Exilio: Diario de una invasión zombie (12 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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La ventaja de contar con una unidad de militares capaces y de habilidades variadas se hizo evidente en el mismo momento en que me di cuenta de que no sabía nada sobre motores de vehículos grandes. Uno de los mecánicos de los marines se puso a trabajar. Abrió el motor y estudió las posibilidades de repararlo. Diagnóstico: bajo de aceite, batería muerta y nada de combustible. El combustible no era ningún problema. Llenamos parte del depósito con combustible de reserva de los LAV. El aceite tendría que esperar, porque ni el mecánico ni yo mismo podíamos saber cuál era el que le correspondía si no nos tomábamos nuestro tiempo para leernos el manual. Pero eso no sería posible, porque oí que los guardias del perímetro disparaban contra un puñado de muertos vivientes que habían ido hasta allí, atraídos por el barullo de la ejecución del bombero.

Finalmente tuvimos que cargar la batería. El marine no estaba seguro de su estado, porque llevaba seis meses expuesta a los elementos sin que nadie la revisara. Tratamos de cargarla. Empezó una guerra de nervios. Nos llevaría treinta minutos cargar la batería lo suficiente para que el motor volviese a funcionar. Entretanto, todos los demás, salvo el mecánico que trabajaba en el camión de bomberos, tendríamos que cumplir funciones defensivas. El mecánico también debería preparar las cadenas para remolcar el camión, por si la batería no se cargaba. Se sucedió un disparo tras otro. Las reservas de muertos vivientes eran prácticamente inacabables. La ciudad se hallaba en el horizonte y el humo subía hacia el cielo procedente de los incendios que nadie se había preocupado de extinguir. Me pregunté a cuál de ellos se habría dirigido el camión de bomberos. Probablemente a uno que llevaba mucho tiempo apagado. Otro disparo... y otro...

Se acercaban... cada vez en más cantidad... en filas cada vez más cerradas... cada vez más veloces. Tan sólo nos quedaban otros diez minutos... el murmullo era cada vez más fuerte. Gemidos al viento y sonidos intermitentes de metal que sufría golpes o rebotaba por el suelo en la lejanía, y criaturas que tropezaban con la chatarra. Me volví por un instante y vi que el mecánico enganchaba las cadenas en el bajo vientre del camión. No llegó a sujetar el otro extremo en el LAV. Por el momento enrolló las cadenas en los ganchos soldados al parachoques delantero del camión. Entonces oyó que el motor crepitaba y se ponía en marcha. Había funcionado. El motor arrancó y añadió una nueva y ruidosa variable al problema. Me volví hacía atrás y vi el humo que salía por el tubo de escape; el coloso rijo despertaba, despertaba a un mundo muy distinto del que había conocido.

El mecánico sonreía. Le lancé una mirada de aprobación y mandé a mis hombres regresar a los vehículos. Salí corriendo hacia el LAV número dos y por el camino les hice gestos a los marines. Cuando subí al vehículo, grité: ¡Tonto el último!.

No estaba seguro de que el motor del camión de bomberos fuese hable. Contacté por radio con el mecánico para que el camión adoptase la tercera posición en el convoy, Primero el blindado número uno, después el número dos (yo iba en el número dos), después el camión de bomberos, y finalmente el blindado número tres. Yo no quería que el camión se averiase y que otro pobre desgraciado muriera en tu cabina. Sabía que el camión debía de estar bien y que lo único que le había ocurrido era que se había quedado sin combustible en la Interestatal. Los pobres bomberos se habrían visto rodeados y no habían tenido ninguna posibilidad de escapar. Todo lo demás son especulaciones.

Nos pusimos en marcha hacia el H23. Por el camino, el sargento de armas y yo marcamos en los mapas las posiciones de los numerosos camiones cisterna que transportaban combustible. Con el tiempo, vamos a necesitar mucho combustible diesel, Iremos otro día a por él. No creo que el consumo de energía se haya visto afectado por el súbito crecimiento de población. Los generadores funcionaban tan sólo unas pocas horas al día para cargar las baterías de la iluminación, la ventilación, la provisión de agua y el escaso consumo de la cocina. Hemos sobrevivido con raciones de comida preparada y otras conservas limitadas desde el principio de todo esto y ahora empiezan a pasarse, pero estoy convencido de que estos marines las habían consumido durante períodos aún más largos en las condiciones «normales» de tiempos de paz.

Llegamos al mismo punto por el que habíamos accedido a la interestatal. Era la hora del crepúsculo, y la puesta de sol era el catalizador para que sucediese algo malo. Y sucedió algo malo. El camión de bomberos se nos murió. Envié a los hombres de mí LAV para que sujetaran la cadena a nuestros ganchos. El vehículo tenía fuerzas de sobra. Estoy seguro de que uno de los marines más jóvenes debía de conocerse todos los tornillos y las tuercas de la máquina, pero yo sólo sabía una sola cosa... era potente.

La gruesa cadena de acero nos daba tirones y sacudidas cada vez que perdía tensión y tenía que volver a poner en marcha el peso del gigantesco vehículo. Me di cuenta de que nuestro LAV tiraba con fuerzas renovadas y de que se activaba un mecanismo autónomo de transmisión que reforzó la rueda que lo necesitaba. Los muertos vivientes se nos acercaron en tropel. No había tenido tiempo de contar hasta cinco cuando oí que nuestro vehículo chocaba contra uno de ellos con un sonoro plop.

Al mirar por el grueso cristal de la ventana blindada, vi que rebotaban en el LAV. Algunos de ellos iban a parar seis o siete metros más allá, hasta las zanjas cubiertas de vegetación a lado y lado de la carretera. Nos hallábamos tan sólo a media hora del H23 cuando contacté por radio con el mecánico y le pedí que comprobase el nivel de carga del camión. El mecánico no pudo decírmelo, porque el indicador se había quedado sin corriente. Yo tenía la esperanza de que quedara agua suficiente para mantenemos con vida hasta que hubiéramos podido reparar el camión y salir en busca de otra fuente de aprovisionamiento. Estaba seguro de que las reservas de agua del complejo se acabarían en cualquier momento, si no se habían acabado ya.

Gracias al sistema de visión nocturna del LAV, divisé las cámaras del H23. Estaban en pleno funcionamiento. Logramos llegar a casa con el camión a remolque. El camión de bomberos tenía una capacidad de 19000 litros y tenía un cuarto de su depósito lleno. Tendría que bastarnos hasta que encontráramos otra reserva de agua. Entre el equipo médico que teníamos en el H23 y el que nos habían traído los marines, juntaríamos yodo suficiente para purificar el agua. En algún momento tendríamos que echar abajo las puertas de unas cuantas residencias suburbanas y hacer acopio de lejía.

Recibimos incesantes mensajes del cuartel general. La mayoría tan sólo nos mantienen informados, pero no nos llaman a la acción. Yo mismo tuve que mandar un informe sobre la situación en Austin, Texas. Los jefazos del portaaviones necesitaban los datos para actualizar sus importantísimos informes. No sé por qué, pero me temo que dentro de poco nos mandarán a una zona irradiada, también para que les informemos sobre la «situación». Creo que, cuando me llegue el momento de pasar por ese puente, se me hundirá bajo los pies.

GUARDACOSTAS

8 de Agosto

13:50 h.

Estaba en el Hotel 23. Atrapado. Los marines muertos de fuera golpeaban la puerta de la sala de control ambiental. Abrí la mirilla de acero y la vi... Era Tara, ensangrentada, muerta, hambrienta. John estaba detrás de ella, arañando la puerta. No recordaba cómo había podido llegar hasta allí; tan sólo sabía que estaba allí. Esos rostros familiares estaban rodeados por los de los marines. Muchos de ellos tenían el cuerpo cubierto de fatales orificios de bala. Mi operador de radio también estaba allí. Aún llevaba los cascos en la cabeza... y entonces... habló. ¡El difunto operador de radio habló! Dijo: «Señor... despierte... tengo un mensaje importante para usted.»

No estoy seguro de la naturaleza del mensaje que llegó anoche mientras dormía. Me desperté al oír que el operador de radio llamaba a la puerta. El mensaje me decía que teníamos que desplazarnos a la costa para auxiliar a un barco de mediana envergadura de la Guardia Costera que se había averiado. No corrían peligro inmediato y habían anclado frente a la costa de Texas, a tan sólo 130 kilómetros por tierra del lugar donde debía de estar varado el
Bahama Mama
. Después de leer el mensaje y comentarlo con el sargento de armas, llegamos a la conclusión de que sería preferible salir durante la noche.

Me desperté y le conté a Tara lo que había visto en mi sueño. Era más que una amiga y me sentía como si pudiera contarle cualquier cosa. También Dean era firme como una roca. Su sabiduría me ayudó a hacer frente a los demonios que durante esos días me desgarraban a menudo el alma.

Tuve una sensación similar a la de regresar después de unas largas vacaciones y encontrarse con el trabajo acumulado. Mientras escribo esto, el tercero al mando traza la ruta que seguiremos por tierra para ir al encuentro del barco guardacostas que sigue inmóvil en el agua. En cualquier otra situación habríamos partido de inmediato, pero como los hombres que se encontraban en la embarcación están más o menos a salvo, nos tomamos un tiempo para trazar planes y reunir provisiones, a fin de que el viaje sea menos peligroso.

Me gustaría que esta expedición no sobrepasara las cuarenta y ocho horas. Aún quedan muchas cosas por hacer hasta que culmine la fusión de los dos grupos. El Hotel 23 no tiene capacidad suficiente para tantos, pero algo me dice que, con equipamiento pesado y algunas divisorias de cemento que encontraríamos en la Interestatal, sería posible construir una pared en torno a la valla metálica. Tardaremos meses en reunir todo el material necesario, pero tal vez merezca la pena.

Cambio de tema: hoy mismo, Danny se ha hecho daño cuando jugaba fuera con Laura. Perseguían a
Annabelle
, y entonces Danny ha metido el pie en un hoyo y se ha torcido el tobillo. Últimamente les dejamos salir más a menudo, pero los marines siguen órdenes estrictas de cuidar de su seguridad dondequiera que se encuentren. He cargado todo mi equipo en el LAV número dos. Lo he bautizado con todo mi afecto (y con todo secreto) como
Aguanbabuluba
. Yo mismo no sé por qué, pero ese nombre le queda bien.

Hoy hace mucho calor y vamos a llevar provisiones extra de agua para mantenernos hidratados y con vida. Sé que nuestras reservas de agua no son todo lo abundantes que debieran, y tampoco las de combustible. Ese es un problema que tendremos que resolver, aparte de nuestras obligaciones oficiales. En cierta manera, me alegro de que el Hotel 23 no sea más que una gotita dentro del cubo de agua de nuestros mandos estratégicos. Me voy a llevar a los mismos marines que la otra vez. No recuerdo que ninguno de ellos la jodiera en la última misión, así que no veo la necesidad de reparar lo que no está averiado, y todavía menos en una misión tan precipitada. Puede que forme un grupo distinto para la siguiente, si es que hay una siguiente.

11 de Agosto

22:28 h.

Partimos del Hotel 23 sin percances. Fuera había mucha humedad y, al abrir la compuerta por la que saldríamos del complejo, tuvimos la sensación de entrar en una sauna. Los vehículos ya estaban con el depósito lleno, a punto para partir.

Las carreteras necesitaban un exhaustivo mantenimiento del que nadie se iba a encargar jamás. El hormigón estaba lleno de grietas y no había visto vías públicas en tan mal estado desde que serví en Asia.

Seguimos hacia el este por la línea de la costa hasta que encontramos lo que había sido una carretera principal. Ahora parece más bien un campo cubierto de coches para desguace, todos ellos alineados con el morro hacia el este. No se parecía en nada a lo que yo había visto. Sus restos herrumbrosos eran lo único que aún indicaba la dirección que había seguido la carretera.

Seguimos adelante guiándonos por los restos de los coches, por la misma ruta que había seguido la carretera, pero sin acercamos mucho a ellos, para evitar problemas. Los muertos vivientes no eran inteligentes, y no teníamos noticia de que en esa zona hubiese radiación, pero las onduladas colinas de Texas podían ocultárnoslos fácilmente cuando atravesáramos las depresiones del camino.

Otra idea que me remordía por dentro era que la situación había cambiado por completo. Antiguamente había tan sólo un puñado de animales que pudiesen matar de un mordisco, como, por ejemplo, algunas especies de serpiente. Ahora el péndulo del equilibrio que oscila entre criaturas mortíferas y humanos vulnerables se ha decantado hacia el cataclismo. Con las víboras, al menos, existía siempre la posibilidad de sobrevivir. Según me cuentan los marines, no existe un antídoto contra estas criaturas que se han adueñado del mundo entero. El sargento de armas dice haberlos visto a cientos: hombres fuertes que sucumbieron treinta y seis horas después de que los mordiesen o arañaran. Existen incluso casos documentados de víctimas que se infectaron porque les contaminaron accidentalmente una herida abierta con saliva.

Queda algo que me obsesiona. ¿De dónde sacan su energía? Parece que, después de muertos, dispongan de reservas inagotables de energía. Albergo la secreta esperanza de que alguien, quizá un equipo de expertos, esté estudiando los puntos fuertes y debilidades de esas criaturas, que deben de superarnos por varios millones en Estados Unidos y en miles de millones a lo largo y ancho del planeta. Éstos eran los pensamientos que me revoloteaban por la cabeza durante la misión de rescate del
Reliance
, que se había quedado inerme sobre las aguas. Debíamos de encontrarnos a unos pocos kilómetros de nuestro destino cuando las gafas de visión nocturna me revelaron a un primer grupo.

Expuse con sumo cuidado los protocolos para el empleo de violencia por los que iba a guiarse nuestra unidad. Sabían que tenían que emplear la fuerza contra los muertos vivientes tan sólo cuando fuera absolutamente necesario. Los ruidosos motores de los LAV hacían que los muertos vivientes girasen violentamente sobre su eje y avanzaran hacia nosotros cuando pasábamos. Estaban como programados y sabían que cualquier ruido fuerte indicaba la presencia de alimento.

Les miré con odio desde la torreta de artillería y luego clavé los ojos en la noche. Las gafas eran buenas, pero no ofrecían una visión ilimitada. No era como la del ojo desnudo a la luz del día. Era como llevar una gigantesca linterna verde que se encendía de noche e iluminaba tan sólo hasta un alcance de unos setecientos metros.

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