Exilio: Diario de una invasión zombie (14 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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El equipo óptico del LAV era mucho mejor que las gafas de visión nocturna, y por ello volví a meterme dentro y desplegué los sensores. Aún divisaba la costa. Los muertos vivientes seguían allí. Seguían congregándose como hormigas. Orienté de nuevo el instrumento hacia la dirección en la que se movía el vehículo. Tenía los pies húmedos por el agua salada que se había filtrado o había rociado el interior del compartimiento.

Debíamos de encontrarnos a un kilómetro y medio de la costa, y alcancé a divisar un objeto brillante y pequeño en el horizonte. Casi parecía una vela. Cuando los instrumentos nos informaron de que ya habíamos recorrido tres kilómetros, la radio se activó de nuevo con un informe de posición. John decía que el barco guardacostas seguía estacionario desde la última actualización. A mí me estaba bien. Cuando menos tiempo tuviéramos que pasar buscándolo en el agua, mejor.

Agarré una linterna estroboscópica de uno de los kits de supervivencia y la sujeté a la red de caiga que llevábamos en el techo del vehículo. Hasta que llegara el momento de subir a bordo, no escatimaría esfuerzos por conseguir que alguien nos informase de que la tripulación seguía con vida. Aún no había visto la silueta del barco. Debíamos de encontramos a cinco kilómetros de la costa. Entonces estuvo claro el origen de aquella luz que parecía de una vela. Era la llama de una plataforma petrolífera que se encontraba mar adentro. El guardacostas estaba junto a ella. Al parecer, habían echado amarras en la columna de apoyo sureste. Desde tan lejos, no se apreciaban señales de vida.

Cuando nos acercamos a la plataforma, alcancé a oír, a lo lejos, voces humanas. Parecía que gritaran. Yo estaba casi seguro de que la luz estroboscópica se vería desde la cubierta de la embarcación, porque ésta quedaba más alta que nosotros. Al acercarme más, empecé a darme cuenta de que las voces no provenían de la embarcación, sino de la plataforma. Escuché y volví adentro para emplear los instrumentos ópticos del LAV. Distinguí la silueta verde de unos hombres que agitaban los brazos en lo alto de la plataforma. Estábamos lo bastante cerca como para entender lo que decían. Nos decían que no subiéramos al barco.

Estaba invadido.

Me pregunté cómo era posible que un fallo mecánico en una embarcación de combate hubiera desencadenado que ésta fuese víctima de la plaga. El sargento de armas y yo fuimos los primeros en agarrarnos a la escalerilla de la plataforma petrolífera. Mientras subía, logré ver varias figuras sobre el barco. El camino hasta arriba era largo, aún más largo que la escalerilla del silo de misiles del Hotel 23. Al llegar al último escalón, uno de los miembros de la tripulación me ayudó a llegar hasta arriba. Conté unos treinta hombres sobre la plataforma. Aparentemente todos ellos gozaban de buena salud.

Pregunté quién estaba al mando y uno de ellos me respondió:

—El teniente de grado júnior Barnes, señor.

Pregunté si podía hablar con él, pero me contaron que se había encerrado en uno de los camarotes del barco y que no podía salir. Me quedé con la sensación de que ya esperaban la siguiente pregunta. Cuando quise saber cómo diablos era posible que los mierdas esos de carne putrefacta se hubieran adueñado de una embarcación militar, me lo explicaron con todo detalle.

El hombre que hablaba conmigo era un suboficial. Era uno de los técnicos de los sistemas de información de la nave. Gestionaba sus sistemas y redes automatizadas. Parecía que dominaba el tema. El suboficial me explicó que habían encallado cerca de la plataforma. No disponían de los mapas actualizados que normalmente habrían tenido que llevar a bordo y no sabían lo profundas que eran las aguas en esa zona. No había sido nada grave, pero la hélice había sufrido daños mientras trataban de salir del banco de arena. No era imposible poner en marcha la embarcación, pero el motor y el eje habrían sufrido demasiada tensión, porque la hélice no funcionaba al ciento por ciento de su eficiencia.

El mejor momento para recuperar la embarcación sería de noche. Sabía muy bien que, en la oscuridad, esas cosas no ven mucho mejor que una persona viva normal.

Aunque el suboficial me hubiera explicado cómo estuvieron a punto de morir en el agua, quedaba por esclarecer cómo los muertos vivientes habían podido llegar al barco en número suficiente para obligar a la tripulación a abandonarlo. Le ordené que me lo contara. Al principio vaciló, pero le conté quién soy, y con qué autoridad actúo.

Primero bajó la cabeza, para que la visera le cubriese los ojos, y luego dijo:

—Nos llegaron órdenes desde arriba para que capturásemos especímenes y los transportáramos al portaaviones para estudiarlos.

Qué locura... ¿no? ¿En serio que las personas que estaban al mando querían tener cosas de ésas a bordo de la nave comandante, por muy importante que fuera la investigación? Mantenerlos encerrados en un guardacostas habría sido otra cosa, pero, ¿en un navío militar norteamericano con funciones de mando?

Sé muy bien que el portaaviones transportaba un equipo médico completo y equipamiento adecuado para la investigación, pero esa investigación podía hacerse en otra parte, en cualquier otra parte, lejos de los líderes militares. Nos estábamos quedando sin personal militar de servicio, o, por lo menos, ésos eran mis cálculos.

—¿Por qué en el golfo de México?

—Porque el alto mando los quería irradiados —me respondió.

Estuve a punto de arrearle un sopapo por haber accedido a cumplir una orden como ésa, pero me contuve, y entonces me explicó que habían enviado muchas embarcaciones pequeñas con unidades de captura a las zonas irradiadas, donde había ciudades destruidas, para encontrar especímenes que pudieran estudiar. En mi fuero interno les di la razón en sus intenciones, pero no en los medios con los que pensaban almacenar esas cosas. ¿Por qué las querían de áreas diferentes? El suboficial no supo responderme y aposté a que los únicos que lo sabrían debían de ser los del portaaviones. Le pregunté cuántos cuerpos irradiados se hallaban a bordo; me dijo que habían sacado cinco de la zona radiactiva de Nueva Orleans.

Le pregunté cómo era posible que tan sólo cinco de esas criaturas hubiesen podido apoderarse de la embarcación. Volvió los ojos hacia la noche y aguardó un minuto en silencio, sin saber qué decirme. Le chasqueé los dedos delante de la cara para sacarlo de aquella especie de trance. Entonces empezó a contarme lo que yo ya había temido y sospechado.

—Esos de ahí no son como los demás, señor. No se pudren como los otros, son más fuertes, más rápidos, y hay quien dice que también más inteligentes. No lo entiendo. La radiación les hace algo, los conserva. Los médicos del portaaviones piensan que la radiación funciona de algún modo como catalizador: les preserva las funciones motoras y les hace crecer de nuevo las células muertas. Por extraño que parezca, las células regeneradas siguen muertas. Los médicos no lo entienden, ni lo entiende nadie. Aunque no lo reconocerán jamás, pienso que se equivocaron al arrojar las bombas nucleares.

»Las criaturas de esa embarcación lograron librarse de las correas que los sujetaban y mataron a los tres hombres que estaban de guardia. Esos hombres se transformaron y lo único que pudimos hacer fue cerrar el puente y amarrar el barco a esta plataforma antes de que nos devoraran.

De acuerdo con los cálculos del suboficial, debía de haber unos quince muertos vivientes en la embarcación.

Supuse que había llegado la hora de actuar. Le dije al suboficial que lo sentía mucho y que los especímenes del guardacostas no llegarían al portaaviones. Íbamos a matarlos a todos.

Perdimos a un marine en el asalto. En total, necesitamos cuarenta y cinco minutos para adueñarnos del barco. Estaba oscuro y habría sido un suicidio que nuestra unidad entera lo abordase. Me llevé al sargento de armas y a un curtido sargento de personal, que se empeñó en ir. Hace poco me han informado de que su esposa vive en el campamento base original de los marines. Puedo decir que peleó con bravura y que, probablemente, nos salvó tanto al sargento de armas como a mí.

Abordamos la embarcación con suma cautela: saltamos sobre los cables de amarre hasta la cubierta. El sargento de Personal «Mac» era el único de los tres que llevaba un arma con silenciador. Les habíamos dejado las otras al resto del grupo por si las necesitaban para defenderse.

Yo no estaba familiarizado con el manejo del arma y preferí que la llevase el marine. Habría estado encantado con que fuéramos más de tres, pero, por desgracia, tan sólo teníamos tres pares de gafas de visión nocturna. Mac acabó con las dos criaturas que estaban en cubierta. Esos dos habían formado parte de la tripulación original. Los amontonamos en el castillo de proa y procedimos a apoderarnos de la embarcación. Gracias al sistema de comunicación interna 21MC del guardacostas pudimos hablar con los seis supervivientes encerrados en la cocina. Por los altavoces se oía el rumor de fondo de los muertos vivientes, que golpeaban sin misericordia la persiana de acero con la que podía aislarse la parte de la cocina donde se habían parapetado.

Ese obstáculo era lo único que impedía que los cocineros y el oficial en jefe de la nave muriesen devorados.

Nos contaron que se habían cargado a uno de los muertos vivientes irradiados con un extintor y un hacha del equipo contra incendios. Uno de los hombres que habían abatido a la criatura era presa de vómitos y estaba débil, probablemente como consecuencia de la exposición. Los marineros se habían puesto trajes antirradiación al entrar en Nueva Orleans para capturar a los especímenes, que sin duda arrastraban una fuerte carga radiactiva y eran muy peligrosos para quien se les acercara. El teniente me había dicho que los otros dos estaban fuera de la cocina y golpeaban las paredes interiores de la embarcación. Le parecía que gran parte de los tripulantes no muertos del guardacostas se hallaban al otro lado de la persiana de acero, pero no estaba seguro de que fuesen todos. Nos metimos por el corredor y bajamos por la empinada escalerilla. La cocina estaba en el centro de la embarcación, por debajo del nivel de las aguas. Cuando estábamos a punto de llegar abajo, Mac me susurró que iba a cargarse una de las luces del pasillo para seguir en situación de ventaja. Le pegó un tiro y el cambio en la atmósfera provocó que una de aquellas cosas saliera a espacio abierto, enfrente de su arma.

Mac la derribó con dos disparos. El primero dio en el hombro izquierdo de la criatura, pero no logró nada, aparte de salpicar con sangre putrefacta y negra la pared que estaba detrás. El segundo disparo hizo blanco en la nariz, y me imagino que ése sí que debió de tocarle lo suficiente cerebro, porque dejó de moverse.

Lo arrastramos a un rincón del pasillo y, por seguridad, le sujetamos los brazos y las piernas con unas esposas de plástico. Seguimos avanzando sigilosamente en la oscuridad. Todos los sonidos era truenos y todas las luces LED nos parecían relámpagos. La embarcación tenía el olor familiar a naftalina con un regusto de muerte. Llegamos a una compuerta. Era una gran puerta de acero que impedía que el agua inundase los compartimentos adyacentes en caso de ataque o emergencia. Tenía empotrado un cristal grueso, circular, no más ancho que una lata de café, que hacía las veces de mirilla. Miré por allí y vi que las luces de emergencia de la embarcación estaban encendidas. Un fulgor rojo y espectral iluminaba la pequeña sal del otro lado. Tiré da la palanca de la compuerta con todo el sigilo que me fue posible, centímetro a centímetro. Todos nosotros dimos un respingo cuando crujió por la falta de mantenimiento. Sostuve la palanca en su sitio y volví a mirar por el cristal. Observé que algo se movía en el otro compartimiento. Se oyó un golpe estruendoso, porque una criatura muy fuerte había golpeado la compuerta. Estuvo a punto de ceder a la presión, pero por fortuna, aún no había movido la palanca lo suficiente como para que quedara abierta.

La criatura que se encontraba al otro lado nos impedía ver la luz roja. Oprimía la cara contra el grueso cristal y lo golpeaba con la cabeza en un fútil intento por atraparnos. Todas las fibras de mi cuerpo me decían que me marchase y que no abriera la gruesa compuerta de acero. Aún estábamos a tiempo de volver por donde habíamos venido y sobrevivir. Allí abajo había hombres y sabía que cada hora que pasasen cerca de criaturas irradiadas sería una hora menos que les quedase de vida. Le dije al sargento que yo abriría el cerrojo y él le daría un tirón a un cable que había atado a la puerta para abrirla.

Como yo no tenía ningún sentido guardar silencio, forcé la palanca sin preocuparme por si hacía ruido. En cuanto el cerrojo estuvo abierto, Mac tiró del cable. La puerta se abrió y la criatura entró. Por suerte para nosotros, no estaba acostumbrado a la vida del barco: tropezó con el marco de la compuerta y se cayó de bruces. Contando con que la criatura tardaría en levantarse, preparé el arma para el disparo de precisión. La cosa no salió como yo esperaba. La criatura se incorporó en seguida. Era uno de los muertos que se habían preservado en la zona de Nueva Orleans. Cabeceó hacía mí y las gafas me chisporrotearon como si fueran un canal de televisión mal sintonizado. Lo último que vi fue su garra huesuda se me acercaba, pero entonces una luz intensa me cegó y oí el disparo con silenciador del H&K de Mac.

Sentí que el aire se agitaba a mi alrededor y oí un pesado golpe. Algo se había estrellado contra la superficie de acero del suelo. Me saqué las gafas de visión nocturna. Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz brillante, vi que la linterna Surefire de Mac iluminaba el compartimento. Mac y yo sacamos dos mochos de un cubo que estaba por allí, empujamos a la criatura hasta un rincón y le pusimos encima todos los objetos pesados que teníamos a nuestro alcance, para dejarla incapacitada igual que la otra que habíamos eliminado... una vez más, «por si acaso». No le pudimos poner las esposas de plástico porque la radiactividad alcanzaba, probablemente, un grado letal. A la máxima velocidad que nos fue posible, salimos de aquella sala y dejamos atrás también la siguiente. Lo más probable era que todos los sitios por los que hubiera pasado la criatura fuesen inseguros. Sé que me dejé llevar por la imaginación (igual que cuando a alguien le pica la cabeza porque le han hablado de piojos), pero casi sentí el calor de la radiación en la cara y el cuello.

El compartimento siguiente estaba despejado. Una última puerta de acero nos separaba del área de la cocina. Nos enfrentábamos a un par de problemas. Primero, las gafas de visión nocturna se ponían borrosas por alguna especie de interferencia electromagnética o radiológica, y, segundo, se había abierto un leve resquicio en la pesada puerta de acero. Las únicas barreras que de verdad nos separaban del grueso de los muertos vivientes de la cocina eran un pasillo largo y oscuro, y una puerta de acero a medio abrir. A través del resquicio vi sus sombras al otro lado. La puerta debía de estar a unos diez metros de nosotros.

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