Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
He reprimido mis pensamientos morbosos y he pasado de habitación en habitación, examinando los armarios empotrados. He mirado también bajo los lavabos de manos de los cuartos de baño, para estar seguro.
¿Y si uno de ellos se escondía bajo la cama? ¿Y si era un niño pequeño?
Tenía que ponerme freno. ¿Había mirado debajo de todas las camas? Esto es un síndrome obsesivo-compulsivo, ¿verdad que sí? He recorrido de nuevo el piso de arriba y luego, una vez más, el de abajo, antes de meter la mochila adentro y cerrar todas las puertas y ventanas de la casa. He encontrado cuatro velas decorativas, de formas distintas, distribuidas por sitios diversos en la sala de estar y en el comedor. Las he llevado arriba con la mochila y he elegido lo que me ha parecido que era el dormitorio principal como base de operaciones de sueño. No había sábanas sobre la cama, ni niñitos muertos debajo de ella.
He encendido las dos velas decorativas más grandes y las he colocado sobre una cómoda vacía junto a la cabecera de la cama. He dejado la mochila al lado de la ventana por la que tendría que escapar si durante la noche me sucede algo malo. También he cerrado la puerta del dormitorio con pestillo y he apoyado otra cómoda contra ella para ganar tiempo. He inspeccionado la ventana para estar seguro de que se abriría en un momento de necesidad. Había llegado el momento en que estaba lo bastante oscuro como para emplear las gafas de visión nocturna en una rápida observación de 180 grados desde la ventana, en busca de cualquier indicio de la presencia de muertos vivientes. Pero no había ninguno.
Me he quedado inmóvil en la oscuridad, oyendo los crujidos de la casa azotada por el viento nocturno, y he empezado a pensar con mayor detalle en los acontecimientos de hoy, pero tan sólo he logrado que mi confusión fuese aún mayor.
¿Cómo era posible que el avión de carga C-120 no hubiese aterrizado en un aeródromo cercano, o en un descampado, para recogerme?
¿Quiénes son Remoto Seis?
En vez de contar ovejitas, me he puesto a contar preguntas sin respuesta hasta que he caído en un sueño profundo, acompañado únicamente por la luz vacilante de unas velas afortunadas...
Unas velas que, contra todo pronóstico, se empleaban para aquello para lo que habían sido concebidas.
14 de Octubre
8:00h.
Esta pasada noche he dormido muy bien, sin interrupciones. He soñado con los faros sonoros, o tal vez fuese el viento, que se filtraba hasta el extremo de oírlo con el subconsciente. Mientras el sol se elevaba por el este, he tenido mucho tiempo para inspeccionar el resto de los papeles que me mandaron junto con el equipamiento, así como practicar el tiro con el M-4 y la G19. Entre los papeles he encontrado un mapa de operaciones de eliminación por sonido del Proyecto Huracán. Las tres unidades se hallaban en Shreveport (Luisiana), Longyiew (Texas) y Texarkana (Texas/Arkansas), y a juzgar por el mensaje que me habían transmitido vía teléfono por satélite, iban a actuar en diversas intensidades.
En estos momentos me encuentro a unos pocos kilómetros al norte de Marshall, lo que significa que tendré que ir por un punto medio entre Longview y Shreveport para transitar por el territorio menos peligroso. El modelo de eliminación por sonido que figura en el mapa indica áreas de actuación, con círculos rojos que marcan las zonas objetivo en las que hay peligro. También está marcado en verde un corredor seguro que delimita un área recomendada para viajar hacia el sur por entre las áreas de peligro. Los círculos que indican las zonas donde actúan los dispositivos de eliminación no son redondos del todo, quizá porque el terreno y otros factores limitan la difusión del sonido. Es evidente que este mapa se hizo con ordenador. También son interesantes las áreas marcadas en naranja en torno a Dallas y Nueva Orleans, con el símbolo internacional de la radiactividad. Dichas áreas comprenden un radio considerable en torno a las ciudades y se alargan hacia el este como el rastro de una lágrima. Parece que en naranja se muestran los límites de la precipitación radiactiva con los vientos implicados.
La zona de eliminación por sonido de Texarkana es, como mínimo, un 30 por ciento mayor que las otras dos, por razones que desconozco. El camino de evasión recomendado me llevaría por el sureste de Marshall, atravesaría la Autopista 80 y se prolongaría otros treinta y poco kilómetros hacia el sur por el sureste. El área más segura marcada en verde termina unos veinticinco kilómetros al este de Carthage. No sé lo que sucederá cuando se agoten las baterías de los emisores de señales sonoras de las tres ciudades. La última vez que se desplegaron esos ingenios, las bombas nucleares los hicieron añicos, y se llevaron consigo a muchos de los vivos junto con los muertos. Lo más probable es que, cuando se les agoten las baterías, los muertos se dispersen de nuevo en busca de comida. Con esta mochila a la espalda voy a recorrer, como mucho, veinticinco kilómetros al día. Las interferencias me han impedido leer en su totalidad el mensaje que me han enviado por el teléfono por satélite, pero entiendo que dentro de unas doce horas me voy a quedar sin cobertura sónica.
Entre los papeles también he encontrado una estimación de infecciones y defunciones en América del Norte. Se calcula que el índice de infecciones y/o defunciones ha alcanzado, aproximadamente, un 99 por ciento. El último censo que recuerdo contabilizó más de trescientos millones de seres humanos en Estados Unidos. Si recurrimos a las matemáticas más básicas para estimar los efectivos del enemigo, creo que los muertos vivientes me superan en más de doscientos noventa y siete millones. Y no cabe ninguna duda de que ese número crece a diario. Los muertos vivientes pueden permitirse errores, pueden permitirse caer desde un barranco, o que les parta un rayo, o que les disparen al pecho. Los vivos no comparten ese lujo. Cualquier error de los vivos tiene como consecuencia que nos acerquemos al ciento por ciento de infectados. Mis cálculos no tienen en cuenta a los incontables muertos vivientes a los que he exterminado, ni a los millones que se desintegraron al instante bajo las explosiones nucleares de principios de este año.
Un gran mapa topográfico plegado de Texas oriental se encontraba también entre los papeles. Ese mapa está hecho de material impermeable y contiene ilustraciones de plantas comestibles abundantes en la región, así como explicaciones sobre varias técnicas para recoger agua. El GPS ya no funciona. Este mapa, en paralelo con el plano de carreteras que pienso sacar de algún lado, me ayudaría a encontrar el camino hasta el sur, hasta mi hogar.
Después de examinar los papeles una vez más, he salido a inspeccionar el perímetro y a probar mis nuevas armas. No había nadie en el área, así que he abierto el M-4, lo he cargado, y he iniciado una breve y torturada prueba. He empleado la mira y me he dado cuenta en seguida de que permitía apuntar de manera muy intuitiva. Cierto es que no iba a usarla para clavar clavos, pero tendría suficiente precisión para realizar un disparo a la cabeza. He apuntado a piedras del tamaño de una pelota de golfa cuarenta metros de distancia y no he tenido dificultad alguna para reducirlas a polvo. Tras disparar cuarenta cartuchos con esa arma, la he desmontado para examinar sus componentes, luego la he vuelto a montar y he disparado otros 10 cartuchos para cerciorarme de que todo funcionase correctamente. Al terminar, sólo me quedaban 450 cartuchos de .223, con lo que se me había aligerado un poco la mochila.
Antes de examinar el designador láser, me he asegurado de enganchar el dispositivo de señales sobre la hombrera izquierda de la chaqueta. Luego he activado el designador y he pulsado el conmutador por el lado del protector de manos. En el mismo momento de apretarlo, he oído un tono cuya frecuencia se ha incrementado a medida que sostenía el botón. Lo he soltado de pronto después de contar hasta tres. Quería estar seguro de que el aparato funcionara, pero no quería que me lanzaran una bomba cerca de mi posición. Satisfecho con el M-4, he cambiado a la Glock y he disparado treinta cartuchos sin dificultad alguna. He disparado los últimos diez con el silenciador, para juzgar en qué medida afectaba a la precisión del arma. No he visto motivo alguno de preocupación, salvo el tiempo necesario para instalar el silenciador. No veo nada claro que, a estas alturas, esté preparado para instalarlo con rapidez, y voy a tener que practicar. Las estrías son delgadas y hay que colocar bien el silenciador desde el primer momento para que quede bien ajustado.
He encontrado bolsas de plástico de la compra bajo el fregadero de la cocina. Me he despedido del MP5 y lo he envuelto en bolsas de plástico junto con los cargadores vacíos, y le he aplicado una capa de aceite de máquina con el viejo trapo que me llevé. He registrado el frigorífico de la cocina, pero hace ya tiempo que se lo llevaron todo. Ni siquiera olía mal, ni había quedado ningún resto de comida en su interior. He sacado los estantes de la nevera y los he guardado en la alacena. He metido el arma dentro de la nevera, con el cañón hacia arriba, y luego he marcado el sitio en el mapa y he escrito una nota que decía, sin más:
«Kilroy estuvo aquí
6
.Mirad en el frigorífico».
He dejado la nota sobre la mesa de la cocina, debajo de una vela que había utilizado la noche anterior.
Al redistribuir el equipamiento que llevaba en la mochila, me he acordado del teléfono por satélite Iridio, y entonces se me ha ocurrido encenderlo y probarlo, aunque sabía que no estaba dentro de las horas en las que había cobertura. He aguardado unos cinco minutos mientras trataba de encontrar una conexión por satélite. No lo he conseguido. He programado el despertador del reloj para que me indicase la hora. Quiero estar seguro de que me acordaré de tener el teléfono a punto, con el cielo despejado, treinta minutos antes de que empiece el período en que es posible la comunicación.
Pienso marcharme dentro de unos minutos y emprender el sendero del huracán entre Longview y Shreveport, pero no antes de vaciar dos latas de comida para que la mochila no me pese tanto. Una lata de chile y otra de estofado me darán energías para la atroz caminata que me espera.
13:00 h.
Tardaré en acostumbrarme al peso de la mochila. Calculo que debo de haber recorrido diez o doce kilómetros desde esta mañana, a una media de dos kilómetros y medio por hora. He consumido la mitad del agua, porque así el peso se me va desplazando de los hombros al estómago. No he visto nada que se moviera desde que me he alejado del lugar donde se posó el paracaídas. Ni siquiera un pájaro. El viento es ligero y variable, y eso tiene como consecuencia que el hecho de no encontrar nada me resulte todavía más turbador. Sé que los emisores de señales sonoras han agotado su energía, o les falta poco para agotarla, y quién sabe qué clase de efectos va a tener eso. De vez en cuando me asusto y levanto el arma contra un blanco fantasma que al final resulta que no es nada. El último nada ha sido una camisa que alguien dejó en el tendedero de un patio trasero abandonado hace tiempo. En ese momento estaba seguro de que era uno de ellos.
Chernobil... recuerdo una explicación interesante que leí antes de todo esto. Recuerdo que leí un artículo sobre Chernobil en el que salía una exploradora que contaba lo tranquilo y terrorífico que le había parecido. Había personas que habían llegado a contratar viajes organizados a la ciudad para verlo con sus propios ojos. Muchos de ellos abandonaron el viaje antes de que terminara porque no soportaban la calma. Ahora la mayor parte del continente está muerto y seguirá así.
¡Los soldados no se licencian en plena guerra!
Hace una hora me he detenido para aguardar los mensajes del Iridio, pero no he recibido ningún texto. He intentado llamar Remoto Seis buscado las llamadas recibidas y utilizando la función de rellamada, pero me ha salido la señal de línea ocupada. Ahora mismo estoy sentado sobre un antiguo coche blindado, en una cuneta. Hay un cadáver en el asiento del conductor. No queda casi nada, salvo los huesos y un uniforme... debió de matarse en los primeros momentos. Echo una mirada de 360 grados desde aquí, pero no veo nada.
Me encuentro mal por culpa de las dos latas que me he comido esta mañana y querría haber encontrado un lugar seguro para esconderme durante lo que queda de día y la noche entera. Pienso moverme durante otras dos horas antes de buscar un escondrijo. No puede ser que duerma dentro de un vehículo, como el cadáver que está debajo de mí. Las marcas de sangre del vehículo explican lo que le sucedió. Lo más probable es que ese pobre gilipollas se pasara varios días, y tal vez semanas rodeado hasta que se rindió y se suicidó. He doblado el mapa para que quede a la vista la zona donde me encuentro. El mapa no es de impresión reciente, y por ello no ofrece información totalmente fidedigna, pero es mejor que nada.
Nubes de tormenta se asoman por el oeste, y lo más probable es que termine la noche empapado si duermo bajo las estrellas. Me parece que me he resfriado y espero que no sea nada más que eso.
21:34 h.
Alguien me sigue. Esta tarde, después de que abandonase mi área de descanso, ha sonado el teléfono por satélite. Debían de ser las 13.55 horas, y casi pierdo la llamada. Llevaba el teléfono metido en la parte superior de la mochila y la antena se asomaba por el costado derecho. En el momento en que la mochila ha estado en el suelo y he desatado las correas, el teléfono ya había sonado tres veces. He pulsado el botón verde y he escuchado el familiar sonido de secuenciación digital, porque los datos de texto del satélite se transmitían de forma comprimida.