Exilio: Diario de una invasión zombie (11 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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Hoy mismo, un técnico que ha venido por aire se ha presentado en el centro de mando para reprogramarme la credencial. La tarjeta lleva un chip. El técnico ha insertado mi tarjeta en un lector/grabadora conectado a un ordenador portátil y me ha indicado que introdujera una contraseña de por lo menos seis cifras. He pensado en un número que sé que no voy a olvidar jamás y lo he introducido en el terminal. El técnico me ha informado de que si empleo la tarjeta y la contraseña en los terminales informáticos del centro de control, voy a tener a mis órdenes todos los sistemas relevantes del complejo. Me ha avisado de que soy la única persona que tendrá la clave de acceso hasta que se me releve del mando. Le he preguntado qué importancia tenía eso y me ha respondido que no lo sabía, pero que las instrucciones que le habían dado en su cuartel general eran proporcionarle esa clave de acceso al oficial de más alto rango que hubiera en el complejo. Tan sólo se podría ampliar a otra persona si yo empleara mi tarjeta en el centro de control para autorizar la transferencia de poderes a otro oficial designado por una autoridad superior. Si perdiera la tarjeta o el número de la contraseña, o fueran destruidos, se necesitarían noventa días para programar otra, porque el sistema tiene un período de seguridad para impedir transferencias de poderes no autorizadas.

El técnico me ha dicho con desenfado al salir por la puerta:

—Lástima que no tengan nada en el silo. Esa autorización le habría permitido lanzar bombas nucleares. Aunque, si le interesa para algo mi opinión, yo no lo haría.

26 de Julio

14:22 h.

No estoy seguro de que apostar hombres de guardia ahí fuera sea una buena idea. Disparan cincuenta cartuchos por cada período de veinticuatro horas y tengo la impresión de que esto podría convertirse en un ciclo de derroche y riesgos. Anoche les ordené que entraran para ver si, al desaparecer ellos, también se reducía la actividad de los muertos vivientes en el área. Parece que así la cosa funciona mejor. Esta mañana había diez al otro lado de la valla. Matar a diez es mejor que disparar contra cincuenta. Los hombres emplean bayonetas para acabar con los muertos vivientes de la valla, y luego los arrastran hasta la línea de arbolado, a cincuenta metros de distancia, con todoterrenos y mallas que anudan en torno al pecho de los cadáveres para no correr ningún peligro de que el cuerpo inanimado les roce por accidente.

El contacto con el portaaviones ha sido esporádico, porque nuestra unidad de tierra es una insignificante mota de polvo en comparación con todos los problemas a los que tiene que hacer frente el ejército. Parece ser que Andrews y el Distrito de Columbia (de acuerdo con los mensajes que circulan) no resultaron afectados, y en estos momentos hay un equipo de exploradores sobre el terreno para valorar las fuerzas que habría que emplear en la reconquista del Distrito de Columbia. Otra de las opciones que se barajan es la de trasladar la capital hacia el oeste, pero apenas si se sabe nada sobre la situación en esa región del país. La comunicación con el resto de marines es constante y regular. El suboficial al mando contacta una vez por hora.

Le he dejado claro al sargento de armas que no sería mala idea que el resto de sus hombres, así como los civiles, se instalaran más cerca de nuestra posición. Hoy he tratado de conectarme de nuevo a Internet, pero nada. Sería un medio excelente para comunicarnos a largas distancias con otros países y unidades, puesto que el enemigo más importante no sabe leer ni emplear ordenadores.

Las reservas de agua disminuyen peligrosamente y ahora mismo se reúne y organiza un equipo para que salga mañana por la mañana. Yo iré con ellos.

30 de Julio

19:34 h.

Nuestra pequeña unidad partió en busca de agua el día 27 por la mañana. John se quedó en el Hotel 23. Lo habíamos nombrado líder civil provisional, encargado de hacer respetar la ley. Prometió que tendría buen cuidado de nuestros muchachos mientras nosotros buscábamos H
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O. Nuestro camino nos llevó hacia el norte, por los confines de la zona irradiada. Salimos con tres LAV y trece hombres. El objetivo era simple: nos dirigiríamos a la Interestatal en busca de un camión cisterna, o de cualquier tipo de vehículo que pudiese contener agua. Los depósitos del Hotel 23 estaban casi vacíos e íbamos a necesitar 37000 litros de agua para volver a llenarlos. Hace unos días me informaron de la ubicación de la base marine original. Nuestro viaje nos llevó a sesenta y cinco kilómetros de dicha ubicación. Sesenta y cinco kilómetros de ida y sesenta y cinco de vuelta son ciento treinta, por lo que no podíamos permitirnos el lujo de hacerles una visita.

Al cabo de una hora de apartar escombros y esquivar la chatarra de las colisiones múltiples, nuestro convoy de LAV logró llegar a lo que quedaba de la Interestatal 100. La diversión había terminado antes de empezar. No me gusta tener que trabajar con esta temperatura como de un millar de soles. Vi a un grupo de ellos que daban vueltas en torno a los restos de los coches. Se hallaban a unos trescientos cincuenta metros de nosotros, y si ponía en marcha la imaginación y me concentraba, era capaz de creerme durante unos minutos que no estaban muertos. Al cabo de poco, el viento arrastraría hasta ellos nuestro olor (pero ¿serían capaces de oler?), e iniciarían una lenta, aunque decidida, marcha hacia los vivos.

Parecía que con eso se mantuviera un equilibrio. A veces pienso en los vivos y en los muertos como si fueran cromosomas, sólo que los muertos son los cromosomas dominantes. No importa lo mucho que uno se esfuerce: al final siempre nacen niños con los ojos marrones. Son dominantes por el mero peso del número. Por lo menos en estos tiempos parece que la cosa funcione así.

Dean tenía muchas ganas de venir con nosotros. Probablemente habría sabido cuidar de sí misma, pero en seguida se me ocurrió otra tarea importante para ella, para no tener que decirle que no era buena idea que nos acompañara. Seguro que, en estos momentos, Tara y yo somos la comidilla de todos. Supongo que me imaginaba qué iba a pasar. Pero eso es otra historia. Quizá algún día escriba algo al respecto. Jan, Will, John y Tara están enseñando a los marines del Hotel 23 todos los elementos básicos para apañárselas en las instalaciones, así como las salidas de emergencia por si sucediera lo peor.

Pensaba en Tara mientras nos acercábamos a la Interestatal. Yo estaba a unos ciento ochenta metros cuando he visto un vehículo rodeado. Me ha hecho pensar en ella. El día que la encontré en el muelle, pensé que estaba muerta. Nos acercamos más y vi el coche con más detalle. Alcancé a distinguir que la ventana estaba agrietada por el lado que quedaba visible desde nuestro convoy. Los muertos vivientes trataban de meter los brazos en el interior, y el cristal a medio bajar les impedía introducirlos más allá del codo.

Uno de los LAV trató de llamarles la atención y alejarlos del coche para que pudiésemos mirar dentro. Por supuesto, funcionó. El equipo de medición de radiactividad que llevábamos a bordo indicó que casi no había radiación en el área. Quedaba radiactividad residual, y se quedaría allí durante varios cientos de años si no se llevaba a cabo una operación de descontaminación. Ya estábamos más cerca del coche. Los hombres nos cubrieron a mí y a dos marines mientras bajábamos de nuestro vehículo y nos acercábamos.

Me llevé una gran alegría al descubrir a una madre pájara y a sus pajarillos que piaban en un nido fuera de todo peligro en el asiento trasero del coche. Estaba seguro de que las criaturas se lo ponían sumamente difícil a la madre para salir del coche en busca de comida, pero parecía que se las apañaba bien. Se me ocurrió que podía subir un poquito loa cristales de las ventanas para ponérselo aún más difícil a las criaturas, pero, con gran decepción, descubrí que el mecanismo era eléctrico y que la batería llevaba tiempo descargada. Según parecía, tendría que abandonarlos en manos de la selección antinatural.

Contactamos por radio con el LAV que se encargaba de alejar a los muertos vivientes para que nos fuera al encuentro a un kilómetro y medio al este de la posición original. La carretera estaba abarrotada de muertos vivientes, pero el conducir esos vehículos tan sólidos me transmitía una extraña sensación de seguridad. Teníamos armas y municiones en abundancia, porque habría sido peligroso no llevarlos. Buscamos en dirección al este por la Interestatal hasta que nos acercamos peligrosamente a las afueras de Houston. Houston no había sufrido ningún impacto en la ofensiva de varios meses atrás y debía de haber un gran número de muertos vivientes en su área central. Habíamos encontrado numerosos camiones de dieciocho ruedas, con remolques de combustible que seguramente estaban repletos de gasolina. Qué lástima que no pudiéramos beber combustible. Me hizo pensar en cómo era el mundo real antes de que todo esto ocurriera, cuando una botella de agua era mucho más cara que su equivalente en gasolina. En cualquier caso, descubrimos un camión que transportaba agua en cantidad, y me sentí como un lerdo por no haberlo pensado antes.

No sé cómo no se nos había ocurrido ir en busca del parque de bomberos de una ciudad pequeña en vez de jugarnos el pellejo en la Interestatal. No lo dije en voz alta delante de los hombres, pero habría sido mucho más seguro hacer eso. Frente a nosotros había un camión de bomberos (sucio) en el que se leía: «Brigada de Prevención de Incendios de San Felipe.» Era grande, pero no el más grande que haya visto en mi vida. Tratamos de ponerlo en marcha, pero no hubo suerte. Tuvimos que hacer grandes esfuerzos para darle la vuelta y engancharlo a uno de los LAV. Creo que la fatiga me envejeció varios años.

El camión de bomberos era una tumba. En su interior había dos bomberos muertos, que estaban muertos de verdad y no se movían. Aún no me había acercado lo suficiente como para saber qué era lo que habían hecho para quitarse la vida y evitar la reanimación, pero daba la impresión de que lo habían conseguido. En la Interestatal había muchos, pero no pertenecían a la variedad ultramortífera de muertos vivientes que habríamos encontrado más al oeste, cerca de la zona irradiada. La única otra opción, aparte de remolcar el vehículo, era cargarle la batería con el equipo que transportábamos a bordo de los LAV. Primero tendríamos que eliminar discretamente los peligros inmediatos que nos acechaban en esa zona. Desde el asiento que ocupaba a cargo de la ametralladora del LAV número dos, conté treinta y ocho muertos vivientes. Me comuniqué por radio con el sargento de armas, que me dijo que había contado treinta y nueve. Cuando salimos del Hotel 23, los marines empuñaban fusiles M-4 y M-16 normales, iguales en todo a los que habíamos conseguido meses antes al abrir el arsenal del Hotel. Yo sabía que esa unidad no estaba formada en su totalidad por sus miembros originales.

Durante los primeros días después de su llegada, el sargento de armas me había explicado que se componía de supervivientes de varias unidades de marines que se habían guiado unos a otros mediante señales de radio y habían ido a parar a Texas. Por supuesto que no todos ellos se habían unido de ese modo a la unidad militar, porque ésta, al salir en busca de suministros, había encontrado también a otros supervivientes. En muchos casos, dichos supervivientes eran militares, o ex militares. Eso explicaba las armas que los marines del LAV número uno sacaban del vehículo. Cuatro marines a los que recordaba haber visto con insignias de submarinista o de paracaidista en el pecho sacaron H&K MP5 con silenciador. Ojalá hubiera tenido un arma como ésa durante los primeros meses después del fin del mundo.

Mantuve el puño en alto para indicarles que no dispararan, y al mismo tiempo contacté por radio con el sargento de armas. Le pregunté por el número de armas con silenciador de las que disponía la unidad. Me dijo que los marines habían saqueado un buen número de arsenales durante sus misiones de reconocimiento y se habían llevado tantas armas con silenciador como les había sido posible, probablemente a fin de prepararse para una guerra de guerrillas en la que sería necesario el sigilo.

Me comuniqué por radio con el LAV número uno (punto) y les di permiso para que dispararan con silenciador a los muertos vivientes que circundaban el camión de bomberos. Aún no había finalizado la retransmisión cuando oí el siniestro rumor de las metralletas con silenciadores. Los muertos vivientes cayeron, uno tras otro. Los marines fallaron en muchas ocasiones. Durante el tiroteo, el sargento de armas me leyó el pensamiento y me informó de que aquellas armas de nueve milímetros con silenciador no tenían, ni de lejos, la precisión de un M-16, pero que eran realmente silenciosas y no llamarían la atención de indeseables.

El sonido recordaba mucho al que se hace cuando se presiona rápidamente, en sucesión, la palanca de carga de un M-16 normal. Un chasquido apenas audible. Pasaron cuatro minutos hasta que el área que circundaba el camión de bomberos quedó despejada. Aparcamos los LAV alrededor del camión y salimos todos afuera. Los marines habían desmontado y vuelto a montar los silenciadores, porque (según ellos) si disparaban demasiadas veces seguidas los iban a averiar. Ocho hombres se desplegaron en perímetro defensivo en los espacios que quedaban libres entre los LAV. Me acerqué al camión de bomberos y traté de abrir la puerta. Estaba cerrada. Como de costumbre, las marcas de pus de los brazos muertos estaban presentes en ambas portezuelas, lo que daba a entender que los bomberos muertos que se encontraban dentro habían resistido en el camión ya inutilizado, hasta que, al parecer, se habían quitado la vida.

Empuñé una voluminosa palanca (que había sacado de una de las maletas de herramientas del vehículo) y cinta americana, y logré romper el cristal sin hacer ruido. Así podría abrir la puerta del conductor desde dentro. Metí la mano por la ventanilla y entonces uno de los bomberos me la agarró por la muñeca. Intenté con todas mis fuerzas volver a sacarla. Esa cosa estaba a punto de morderme la muñeca cuando un marine abrió fuego e hizo trizas la cabeza de la criatura. Ambos habíamos pensado que los bomberos estaban muertos. El ruido debía de haber despertado a la criatura de una especie de hibernación para muertos vivientes.

El bombero que iba en el asiento del copiloto estaba muerto de verdad, porque la mayor parte del tronco y la cabeza habían desaparecido. Probablemente se estaban pudriendo en la garganta y el estómago de la otra criatura. Tras abrir la puerta y arrastrar hasta el suelo el monstruo que iba en el asiento del conductor, le di un golpe al pasajero con el cañón del fusil. No se movió. Todavía sujetaba con fuerza un hacha manchada de sangre.

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