el favor.
27 de Octubre
6:30 h.
Llevamos ya varios días en la carretera desde que nos hicimos con el buggy y las armas automatizadas. No he recibido más mensajes por teléfono vía satélite. Hemos avanzado con mucha lentitud a causa de los escombros y del típico barullo de cadáveres no muertos que merodean por la carretera. Cada vez que uno de nosotros dos se dedica a apartar chatarra, el otro tiene que poner toda su atención en cubrir la zona. Durante estos últimos días nos hemos salvado con frecuencia el uno al otro de sus ataques. Hace unos días (¿o fue ayer?) encontramos un gigantesco camión con semirremolque que se había quedado trabado en la carretera. El remolque estaba cubierto de agujeros de bala de gran calibre y marcas de metralla. Me picó la curiosidad. Tras establecer un perímetro móvil en círculo en torno al camión, nos acercamos a éste. Lo examinamos desde todos los ángulos posibles y, al verlo de cerca, nos dimos cuenta de que era un camión de pienso. El pienso que llevaba dentro se había estropeado hacía tiempo por la filtración de agua de lluvia y el calor. Saien me cubrió mientras me encaramaba en el escribo y miraba dentro de la cabina. Estaba abandonada. No vimos nada que pudiese parecemos peligroso, ni había un área para dormir que pudiera esconder sorpresas. El camión estaba pensado para el transporte a distancias cortas. El propietario debía de haber vivido a unos pocos cientos de kilómetros del sitio donde lo había abandonado. Podía ser que aquel jornalero que había contribuido al dinosaurio que era la economía estadounidense aún resistiera en algún lugar, con la espalda pegada a una puerta atrancada.
Dentro encontré una emisora de radio. Lo que me llamó la atención fue que parecía una instalación improvisada, con los cables colgando debajo del cuadro de instrumentos y en torno a la palanca de cambios. Seguí el cable de la antena hasta el exterior de la cabina y me di cuenta de que la antena tampoco estaba instalada de manera muy sólida. Regresé a la plataforma de la camioneta para buscar la lata donde guardábamos los trozos de cerámica de las bujías, para ver si podía entrar en la cabina y llevarme la radio.
Cuando me acercaba al camión, Saien me silbó y señaló a mis espaldas. Una de las criaturas se me acercaba metódicamente, con los ojos puestos en nosotros como los de un león que acecha a su presa. Tenía las manos ligeramente dobladas y caminaba medio agazapado, avanzando con precaución. Saqué la pistola y la criatura pasó a la ofensiva, avanzando con mayor rapidez. Apreté lentamente el gatillo y me cargué su mejilla derecha. No dejó de acercarse, y tuve que retroceder hasta que topé con un minifurgón. Seguí disparándole cartuchos hasta que la criatura se desplomó a pocos centímetros de mis botas. Todavía se retorció durante unos segundos y lo último que quedaba de su maldad se escurrió de su miserable cuerpo.
No me preocupé más por lo ocurrido y me acerqué al camión. Agarré un puñado de cerámica de bujías y lo lancé lentamente contra la ventana del conductor, que se rompió sin hacer apenas ruido. Casi todo el ruido que se oyó fue el tintineo de cristales sobre el estribo y el depósito. El interior del camión olía a viejo. Dentro de la cabina se arremolinaban en el aire moho y partículas de tejido descolorido por el sol, que debían de llevar meses así. Recogí todos los trozos de cerámica que pude encontrar y me puse a trabajar en la emisora de radio con la navaja multiusos. Me aseguré de que Saien me protegiese mientras trabajaba, porque si no dejaba la puerta abierta, no me quedaba espacio para meterme bajo el cuadro de instrumentos y quitar los cables. Tardé unos quince minutos, porque quería evitar todo daño en la radio o en los propios cables. Al sacar la radio, me di cuenta de que había otra debajo del asiento, con los cables originales enrollados alrededor. Lo más probable es que la emisora de radio original del camión se averiara y que el conductor tuviese que comprar otra y la instalase durante una parada en la carretera.
Saqué la radio del camión y la coloqué en el asiento trasero de nuestra camioneta junto con su antena. Entonces agarré los prismáticos, regresé al camión y me encaramé a lo alto del remolque. Miré en todas las direcciones y me dio la impresión de que había más muertos vivientes que en los días anteriores. Puse a Saien al corriente de la situación a gritos e intercambiamos posiciones. Saien estuvo de acuerdo en que parecía que hubiese más muertos vivientes en la zona. Me cubrió mientras trataba de instalar la emisora de radio en nuestra camioneta. Recopilando piezas de los vehículos colindantes, logré instalar la radio mejor de lo que había estado en el camión. Para terminar, examiné el depósito y vi que contenía una cantidad de combustible suficiente como para llenar el nuestro hasta el tope. Saien y yo nos pusimos a trabajar en ello mientras vigilábamos los alrededores por si se acercaba algún peligro. Después de extraer el diesel, probamos la radio. El receptor funcionaba, pero nos quedamos sin saber si nuestra transmisión era eficaz, porque enviamos nuestro mensaje a ciegas y no recibimos ninguna respuesta.
Puse la radio en el canal 18, para que Saien pudiera oír todas las transmisiones que encontráramos mientras viajábamos en convoy. Ese mismo día llegamos a una pequeña población, una de esas que aparecen en las pinturas de Norman Rockwell. Aunque no encontramos ningún homenaje vivo a la cultura americana mientras avanzábamos por la calle Mayor, sí se sentía la tensión en el aire, y noté que algo nos observaba desde las ventanas. Algo que era maligno. Seguí adelante sin dejar de mirar a las ventanas de los primeros pisos. Como la epidemia había empezado en invierno, las ventanas estaban cerradas. Todas menos una, la de un primer piso sobre una floristería. Detuve el buggy, salté al suelo y le indiqué por gestos a Saien que me cubriese mientras yo controlaba el área inmediata. Una brisa ligera apartó la fina cortina de la ventana abierta. Al contemplar con más atención el entorno, me di cuenta de que los coches tenían aspecto de haber soportado una furiosa tormenta de granizo. Las superficies horizontales estaban cubiertas de gruesas muescas y las ventanas habían quedado todas agrietadas como por golpes muy fuertes. Al procesar el dato, no me pareció lógico, así que seguí mirando y noté que las fachadas de los edificios estaban todas dañadas, como si alguien hubiera arrastrado una gruesa cadena de ancla contra sus costados.