Exilio: Diario de una invasión zombie (39 page)

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Durante las últimas semanas, John había trabajado en la catalogación de áreas y en el seguimiento de los desplazamientos de toda área radiactiva que pareciese móvil. Imprimía todos los datos sobre papel por si se daba el caso de que fallara el sistema, igual que tantos otros habían fallado. El sistema se llama «Desierto». Probablemente se lo puso un cínico programador del Comando Estratégico de Estados Unidos, del Comando Norte o del Departamento de Seguridad Interior antes de que sucediera todo esto. Debió de diseñarlo como sistema para la valoración de catástrofes. John ha hecho notar que el sistema no había funcionado durante un par de días.

Todos nosotros estábamos preocupados por el Reaper que probablemente estaba en órbita sobre el complejo. He explicado que no podíamos hacer nada al respecto mientras no tuviéramos capacidad ofensiva contra objetivos voladores, y que el Reaper no había actuado nunca contra Saien ni contra mí. A mí me quedaban pocas dudas de que el aparato tenía un sistema de transmisión de datos conectado con un centro de mando y que este último recibía vídeos del Hotel 23 en tiempo real. John ha comentado que el portaaviones había sufrido un accidente que había tenido como resultado la pérdida de radiocomunicación por satélite, y que era por eso por lo que perdimos todo contacto con ellos hace un par de meses durante un breve período de tiempo. El informe de situación se envió por medio de una red segura mediante la red de área amplia que ya enlazaba previamente nuestras dos unidades a través la red de satélites Inmarsat. Habíamos adquirido unos pocos teléfonos de ese tipo hace mucho tiempo, en una misión de búsqueda de materiales, y creamos una red de comunicaciones con el portaaviones por si el sistema principal nos fallaba.

El informe de situación indicaba que el motivo para la pérdida de contacto era: «Sistema de comunicaciones por satélite dañado a consecuencia del fracaso de las medidas de contención de muertos vivientes irradiados.» He soltado una palabrota tan fuerte que todo el mundo ha pegado un salto.

He hecho una pregunta retórica al grupo entero:

—¿No les habíamos advertido ya a esos idiotas que no lo hicieran?

Le he preguntado a John cuándo se había recibido el último informe de situación del portaaviones. Me ha respondido que había sido incapaz de lograr una buena conexión por Inmarsat desde mi regreso. Cuando lo ha dicho, ha sido como si todos nosotros hubiéramos tenido la misma idea y se nos hubiera encendido una misma lucecita en el cerebro.

Las interferencias me seguían, y me habían seguido desde que Remoto Seis me localizó. El complejo entero parecía haberse desconectado del mundo exterior y carecía tanto de sistemas de aviso temprano como de acceso a redes.

18 de Noviembre

5:00 h.

Ayer recibimos una transmisión mediante el teléfono por satélite. Desde que llegué, he tenido un guardia apostado en el exterior con el teléfono desde las 12.00 hasta las 14.00 horas, por si se producía un intento de contactar. Era la misma voz mecánica que ordenaba al receptor que mirase la pantalla de texto. El texto daba instrucciones para conectarse a la red mediante mi tarjeta de acceso común e iniciar un lanzamiento de acuerdo con la Directriz Ejecutiva 51, una directriz secreta que establecía los procedimientos a seguir para el mantenimiento de una estructura gubernamental en caso de catástrofe. Se proveían coordenadas para el lanzamiento, así como la ubicación física del control auxiliar del Hotel 23. John y yo lo hablamos después de que se perdiera la conexión telefónica y dedicamos el resto del día a investigar y analizar la información.

Hacia las 19.00 horas realizamos un asombroso descubrimiento. Originalmente, John, Will y yo habíamos pensado que el Hotel 23 contenía un único misil balístico intercontinental nuclear. Tras seguir las instrucciones e iniciar las subrutinas, descubrimos que había otros dos misiles nucleares en condiciones, alojados en unos silos situados a novecientos metros al oeste del complejo, a la espera de que se iniciara el proceso de lanzamiento. Al parecer, la única manera de lanzar las cabezas nucleares consistía en introducir el código adecuado mientras mi tarjeta de acceso común se hallaba en la ranura del lector. La tarjeta lleva un pequeño chip incorporado con un código encriptado que actúa como llave del sistema. Recuerdo que recodificaron mi tarjeta hace varios meses, durante uno de los envíos de material procedentes del portaaviones. Se nos habían dado los códigos de lanzamiento y las coordenadas vía Iridio, así que, en teoría, era posible lanzar las cabezas nucleares.

Al instante, John situó las coordenadas sobre un mapa. Indicaban un lugar que se encontraba a seis kilómetros de la posición hacia donde, de acuerdo con el último informe, se dirigía el portaaviones insignia. Operaban en una zona del golfo de México, al oeste de Florida, y llevaban a cabo operaciones de abastecimiento. Por razones que desconocíamos, Remoto Seis parecía querer destruir la unidad de combate del portaaviones. Durante la sesión de transmisión de texto, no manifesté mi negativa a cumplir la orden, y la pantalla me siguió dando instrucciones, hasta que por fin apareció la siguiente pregunta:

—¿Han iniciado el lanzamiento?

El texto apareció cuatro veces hasta que finalmente corté la comunicación. Entonces fuimos en busca del control auxiliar. Los marines se nos adelantaron al encontrar la puerta del segundo centro de control.

Parecía la entrada de un viejo sótano. El denso follaje y unas redes de camuflaje la ocultaban. La puerta era de acero y se necesitaría un soplete para abrirla. No vi ninguna necesidad de quedarme allí mientras los marines lo ocupaban, y les confié la tarea de comprobar que ninguno de los antiguos residentes del Hotel 23 se hallara dentro.

18 de Noviembre

19:00

El texto se repitió ayer, y se ha repetido hoy, ordenando que iniciemos la secuencia de lanzamiento. La única diferencia consistía en que las coordenadas se habían modificado por un par del docenas de kilómetros. Seguían los movimientos de la flota del portaaviones. Le he pedido al oficial de comunicaciones que envíe un mensaje a ciegas al portaaviones por si así logramos advertirles. Repetirá el mensaje una vez por hora hasta nueva orden.

La unidad que habíamos enviado al control auxiliar ha logrado abrir la puerta y ha descubierto que tan sólo se trataba de una copia exacta del centro de control principal del Hotel 23, con zonas de alojamiento y todo. El único problema es que no hay ningún túnel subterráneo que comunique los dos centros de control. Sí que se nos ha informado de que en el control auxiliar existe un pasadizo de salida semejante al del control principal. Aún no se sabe dónde emerge el pasadizo del control auxiliar, ni en qué posición se encuentra respecto al del control principal. Se me ha informado de la existencia de unos pocos elementos de interés en el control auxiliar que me convendría ver, y también de que no albergaba ningún peligro para posibles visitantes.

Jan me ha encontrado en el pasillo y me ha preguntado cómo me iba. Le he dicho que me encontraba bien y que tenía que hablarle sobre la situación de los cuidados médicos en el Hotel 23. Nos hemos sentado un rato y hemos hablado del personal militar nuevo (para mí) en el Hotel 23 con el que ella trabajaba, y he descubierto que estaban muy bien entrenados y habían participado en un montón de combates durante los últimos meses. Los médicos del ejército le habían enseñado algunas cosas y ella, a su vez, les había enseñado otras.

Habían llevado a cabo con éxito algunas expediciones a hospitales aislados de la zona (tanto médicos como veterinarios) en busca de suministros. Me ha explicado una expedición en concreto que los llevó a un hospital para animales domésticos que se encuentra a pocos kilómetros de aquí. Como era la médico residente, se había presentado voluntaria para participar en las expediciones médicas del convoy, para ayudar a identificar el material aprovechable. Jan y Will entraron en la clínica Garras Alegres pocos minutos después de que los marines la despejaran. Will había insistido en ir con ella, como habría hecho cualquier marido. Encontraron hedor de carne podrida, que había puesto en máxima alerta a los miembros de la expedición. Habían entrado con los fusiles ametralladores con silenciador pegados al hombro, con las linternas a cien lúmenes. Uno de los miembros de la expedición iba delante de Jan y de Will, y otro detrás, en formación de pinza. Así es como se hace. Entraron en las perreras y, con gran horror, encontraron jaulas llenas de perros que llevaban mucho tiempo muertos.

A algunas personas les sienta muy mal cuando encuentran indicios de que un animal ha sufrido. A mí me pasa lo mismo. Al oír su historia, se me han retorcido las entrañas, igual que a ella se le han retorcido las suyas mientras me la contaba. Sus ojos se han tensado como para mirar a espacios infinitos mientras me hablaba de las jaulas con cadáveres de perro putrefactos, y los dientes rotos, y las zarpas ensangrentadas, porque los perros habían empleado sus últimas fuerzas en un vano intento de escapar a mordiscos y arañazos de las jaulas de metal. La perrera no estaba llena, tan sólo al 40 por ciento. Las fichas que se encontraban en los costados de las cajas, y caídas en el sudo, contaban todas la misma historia. El dueño estaba de vacaciones y regresaría el día tal. Todas las fechas eran de enero. A medida que ella me los describía, creía ver a los animales muertos en sus jaulas entre eternos gimoteos de dolor que traspasaban las puertas de reja metálica.

HURACÁN

Nos atacaron.

Afuera está muy oscuro. Enviamos a ciegas un mensaje por radio al grupo de combate para advertirles de las instrucciones que nos había dado el teléfono por satélite. No teníamos manera de saber si el portaaviones lo habría recibido. Las interferencias prosiguieron durante toda la mañana. El Hotel 23 había padecido interferencias desde mi regreso, e incluso antes.

La mañana que nos arrojaron el artefacto, perdimos a docenas de personas. ¿La venganza por no haber efectuado el lanzamiento? Lo más probable es que nos hubiesen atacado igualmente aunque lo hubiéramos efectuado. ¿De qué les habría servido mantenernos con vida? Aquí no hay nada que tenga sentido.

Los observadores que estaban en el exterior, y que se quedaron sordos, escribieron sobre una pizarra blanca lo que habían visto. Un sonido sibilante, cada vez más agudo, fue lo último que oyeron hasta que el emisor de señales de Huracán, como una jabalina, se estrelló contra el suelo y abrió en canal a uno de los civiles desde el hombro hasta la cadera.

El dispositivo empezó de inmediato a emitir su mortífera señal, un sonido de intensidad tan inimaginable que causó sordera inmediata a todos los que estaban en la superficie en el momento en el que se estrelló.

La máquina recordaba en algo a un gigantesco aguijón de abeja. Como una imagen ampliada de un aguijón que inyecta veneno en el brazo, en la tierra. El dispositivo se había clavado muy hondo en el suelo, ligeramente inclinado hacia un lado, y su sonido era demasiado potente como para describirlo con palabras.

Oíamos claramente el estruendo y sentimos las vibraciones a través de las gruesas planchas de acero y hormigón, desde las entrañas del Hotel 23. John hizo que las cámaras de vigilancia disponibles girasen hacia el dispositivo, mientras que el resto de las que se hallaban en el perímetro seguían oteando el horizonte visible. Era tan sólo una cuestión de segundos, tal vez de minutos, que el sonido alcanzara los pelillos que se habían endurecido en el oído interno de los muertos vivientes que se hallaban a cientos de kilómetros, y que la atención de todos ellos se volviera hacia nosotros.

Ellos localizarían el complejo, cual flota de furgones de la Comisión Federal de Comunicaciones encargada de la persecución de las emisoras de radio piratas. John retransmitió a ciegas un mensaje de emergencia en el que solicitaba auxilio e informaba brevemente de lo ocurrido.

Todos los hombres y mujeres que ocupaban posiciones de liderazgo se reunieron y discutieron alternativas. No se permitió a nadie que saliera a la superficie sin un buen motivo y protección doble en los oídos. Aun con la protección, aquel sonido era peor que ponerse al lado de los bafles durante un concierto de rock. Al ver los vídeos de vigilancia, me di cuenta de que el sonido removía la tierra y abría surcos en ella. La intensa energía sónica desplazaba los vehículos civiles más ligeros aparcados en su cercanía, de una manera parecida a como un teléfono móvil se desplaza al vibrar sobre una mesa. El dispositivo debía de haberse hincado como mínimo a seis metros de profundidad al caer a tierra.

Todos los intentos de destruir el mecanismo de emisión de sonido concluyeron en fracaso. Parecía construido con gruesas placas de acero cementado, u otra aleación. Los dispositivos internos que se hallaban al extremo de la jabalina estaban sellados. Un marine que ya estaba sordo se presentó voluntario para tratar de destruirlo: treparía hasta la parte de arriba con una mochila de herramientas y una granada. Cuando intentó trepar por el aparato, no lo consiguió. El artefacto vibraba con tal resonancia que toda piel descubierta que lo tocara caía a tiras al instante. Malgastamos disparos automáticos en un intento por perforar su parte de arriba. Lo golpeamos de manera sistemática con los LAV.

No hubo nada que funcionara.

Yo estaba en uno de los LAV. La señal sonora a duras penas quedaba amortiguada por su grueso blindaje. El sonido era tan intenso que parecía que te dejara sin aliento. Establecimos un perímetro con las espaldas vueltas hacia la maquina, porque estábamos a la espera de que los muertos vivientes apareciesen en el horizonte. Al principio no se vio ningún indicio de ello. Vi por el grueso cristal del vehículo blindado que otro objeto se clavaba en el suelo unos ciento ochenta metros más allá. Faltó poco para que cayera sobre uno de los otros LAV. Poco después del impacto, oí en lo alto el inconfundible sonido de vehículos supersónicos y entreví el destello de las alas de un F/A-18 Super Hornet. Después de la explosión, cuando empezaron a apagarse los fuegos, reconocí los restos del aparato: era un avión no tripulado Reaper, probablemente el mismo que me había acompañado durante tanto tiempo después del accidente, y que me había seguido cuando regresaba al Hotel 23.

La luz de la radio se encendió de inmediato dentro del vehículo. Indicaba la recepción de una señal válida. Me puse los auriculares y oí una voz que me hablaba con claridad y concisión, y que me advertía repetidamente de que varios aviones de combate A-10 Thunderbolt volaban hacia nuestra posición desde el aeropuerto Scholes International de Galveston. Los llamados «Hawg» apuntaban al emisor de señales sonoras con cañones de treinta milímetros y pedían a todos los aliados que se pusieran al este del objetivo para evitar en la medida de lo posible el fratricidio.

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