Exilio: Diario de una invasión zombie (32 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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Parecía que cada diez o quince kilómetros tuviéramos que detenernos frente a una barricada que bloqueaba la carretera. En algunos casos no nos ha resultado nada difícil rodear los montones de chatarra, mientras que en otros han estado a punto de detener nuestro avance. Habríamos necesitado un camión con montacargas, o con una buena cadena de remolque para sacar los obstáculos de la carretera. La tercera y cuarta barricadas que hemos hallado en nuestra búsqueda de refugio eran claramente deliberadas: una barrera contra salteadores y forajidos que murieron hace tiempo. Los vehículos estaban cubiertos de agujeros de bala de gran calibre, y en el lado de los defensores habían quedado sus esqueletos. Dos rifles AK-47 oxidados se pudrían en el suelo. Teníamos que detener el vehículo de todos modos a fin de estudiar el procedimiento que seguiríamos para rodear la chatarra, por lo que he bajado del coche y he recogido el AK aprovechable (el otro estaba casi destruido). El único daño que había sufrido el arma era un agujero de bala que le había atravesado la madera de la culata, y la herrumbre que había recubierto todos los componentes de metal. Como no lograba abrir el obturador, lo he golpeado contra los restos de uno de los coches. Después de un par de intentos, el obturador se ha abierto y un cartucho ha caído del arma. He ido por los restos de una moto, he destrozado el indicador de aceite que llevaba en un costado del motor y le he dado la vuelta a la máquina para que el aceite se vertiera. He tomado aceite con la palma de la mano y lo he derramado generosamente sobre las junturas del obturador del AK-47.

He sacado el cargador y lo he abierto y cerrado diez veces. He vuelto a colocar el cartucho en el cargador y he guardado el arma en el asiento trasero del coche. El cargador estaba lleno. He sacado el cargador del AK irrecuperable y lo he dejado también en el asiento de atrás. Voy a cargar peso extra, porque ahora ya no tengo que llevarlo a las espaldas. Al cerrar la puerta de atrás, Saien ha vuelto del montón de chatarra y me ha dicho que podríamos rodearlo sin problemas. Cuando he vuelto a entrar en el vehículo, una parte de mí pensaba que el sol se acercaba al horizonte y que mi Reaper estaba vado y debía regresar a su base. Mientras avanzábamos en línea curva por la carretera, no hemos dejado de esquivar escenarios de últimas batallas. En algunos de los coches se veían los restos de los muertos vivientes que aún se movían dentro de sus ataúdes transparentes, aunque abrasados por el sol y putrefactos.

De camino por el borde de la carretera, hemos llegado a un concesionario de coches nuevos. Los coches aún estaban alineados junto a la carretera. Antes de que el mundo se fuese a la mierda, los aparcamientos tenían siempre una imagen uniforme, con los vehículos alineados en hileras perfectas. Los aparcamientos transmitían siempre una sensación de orden y limpieza. Ahora volvamos al presente: muchos de los coches tienen los neumáticos deshinchados y las hileras que en otro tiempo estuvieron perfectamente alineadas hacen pensar ahora en una desordenada acumulación de automóviles en un desguace. El granizo y el resto de los elementos se han cobrado su tributo. Faltaba media hora para que oscureciese. Saien y yo hemos hecho los preparativos para aparcar en la sala donde se exponían los coches a la venta, para dormir con relativa seguridad y, al mismo tiempo, para tener la posibilidad de huir del edificio con pocos riesgos si nos encontrábamos con un enjambre como el de antes en la carretera. Con el hacha y la cinta aislante de Saien hemos logrado abrir la puerta corredera que llevaba a la sala de exhibición. Hemos montado las rampas e inspeccionado la sala en busca de peligros. Saien ha empuñado el MP5 que abandoné previamente y hemos ido de habitación en habitación por los despachos de venta. No hemos encontrado ni rastro de una sola persona en todo el concesionario. Hemos bloqueado las puertas traseras con trastos propios de una oficina (cajas viejas repletas de papel y cosas por el estilo) para que nada pudiese entrar mientras dormíamos.

La puerta de atrás tenía una tranca para evitar que entraran indeseables durante la noche. Antes de ponerla en su sitio, he abierto la puerta para ver lo que había detrás de la sala de exhibición. Me he encontrado con el área de mantenimiento, pero, al no contar con la luz del día, no podíamos salir a inspeccionarla. He cerrado la puerta y he colocado la tranca en su sitio. Se habría necesitado un ariete para derribarla. He dado marcha atrás con el coche hasta la sala de exhibición y he cerrado las puertas correderas de cristal. Saien y yo íbamos a quedar aislados del resto del mundo durante la noche. Antes de retirarnos a dormir, me cercioraré de que el cargador solar esté conectado al teléfono, para anticiparme a la salida del sol y al posible contacto de mañana.

He sacado una de las cuerdas del paracaídas y le he sujetado varios cargadores de M-4 con cinta aislante, para poder llevármelos con facilidad si llega un momento en el que tengo que correr y abrirme paso a tiros. Mañana, Saien y yo visitaremos el aparcamiento y nos llevaremos las materias primas que necesitamos para poner a punto el coche. He encontrado mapas de carreteras apilados en un rincón. Debían de regalárselos a los compradores de coches nuevos. Son del año pasado, pero algo me dice que no deben de haberse construido muchas carreteras nuevas desde que salieron de imprenta.

En el tiempo libre que he pasado en el concesionario he estudiado varios de los mapas que me lanzaron en paracaídas. Están cubiertos de cuadrícula militar. El mapa se imprimió con un láser y se notaba la presencia de un oscuro lenguaje para máquinas. Había una leyenda en la parte de atrás y le he dado la vuelta una y otra vez. Entonces se me ha activado un mecanismo y se me ha encendido una bombilla en el cerebro.

El área donde me lanzaron los suministros estaba marcada con una S, probablemente de "suministros". La letra S estaba atravesada por una línea diagonal, que probablemente quería decir que el lanzamiento ya había tenido lugar. Había otros puntos en el mapa con una S que parecía seguir una ruta lógica en dirección sur hasta el Hotel 23 (en un área de 32 kilómetros a uno y otro lado de una línea recta). No se había trazado ninguna diagonal sobre éstos, por lo que probablemente indicaban lanzamientos que íbamos a encontrar más adelante. Había áreas marcadas con el símbolo de la radiactividad. Dallas era una de las áreas marcadas, igual que varias otras que se hallaban en nuestro camino, y que probablemente desprendían radiación suficiente para activar los sensores nacionales. En teoría, podía tratarse de cualquier cuerpo grande y denso, como una grúa o un camión de bomberos, que hubiese acumulado radiación suficiente como para conservarla y liberar cantidades residuales. También podía tratarse de un grupo grande de esas cosas, como los que hemos visto hoy, aunque dudo que un mapa relativamente actualizado (en tiempo real) me fuera muy útil para localizar a una masa como ésa.

Preocupaciones varias: cargar el teléfono, volver a hacer el puente en el coche, el aparcamiento, reorganizar el equipaje y entregarle sesenta cartuchos de nueve milímetros a Saien.

PRECIO RECOMENDADO POR EL FABRICANTE

21 de Octubre

12:00 h

Cuando mis ojos se han acostumbrado a la luz que se reflejaba sobre el polvoriento suelo de la sala de exposición, he visto a Saien tumbado sobre su mochila con ruedas, rifle en mano, atento a lo que sucedía en torno al concesionario. Habría sido un absurdo tratar de disparar a través del grueso cristal, así que me he imaginado que tan sólo quería asegurarse de que no sucediese nada raro. El hombre seguía vivo, a pesar de haber recorrido cientos de kilómetros por un desierto apocalíptico hasta llegar a donde está hoy. No estoy cualificado para juzgar sus métodos y, aunque lo estuviera, el cansancio me lo impediría.

Me he aclarado la garganta para llamarle la atención. Ha tardado unos segundos, pero entonces ha vuelto la cabeza para hablarme en susurros, y me ha dicho:

—¿Qué quieres, Kilroy?

No tema ganas de explicarle que no me llamo Kilroy, ni tampoco me apetecía impartirle una clase sobre la historia de Estados Unidos y de ese personaje, que le habría aprovechado tanto como una sesión sobre la historia de los mayas.

—Saien, tenemos que registrar el aparcamiento y conseguir cables para hacerle otro puente al Chevrolet y proseguir con el viaje —le dije.

Saien me ha mirado como si fuese idiota y me ha contestado:

—¿Por qué no cargamos la batería y tratamos la gasolina de uno de los vehículos nuevos aparcados aquí?

Aunque me ha costado sobreponerme a la vergüenza, he tenido que reconocer que su propuesta tenía mucha más lógica que pasarse un día entero para hacerle el puente a un coche familiar antiguo. Sería mucho más fiable arrancar el vehículo de la manera prescrita, y si era nuevo, reduciríamos el riesgo de una posible avería en tierra de nadie.

A pesar de todo, tendríamos que cargar igualmente la batería del vehículo que nos lleváramos del concesionario. En el aparcamiento había un buen número de vehículos híbridos, pero la mayoría eran pequeños.

—Otra pregunta, Kilroy: ¿Por qué escribes ese libro? ¿Por qué es tan importante como para que metas la nariz entre sus paginas cada vez que nos detenemos? Te vas a morir escribiendo ahí, ¿sabes?

No estaba seguro de cómo responderle. Le he dicho, sin más:

—Esto me ayuda.

Creo que ha entendido lo que quería decir.

Saien y yo hemos analizado el tema de los vehículos y hemos llegado a la conclusión de que un híbrido reduciría a la mitad el consumo de gasolina, pero que, por otra parte, sería preferible un todoterreno con cadena y capacidad de remolque para sortear los coches y obstáculos varios que nos bloquearían el camino hasta que hubiésemos llegado a nuestra meta. Durante la conversación, me he dado cuenta de que lo que me había parecido una manta enrollada y sujeta a la mochila de Saien tenía adornos muy vistosos. Parecía una alfombra oriental. No conocía a Saien, así que mi primera suposición ha sido que era musulmán y que llevaba la estera para rezar. Desde que dejamos de luchar, parece turbado y veo el conflicto en sus ojos.

Le he propuesto que eligiéramos un vehículo para empezar con el proceso de carga y tratamiento del combustible, y se ha mostrado de acuerdo. Hemos decidido que, antes de marcharnos, registraríamos el aparcamiento y el área de mantenimiento del concesionario por si descubríamos alguna amenaza al acecho. Saien ha puesto un cargador nuevo en el MP5, y yo también estaba a punto cuando ha abierto la puerta. Allí no había nada, salvo el apocalíptico silencio que todavía me tortura los nervios. El área posterior del concesionario estaba resguardada por una valla metálica. Saien y yo hemos recorrido el perímetro y no hemos visto nada en el exterior del área de mantenimiento, salvo el cadáver de un perro que no había logrado escapar con vida del área vallada. Por el motivo que sea, me ha causado una pena que hacía mucho tiempo que no sentía. Me he imaginado al pobre animal sediento, incapaz de comer ni de beber, y muriéndose allí, tumbado en el suelo, en absoluto desconsuelo.

Absorto en estos pensamientos, no he visto a la criatura que se acercaba por el otro lado de la valla. El sonido chirriante que ha emitido al vernos me ha hecho regresar a la realidad e, instintivamente, he levantado el arma y le he apuntado a la frente con el punto rojo. Por supuesto que la criatura no ha reaccionado de ningún modo, sino que ha avanzado hasta la valla, la ha golpeado y ha retrocedido. He bajado el arma, la he dejado en bandolera y le he dicho a Saien que liquidase a la criatura con el MP5 para evitar el estruendo del M-4. Pero, acto seguido, le he dicho que no lo hiciese porque yo quería practicar con la Glock. Le he puesto el silenciador y he disparado dos balas al pecho y una a la cabeza de la criatura, al estilo Mozambique. No tenía ninguna razón especial para emplear los dos primeros cartuchos; simplemente me ha parecido que me convenía practicar. Uno de los cartuchos que he apuntado al pecho de la criatura ha causado daños en la valla, pero, de todos modos, ha tenido fuerza suficiente para hundírsele entre las costillas.

He dejado el rifle en bandolera y he dado una vuelta por el perímetro con la pistola en alto. No había más criaturas en las inmediaciones. He observado el campo circundante al concesionario con los prismáticos. He visto a dos criaturas, pero se alejaban de mi posición. Si estamos atentos a los sonidos, no debería pasarnos nada... a menos que topemos con otra multitud.

La puerta por la que se accedía a la administración del aparcamiento estaba cerrada con llave. Saien y yo hemos mirado por la ventana y hemos esperado un rato para estar seguros de que no hubiese movimiento en el interior. Me he pasado tanto rato con la cara pegada a la ventana que el cristal se ha empañado, y no ha tenido ya ningún sentido quedarse allí. Si había algo, no se movía, o estaba muerto de verdad. Saien ha tomado de la mochila un pequeño estuche de cuero, rectangular, con cremallera, y ha sacado de éste una ganzúa y una llave de tensión. Me ha dicho entre dientes —porque sostenía con ellos una ganzúa de otro tipo— que lo cubriese mientras trabajaba. Al cabo de unos segundos ha abierto la puerta y ha vuelto a guardar los instrumentos. Hemos entrado con las armas a punto. He llamado en voz baja para preguntar si había alguien dentro. Sabía muy bien que no íbamos a encontrar a ninguna criatura viva, pero si había en el interior algún muerto capaz de andar, reaccionaría a mi voz, y con ello delataría su propia ubicación.

Lo único que hemos encontrado en la habitación ha sido polvo, moho y un corcho en la pared. En el corcho había notas escritas a mano y mensajes de la primera semana de enero. Una de las notas escritas a mano declaraba «Ha llegado el fin» y otra, «Ha llegado la hora del arrepentimiento». Había páginas de Internet impresas con los titulares de cuando el mundo empezó a desmoronarse. Iban desde: «¿Qué repercusión tendrán los muertos en la economía?» hasta «Si queda alguien, que lo lea.»

Este último artículo procedía de la edición digital del Wall Street Journal. Me ha parecido interesante y lo adjunto aquí:

Si queda alguien, que lo lea

Saludos a todo el mundo. Me llamo... ah, y qué importa cómo me llame... trabajo en el Wall Street Journal. No soy columnista, ni escritor, ni periodista de ningún tipo. Soy el jefe de sistemas del Wall Street Journal. Nuestros generadores funcionan al 37 por ciento de su capacidad y tengo la sensación de que si no publico ahora esta historia, no se va a publicar jamás. En los inicios de la epidemia nos quedamos sin suministro eléctrico en Nueva York. La red es tan mala que ya era una maravilla que funcionase antes de que sucediera todo esto. Pero ahora quería escribir sobre otra cosa.

¿Cómo es que todavía estoy aquí? Magnífica pregunta. La compañía me ha dicho que, en este edificio, la situación estaba bajo control y que me iban a conceder un ascenso por haber cuidado de los servidores y haberme ocupado de los problemas de red durante la crisis. Se encargarían de mi familia, y la compañía había mandado agentes de seguridad armados a mi casa para socorrerles. En el momento en que me he dado cuenta de que ya no había nadie que tuviera el control de todo esto, era demasiado tarde para marcharse.

No tengo ninguna duda de que mi familia ha muerto, igual que el resto de la ciudad. Estoy a salvo en el cuarto de servidores y puedo deciros, con toda sinceridad, que estoy muy contento de que contáramos con gruesas puertas de acero para proteger los servidores, porque si no fuesen de acero grueso, ya estarían destruidas. Lentamente, me voy volviendo loco por los metódicos (eso sería discutible) e implacables golpes. Ayer se me terminó el agua y he tenido que apagar uno de los servidores refrigerados por agua para beberme la de sus tubos de refrigeración. Contienen exactamente 5,6 litros de H
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O en circuito cerrado. Tenía mal sabor, pero me ha mantenido con vida. En estos momentos estoy pensando una manera de evaporar mi propia orina con el calefactor a fin de obtener agua potable. Con la ayuda de un teleobjetivo y una cámara digital que conseguí antes de encerrarme en este sitio, escruto por la ventana las calles de "Nueva" Zoo York.

Hace una semana que no veo a una sola criatura viva. Lo último que vi allí abajo fue un agente de policía en plena fuga. Le saqué una foto con la cámara, a modo de recuerdo de la última criatura viva en las calles de Nueva York.

De acuerdo con el cable de noticias intercontinentales que he recibido ahora mismo, la información que llega desde Europa nos da a entender que en ese continente se encuentran todavía peor que en Estados Unidos, si es que eso es posible. Lo mismo sucede con el Reino Unido. Parece que la decisión que tomaron hace varias décadas de desarmar a sus ciudadanos no resultó ser acertada al surgir este problema. Por supuesto que no pretendía escribir un artículo tendencioso, ni adoptar posturas políticas, pero es que ahora mismo me encantaría tener un rifle en las manos. Si algunos de los que me leéis estáis a salvo y tenéis las armas a punto, os envidio. No creo que logre escapar de esta torre de marfil. Tendría que atravesar docenas de pisos para llegar a la calle, y ¿para qué? En cuanto llegase a la calle tendría que echarme a correr, pero ¿hacia adónde?

¿Acaso los gurús informativos del gobierno se han encargado de dar las noticias? Sí, qué diablos, sí lo han hecho. Soy testimonio ocular. En fecha tan temprana como el 3 de enero ya nos habían ordenado que no informáramos de los anómalos sucesos que tenían lugar en otros continentes, ni de la situación en Extremo Oriente. Tuvimos nuestro propio «hombre de negro», que se presentó en el edificio y supervisó todas las noticias que publicábamos con su rotulador negro marca Sharpie, y que se saltó la Primera Enmienda como si fuese una regla del Scrabble.

De eso ya hace tiempo, y las familias de a pie ya se habían dado cuenta de que se avecinaba un desastre. No es imposible censurar las noticias, pero, en cambio, sí lo es censurar Internet. Las webs de vídeos y las redes sociales andaban llenas de filmaciones realizadas con teléfono móvil y fotos en las que se plasmaba la realidad. He archivado todas las que he podido en el servidor NYT2, que se encuentra fuera de aquí, en nuestro grupo de servidores espejo de Wichita, Kansas. Ese servidor es muy sólido y conservará los datos mucho después de que las luces se apaguen en el Medio Oeste. No he podido olvidar algunas de esas fotos. Recuerdo que en Estados Unidos había quejas por el precio del petróleo antes de que todo esto ocurriera. He visto una foto subida desde un teléfono móvil en la que aparecía un cartel de tres dólares el litro. Una semana después corrían rumores de que estaba a punto de subir hasta los veinticinco dólares el litro. Una mujer que había quedado atrapada en el furgón de una unidad móvil de noticias en Chicago dejó grabados sus últimos días en Internet mediante su teléfono móvil. Estaba rodeada, acorralada, y le habían destrozado una de las ventanas del furgón, y tres de esas cosas estaban al otro lado de la ventana y trataban de entrar. Se estaban comiendo al conductor mientras la reportera lloraba y decía sus últimas palabras, y se disponía a abrir la puerta trasera y a saltar entre la multitud, en un intento por escapar.

Soy el último que queda con vida en esta planta. No puedo bajar a la calle ni escapar. Os deseo buena suerte a todos los que sigáis con vida. Si alguno de vosotros lo lee y se encuentra en la misma zona, por favor, que pase a visitarme y ponga fin a esto.

Aún con vida,

G. R, Administrador de Sistemas

Wall Street Journal-Departamento de Informática

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