Exilio: Diario de una invasión zombie (13 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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Era siempre lo mismo, un cadáver tras otro, y merodeaban por la zona donde habían muerto. Viajar con vehículos de ocho ruedas tenía sus ventajas. Nos movíamos son problemas fuera de la carretera hasta que llegábamos a un puente o un paso a desnivel. Acercarse a una de esas construcciones significaba que, o bien teníamos que quitar de en medio la chatarra que obturaba las arterias de la carretera, o bien descender hasta el techo fluvial, A veces el paso a desnivel no se encontraba sobre un río, sino sobre una salida, o una carretera más pequeña, Esto fue lo que nos encontramos de camino al encuentro del barco.

Mi LAV número uno nos llamó por radio cuando tan sólo nos faltaban unos doscientos metros para tener que tomar una decisión. Sabían que no podían detenerte. Seguimos adelante mientras la voz crepitaba por la radio:

—Señor, nos acercamos a un paso a desnivel, la carretera está congestionada, ¿Qué quiere que hagamos?

—¿Qué clase de vehículos nos cierran el paso? — le pregunté.

—Veo un par de camiones de dieciocho ruedas, señor — me respondió.

No tuve otra opción que ordenarles que bajaran por una pendiente que descendía hasta una carretera perpendicular. Les dije que bajaran en diagonal y que no se detuviesen bajo ningún concepto. Por poco que me gustara la idea, esas máquinas aún estaban muy necesitadas de mantenimiento básico (mantenimiento civil profesional) y sabíamos que en más de una ocasión hablan empezado a chisporrotear y se habían muerto al frenar con brusquedad.

Mientras el LAV número uno desaparecía cincuenta metros más adelante y descendía al abismo, la señal de radio se volvió más estridente, y luego tan sólo se oyó estática.

Abrí el micrófono y solicité respuesta.

El LAV número uno me respondió:

—Señor, es posible que prefiera tomar el paso a desnivel. Hemos encontrado un autobús escolar repleto de cosas de ésas y son muchas.

Le di las gracias por la advertencia y pedí al sargento de armas que me mantuviese informado. Estábamos casi en lo alto de la loma, casi podíamos verlos.

La radio crepitó de nuevo.

—Señor, el contador Geiger capta una señal...

Tuve un minuto de confusión. Estábamos lejos de las áreas irradiadas, todavía más lejos que en el Hotel 23. ¿Cómo era posible que los contadores Geiger captasen lecturas desde allí?

Cuando el morro del LAV número dos (el mío) rebasó la loma y empezó a descender por el barranco para llegar hasta la carretera, vi el autobús escolar. En un primer momento no observé nada especial, hasta que le eché una segunda mirada.

El autobús estaba preparado para el combate. Tenía las ventanas protegidas con tela metálica soldada al marco y un quitanieves instalado en la parte frontal. El contador Geiger se disparó en el mismo momento en el que nos acercamos al gigantesco autobús amarillo. El autobús emitía una gran cantidad de radiación, Estaba repleto de muertos vivientes. Un detalle todavía más turbador: había casi una docena de cadáveres sobre el techo del autobús, muertos del todo.

No podía imaginarme ni de lejos lo que habría ocurrido. El autobús desprendía una radiactividad alta, pero los muertos vivientes que lo rodeaban no alcanzaban ni de lejos el mismo nivel. El contador Geiger indicaba que el autobús emitía niveles de radiación que podían resultar mortales en caso de exposición prolongada. Algunos de sus ocupantes parecían tener heridas muy traumáticas, pero la mayoría se veían indemnes. Al pasar nuestros vehículos, se agitaron. Lo último que vi del autobús fue la penúltima ventana del costado derecho. Un chico joven colgaba de la ventana por la pierna derecha. De la izquierda ya sólo quedaba el hueso. Tenía la cara cubierta de quemaduras y lesiones. No parecía ni muerto ni no muerto.

Sin interrumpir el contacto por radio, pasamos de largo y esquivamos a los muertos vivientes mientras ascendíamos de nuevo por la pendiente para retomar el camino hacia el este. No sabía exactamente por qué, pero la visión del autobús me había afectado. Se me ocurrió que tal vez estuviera repleto de supervivientes que habían tratado de alcanzar un área más segura. Estaba claro que procedían de una zona irradiada y que sabían que quedarse inmóvil se pagaba con la vida.

Me pregunté cómo habrían salido los que se hallaban en el techo del autobús. No había visto ningún arma. Tuvieron que pasar varías horas para que me pusiera a pensar en otra cosa. Seguimos adelante en horas nocturnas, y remolcamos, esquivamos, evitamos. No nos detuvimos hasta encontrar un camión cisterna lleno de combustible que se encontraba a una distancia segura de todos los embudos que se habían formado con la chatarra y los atascos de tráfico.

Como no nos quedaba tiempo para examinar el vehículo, ni para buscar la manera de arrancarlo de nuevo, uno de los hombres sujetó una cadena envuelta en tela a la válvula del combustible y la abrió de un tirón. El diesel empezó a derramarse por el suelo. Todos nosotros sabíamos que el diesel no se inflama con facilidad y que no representaría una verdadera amenaza, siempre que lo manejáramos con inteligencia. Empleamos uno de los cuchillos K-Bar para cortar una de las mangueras de goma que se encontraban a un lado de la cisterna y la sujetamos a la válvula rota con cinta americana. No quedó bonito, ni impermeable, pero cumplió su función. Llenamos de combustible tanto los depósitos de los vehículos así como las latas que llevábamos. Uno de los mecánicos examinó el combustible y dijo que todavía estaba bien, pero que, si no se trataba, dejaría de estarlo al cabo de más o menos un año.

Cegamos la válvula rota con tela que cortamos de los asientos del vehículo, un vaso grande de tres litros y medio, y un trozo de cuerda. Rezumaba un poco, pero tardaría siglos en vaciarse. Marcamos su posición en los mapas como una opción para repostar si lo necesitábamos en el camino de vuelta. La posibilidad de repostar hizo que me sintiese un poquito mejor, pero el deplorable mantenimiento de los vehículos, unido a la dudosa calidad del combustible, echaba a perder todo pensamiento positivo.

Al amanecer llegamos a Richwood, Texas. El poste que indicaba el nombre y la población había quedado parcialmente ilegible por culpa de un
grafitti
. Se olía la sal en el aire. No estábamos muy lejos del Golfo. Durante toda la noche habíamos tratado de contactar por radio con el guardacostas, pero no lo habíamos conseguido. Los hombres estaban fatigados y era peligroso desplazarse de día. Nos encontrábamos en un área industrial y no tardamos mucho en encontrar una fabrica protegida por una valla, donde pudimos escondernos y dormir.

La fábrica se llamaba PLP, y a juzgar por el equipamiento que había en el exterior del edificio principal, trabajaban con tuberías industriales. Uno de los marines tomó un hacha que llevábamos sujeta con correas al exterior del LAV número tres y la empleó para romper la cadena que mantenía cerrada la puerta de la valla. Entramos, cerramos la puerta y volvimos a sujetar la cadena con cinta aislante y ganchos de tienda de campaña. Aparcamos los LAV en la parte de atrás y organizamos turnos de vigilancia, así como un perímetro defensivo que improvisamos con los montones de tuberías abandonadas al aire libre.

Ese día dormimos muy poco, por los golpes incesantes que se oían dentro de la fábrica. Los trabajadores no muertos sabían que estábamos fuera y también querían salir. Para cuando nos despertamos y apartamos los pesados montones de tuberías, ya teníamos público al otro lado de la valla. No eran muchos, pero sí suficientes. Uno ya es demasiado. Otro pensamiento casual... ¿a cuántos humanos podría infectar uno de ellos si las víctimas se pusieran en fila india y se dejaran morder por la criatura? ¿A un número ilimitado? ¿A cincuenta?

Mandamos a cuatro hombres a distraer a nuestro público de muertos vivientes mientras los demás abríamos las puertas y salíamos de la fábrica. El sol estaba bajo. Habían pasado trece horas desde que habíamos hecho el alto. Necesitaríamos tiempo extra para poder dormir todos. Nos habríamos ahorrado cuatro horas si todos nosotros hubiésemos dormido al mismo tiempo, pero eso habría sido demasiado peligroso. Abandonamos en seguida la zona y nos pusimos en camino hacia la costa. Hacía mucho que no había visto el mar. El olor familiar me trajo recuerdos, igual que el olor de la colonia antigua que había encontrado en el fondo del botiquín.

Una vez más, tratamos de establecer comunicaciones con el guardacostas. Las radios de alta frecuencia alcanzaban sin dificultad el Hotel 23 si las sintonizábamos bien, y sus señales habrían tenido que llegar al barco con mayor facilidad todavía. Lo único que se me ocurría era que tal vez la señal rebotara. Es un fenómeno que los operadores de radio conocen bien. Si uno está demasiado cerca o demasiado lejos del receptor de la transmisión, la señal puede rebotar sobre las antenas de éste. El cielo estaba nublado, y eso a veces contribuye a empeorar el problema.

Nos comunicamos con John y con los demás habitantes originales del Hotel. Les hablé del autobús de la escuela, del camión de combustible y de la fábrica. Le pregunté a John si Tara estaba en la sala y me respondió que no. Entonces le dije que le dijese a ella que no se preocupara, y que no le hablase del autobús escolar. El motivo principal de mi llamada era obtener la posición exacta del barco. John me dijo que ordenaría al operador de radio que mandara un mensaje y que volvería a llamarme en menos de una hora.

Al acercarnos al mar, divisamos su color verde. Contemplamos la gran extensión verdosa del Golfo. Había echado mucho de menos su paleta de colores. A juzgar por las reacciones de los hombres, ellos también habían echado de menos la visión de esas aguas sin fin. Al acercarnos a la marina, John contactó de nuevo por radio y nos comunicó la respuesta del portaaviones. Los servicios de inteligencia de éste habían recibido la última actualización de datos Link-11 cada treinta minutos. El barco se encontraba a 28-50.0N 095-16.4O. De acuerdo con nuestros mapas, debía de hallarse a siete kilómetros de la costa.

Estábamos lo suficientemente cerca de la marina para observarla en detalle. Allí sólo quedaban pequeñas embarcaciones de vela. Ese lugar me recordaba las costas de Seadrift. ¿Y por qué no? No estábamos lejos de allí. Me pregunté si las cebollas encurtidas seguirían en la cubierta del
Mama
. Tampoco estaba lejos de allí.

Íbamos a necesitar algún tiempo para planear la misión de rescate anfibio, así que dejamos nuestro convoy de tres vehículos en el aparcamiento de la marina de Fair Winds. Me comuniqué una vez más por radio con John y le pedí que enviara un mensaje al cuartel general para solicitarles actualizaciones por si el barco se había desplazado más de un kilómetro. Me dijo que tuviera cuidado y que nos veríamos en un par de días.

Ante la falta de comunicación entre nuestro convoy y el guardacostas, tuve que plantearme si de verdad íbamos a rescatar personas, o tan sólo pecios. El chasquido de un rifle interrumpió esos pensamientos. Maldije por lo bajines y me pregunté quién sería el que se había saltado los protocolos. Abrí el micrófono y pregunté quién había disparado y por qué. Me respondió el más veterano del vehículo número tres. Me dijo que me volviera hacia las seis y mirase lo que se acercaba.

Obedecí y vi a unos cincuenta que surgían de un área urbana a unos quinientos metros de nuestra posición. Mejor cincuenta que cinco mil, así que no me preocupé demasiado. El sargento de armas no había disparado a los muertos vivientes que se hallaban a quinientos metros de nosotros; ¡disparaba a los que le golpeaban la puerta de atrás! No sé por qué, pero del grupo de cuatro cadáveres que estaban detrás del LAV tres de ellos me resultaron familiares. No lograba reconocerlos. He visto a millares de criaturas como ésas desde que empezaron a caminar y probablemente todo sea pura paranoia.

Indiqué a los hombres que preparasen los vehículos para el viaje anfibio. Los LAV de los marines podían transformarse en pequeñas embarcaciones. Eran grandes, pesados y lentos, pero aun así navegaban. Llevan dos hélices en la cola que les permiten avanzar a diez nudos. Disparamos contra los que estaban en nuestra zona y contra los que aparecieron entre el agua y nosotros. Teníamos el camino despejado y nuestros vehículos estaban a punto, así que nos arrojamos al golfo de México. Hordas de muertos vivientes nos perseguían.

El agua que me salpicó la cara estaba templada. Cuando empezó a filtrarse en el compartimiento, miré al sargento de armas con inquietud. Me sonrió y me dijo que no me preocupara, que si no entrase agua sería él quien se inquietaría. Confié en él y me asomé de nuevo al exterior para ver lo que ocurría en la costa. Les dije a los otros LAV que navegaran al ralentí y formaran una hilera a unos cien metros de la costa. El agua acumulada en el interior del vehículo llegaba a los cinco centímetros, pero no parecía que fuésemos a hundirnos.

Salí afuera y les vi congregarse en la orilla como hormigas. Fue entonces cuando la radio emitió otro bip y nos llegó otro mensaje de voz. Se oían los sonidos ya familiares de las voces encriptadas al desencriptarse. Suena como un módem de los antiguos hasta que por fin la voz se vuelve reconocible. John volvía a llamarnos y nos decía que le habían informado de la posición actual del barco. Aun cuando hubiéramos solicitado actualizaciones tan sólo para el caso de que se hubiera movido más de cuatrocientos metros, los del cuartel general habían pensado que también nos sería de utilidad que nos informaran de que el guardacostas no se había movido lo más mínimo. Tuve que darles la razón. La embarcación no había experimentado desplazamientos significativos desde la última vez en que la antena de su mástil había retransmitido una actualización automática.

Los gemidos de los muertos se hacían oír en la distancia y se colaban por el micrófono. Oí la voz de Tara y me di cuenta de que los del complejo trataban de arrebatarse el micrófono el uno al otro. Tara me habló y me preguntó si todo iba bien. Yo le expliqué nuestra situación y le informé de que no corríamos ningún peligro inmediato. Le pedí que volviera a pasarle el micrófono a John, lo cual hizo de mala gana. Le dije a John que estábamos a punto de salir a mar abierto en busca del guardacostas. Las brumas venían hacia nosotros. La luz de la luna, así como el frío de la noche, hacían que nuestro miedo fuese aún mayor.

Dejamos a la manada de muertos vivientes en la costa y nos dirigimos a las coordenadas que nos había dado el grupo de combate del portaaviones. A medida que nos alejábamos, los gemidos dejaron de oírse y nos olvidamos del enemigo. Traté de no pensar en los muertos vivientes que nos acecharían en el fondo del mar, o que flotarían sin rumbo bajo la superficie. Les deseé lo peor, porque ésos eran los que me daban más miedo.

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