Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
Tiempo que pasé arriba: veintiún minutos.
En cuanto el controlador de los Hawg finalizó la transmisión, oí una débil señal y una voz que se identificaba a sí misma como el jefe de operaciones aéreas del portaaviones. Ordenaba que una división de F-18 arrojara bombas de hierro negro sobre nuestra posición para complementar los ataques mucho más precisos del cañón Warthog de treinta milímetros. Como, al parecer, las interferencias habían cesado tras la destrucción del Reaper, sintonicé un canal de radio discreto y les expliqué a John y a los demás lo que había oído, y les dije que íbamos a marcharnos todos unos pocos centenares de metros más al este. El centro de mando sintonizó con la radio mientras nosotros arrancábamos los vehículos y nos marchábamos hacia el este. Nos quedamos en un cerro desde el que se veía todo el complejo. Había docenas de muertos vivientes atraídos ya por la señal sonora. Venían por la parte frontal del complejo y se congregaban en torno a las grandes puertas de acero.
Vimos desde nuestra atalaya cómo un pandemónium de hierro llovía sobre la totalidad del complejo, porque una división de F-18 arrojaba bombas de hierro sobre los grupos de muertos vivientes. Uno de los F-18 empleó su propia estructura como arma de ataque, porque hizo un vuelo rasante a velocidad supersónica cerca de los terrenos donde había muertos vivientes para cortarlos por la mitad o incapacitarlos con el impacto. Las explosiones sacudieron con violencia nuestros vehículos, y John nos dijo por radio que la iluminación del subsuelo empezaba a destellar. Al cabo de diez minutos de bombardeo, oí la palabra en clave winchester por la radio, que quería decir que los aviones de combate se habían quedado sin suministros y regresaban a su origen. El emisor de señales sonoras había sobrevivido al bombardeo sin sufrir ningún daño. El maldito artefacto seguía indicando nuestra posición para que todos los muertos vivientes que se hallaban a muchos kilómetros a la redonda se enteraran. Por supuesto que el vuelo supersónico de los aviones de combate tampoco nos había ayudado mucho.
Los LAV permanecieron en formación al este del artefacto, hasta que apareció el primero de los Hawg, que hizo una primera pasada antes de atacar al dispositivo con cartuchos de mezcla de tungsteno y uranio endurecido de treinta milímetros. Me quedé boquiabierto con los A-10. Me maravillaba de que pudiesen volar a velocidad tan lenta.
Los cañones Vulcan empezaron a gruñir con fuerza y tuvieron un efecto que yo no había esperado...
Los Hawg cortaron la jabalina emisora de señales sónicas como si fuera de papel. Se hizo añicos al instante, salvo por unos decímetros de aleación de metal que aún sobresalían de la tierra. El súbito silencio le chocó a mi sistema todavía más que los ataques aéreos. Abrí la compuerta, me saqué los auriculares y contemplé el resto del ataque desde lo alto del LAV. Vi que Saien hacía lo mismo a unas pocas docenas de metros a mi derecha. Tenía el rifle apoyado en la torreta y vi que escrutaba la lejanía en dirección hacia lo que se estaba transformando en una gran nube de polvo en el horizonte.
Volví a meterme en el LAV, me ajusté el sistema óptico del vehículo sobre el rostro y observé el horizonte. Los cúmulos de polvo parecían idénticos a la nube que había rodeado a la horda con la que Saien y yo nos habíamos encontrado antes. No habría manera de detenerlos. Ni siquiera con un millar de A-10 cargados hasta los topes. Me comuniqué inmediatamente por radio con John y con los demás para preparar de inmediato la evacuación de las instalaciones.
Habría que evacuar a centenares de personas. El portaaviones se dirigía a toda prisa hacia la costa para no tener que derrochar combustible de helicóptero. Tan sólo las mujeres, los niños y los heridos serían evacuados por medio de varios helicópteros desde el complejo hasta la nave. Se ordenó a los Hawg que interceptaran a la horda de muertos vivientes a pocos kilómetros de distancia y volaran sobre ellos para intentar frenarlos, o encaminarlos en otra dirección. No sabemos si esta táctica funcionará, porque tan sólo contamos con tres aviones con combustible suficiente para intentar la maniobra de distracción. He oído por la radio que uno de los pilotos de los A-10 decía que había tenido que pasar a control de vuelo manual y que sus sistemas hidráulicos habían sufrido un fallo catastrófico. Se ha declarado en emergencia y pocos segundos más tarde le he visto pasar por encima de nuestras cabezas, en un intento por llegar a la base. Espero que lo consiga.
Estoy sentado en la parte de atrás de una camioneta de dos toneladas y media, a la espera de que lleguen los demás helicópteros del portaaviones para llevarse el material valioso que aún tenemos aquí, antes de que nos pongamos en marcha por tierra. El plan actual consiste en ir en convoy en dirección sureste hasta el golfo de México y luego tomar una pequeña embarcación y salir al encuentro del George Washington. Transportamos varios maletines repletos de información que se analizará a bordo del portaaviones. John ha sacado copias de todo lo que había en la computadora central del H23 antes de que soldáramos las puertas, apagáramos las luces y nos largáramos. La información estaba marcada para su estudio inmediato y la hemos enviado con el primer helicóptero disponible.
23 de Noviembre
8:00 h. Portaviones George Washington
El portaaviones no se halla en buen estado. Se aprecia por todas partes el color rojo de la herrumbre, mucho más que el gris oscuro de una nave de guerra bien conservada. No es posible llevar a cabo las tareas de mantenimiento sin riesgos, porque todos los puertos deben de estar invadidos por las criaturas. El desplazamiento en convoy hasta el portaaviones se ha cobrado su precio. Hemos perdido a docenas de hombres buenos. Nos han atacado por todas partes mientras despejábamos los inacabables bloqueos en las carreteras que se erigieron hace tiempo y los montones de chatarra. La mayoría de las bajas tuvieron lugar mientras esperábamos a la embarcación ligera que había de llevarnos hasta el portaaviones. El George Washington es muy grande y no podía acercarse demasiado a la orilla. Tuvo que echar el ancla a cierta distancia y mandar embarcaciones ligeras a recogernos, a razón de dos embarcaciones por viaje.
La operación se demoró una hora por culpa de la mar agitada. Tuvimos que defendernos de centenares de muertos vivientes de espaldas al Golfo. Fueron muchos los supervivientes que se arrojaron al agua, porque prefirieron el agua helada antes que morir devorados. Formamos islas de LAV unidos por cadenas dentro del agua. Desde la seguridad de su posición, ayudaban con las ametralladoras. Hicimos cuanto pudimos hasta que llegaron las embarcaciones. Lo más probable es que los muertos con los que luchamos fueran una avanzadilla del Enjambre T-5.1. La información que previamente nos transmitió Remoto Seis hace pensar que han etiquetado de acuerdo con algún método a los enjambres que rondan por Estados Unidos, y parece que quieran darles nombre y seguirlos desde una cierta distancia. Los Hawg se turnaron en sus salidas para, en la medida de lo posible, frenar el avance de la horda, por el procedimiento de matar a un 0,001 por ciento de ellos en cada ataque. Tal vez nos salvaran la vida, porque nos dieron esos preciosos segundos extra que necesitábamos para subir a las embarcaciones. Los pilotos informaron de que la columna de muertos vivientes se alarga kilómetros y kilómetros.
Luchamos incesantemente, hasta agotar la munición tanto de las armas pequeñas como de las ametralladoras. Oímos el potente sonido de los motores diésel de las embarcaciones en el mismo momento en que los muertos vivientes sobrepasaban la barrera invisible que habíamos puesto a unos treinta y cinco metros de distancia (en cuanto la traspasaban, los matábamos). En el mismo momento en que ellos estaban a punto de invadir nuestra posición e iban a chocar con nuestra primera línea de defensa, llegaron los pequeños navíos. Embarcamos al instante. Algunos, mientras los abordaban, tuvieron que pelear cuerpo a cuerpo con los muertos vivientes, con bayonetas y armas de fuego descargadas. Le arrojé mi cuchillo Randall a uno de los marines justo a tiempo para que lo desenvainara y decapitase brutalmente a dos criaturas desnudas y casi esqueléticas que trataban de arrancarle las carnes. Me gritó las gracias de todo corazón, se limpió el cuchillo con los pantalones y me lo devolvió al tiempo que embarcaba.
Navegamos a salvo hasta el portaaviones. Tan sólo nos deteníamos brevemente cada pocos cientos de metros para sacar del agua a hombres que aún estaban vivos, pero en estado de shock. Algunos se habían transformado ya, y trataban de capturar a nuestro personal de rescate, mientras éste intentaba salvar a los que aún podía.
El mismo día en el que llegamos, un equipo médico en el que se mezclaban cirujanos militares y médicos voluntarios de AmeriCorps nos examinó de inmediato. Aunque no fuesen militares, estaban muy contentos de encontrarse allí, y no en tierra firme. Mientras nos remendaban, nos dijeron que en algunas zonas del continente la esperanza de vida venía a ser, como mucho, de una hora. Otro marinero del portaaviones me dijo que, de vez en cuando, tenían que efectuar peligrosas incursiones a cientos de kilómetros en el interior, hasta lugares como los arsenales de Redstone y Pine Bluff, para proveerse de municiones y piezas de repuesto de las que no podían prescindir.
A Tara y a mí nos pusieron en un mismo camarote en el nivel 03. Estuve más que contento de verla y me enteré de que había llegado al portaaviones sin problemas. Me dio los números de camarote, así como de cubierta y cuaderna de todos los antiguos huéspedes del Hotel 23, y me hice el propósito de visitar a todo el mundo en cuanto tuviese tiempo. Todo el tiempo que no he pasado escribiendo informes sobre los sucesos de este último año lo he pasado con ella. Últimamente está mucho más emotiva. Es de lo más normal, dada la tensión que todos nosotros hemos tenido que soportar.
La añoré de veras durante mi ausencia, y por fin llegó el momento en el que ambos nos sentimos lo suficientemente seguros como para bajar las barreras mentales y tener conversaciones de verdad sobre lo que me ocurrió cuando estaba ahí fuera.
No voy a olvidar jamás sus palabras:
—No puedo creerme que estés aquí... conmigo. Te he echado tanto de menos... Tú me has devuelto lo que ellos me quitaron.
Cuando la conversación se volvía más profunda, un mensajero llamó a la puerta y me pidió que le siguiera.
Mis sesiones con el Centro de Inteligencia del Portaaviones me llevaron un día y medio. Estaba revisando documentos con John y Saien cuando compareció el oficial al mando de Inteligencia. Se presentó como Joe, de la CIA. Llevaba uno de esos chalecos de fotógrafo color verde oliva que parece que estén pidiendo un disparo, una camiseta gris y pantalones de trabajo con botas para combate en el desierto. A partir de lo que llevaba anotado en el diario, le expliqué todos los detalles que me parecían significativos. Me dijo que el jefe de Operaciones Navales iba a convocarme muy pronto en su despacho, porque quería conocerme y obtener información de primera mano sobre la situación en el continente, así como hablarme de una próxima misión en 1a que podría colaborar como asesor.
Joe sacó de inmediato a colación todo lo que tuviera que ver con Remoto Seis. Le habló de la tecnología que había visto... todo, desde el designador láser que aún conservaba, hasta el emisor de señales que había llevado en la ropa, e incluso el C-130 no tripulado. Al hablarle de las cajas conectadas por fibra óptica a la aviónica del C-130, tuve que decirle que mi impresión era que aquella inusual tecnología iba varios años por delante de los productos que eran habituales en el mercado en el momento en que los muertos empezaron a resucitar, Joe tomó notas detalladas y me hizo preguntas muy precisas acerca de la tecnología. Parecía mucho más interesado en las comunicaciones y en la tecnología empleadas por Remoto Seis que en la situación creada por los muertos vivientes en tierra firme.
Otro tema de interés fue el estado en el que habíamos dejado el Hotel 23. Le expliqué que nos habíamos llevado toda la información disponible y que habíamos soldado las puertas de acceso para que nadie ni nada pudiese entrar. Volvió la cabeza y ordenó a un miembro del Centro de Inteligencia del Portaaviones que «tuviera un ojo puesto» en el Hotel 23, por si alguien trataba de acceder a sus sistemas. Me dijo que, al menos por un tiempo, no estaría mal que alguien se dedicase a ello.
Le hablé de una lista de complejos a la que John había tenido acceso mediante los sistemas informáticos del Hotel 23. Le dije que la base de datos constaba de, por lo menos, doce ubicaciones, y que la única que había reconocido era la del lago Groom, en Nevada. Le pregunté a Joe si esa ubicación tenía alguna importancia, y cuál era el motivo de que aún estuviera en funcionamiento y apareciese en color verde. Me dijo que no lo sabía, pero me quedé con la impresión de que me engañaba. Una llamada telefónica le interrumpió mientras le hablaba de la tecnología del Proyecto Huracán.
Después de asentir varias veces y decir «Sí, señor», cortó la llamada y dijo, simplemente:
—Acompáñeme.
Dejé el informe en cuya redacción había empleado los dos últimos días y seguí a Joe hasta el despacho del almirante. Después de golpearme los dedos de los pies con tres lindares y estar a punto de golpearme la cabeza con un tubo de calefacción a baja presión que rezumaba líquido, llegamos a nuestro destino. Dos marines montaban guardia frente a la puerta del camarote y se apartaron a lado y lado en cuanto vieron a Joe. Llamamos una sola vez a la puerta y una voz áspera nos respondió con un mero «Pasen». Al entrar en la cabina, vi al almirante sentado en su escritorio de caoba. Encima de éste había una botella de Chivas con tres vasos. Me cuadré a medio metro del escritorio. No reconocí al almirante. Me presenté y declaré que me presentaba a reportar tal como se me había ordenado.
Se echó a reír y me dijo:
—Siéntese, hombre. Hace tan sólo un año yo no era más que capitán de rango superior. Digamos que me he ganado las estrellas... cómo podría decirlo... en el campo de batalla.
Me senté y el almirante llenó los tres vasos, y nos sirvió dos de ellos a Joe y a mí. Se presentó como almirante Goettleman.
Entonces nos contó lo que había hecho durante el último año. Nos habló de su flotilla y de la guerra que había tenido lugar en el litoral durante las primeras semanas en las que se levantaron los muertos. Después de que las armas nucleares tácticas destruyesen varías ciudades, se ordenó a sus barcos que realizaran operaciones de limpieza. Tenían que atraer a los muertos hacia la costa, en las inmediaciones de centros de población importantes, y acribillarlos durante horas y horas para tratar de reducir su número. En ocasiones, sus destructores y cruceros se pasaban varios días inmóviles y las sirenas bramaban de manera intermitente para atraer a los muertos, a fin de lograr el efecto deseado. Había visto con sus propios ojos a artilleros a cargo de ametralladoras de.50 que arrojaban por la borda los cañones al rojo vivo de sus armas para reemplazarlos de inmediato por piezas de recambio con protección Cosmoline que se habían ido llevando de diversos arsenales militares dispersos por Estados Unidos. Entonces sus ojos miraron solemnemente a la lejanía... no a mí, sino a través de mí.