Exilio: Diario de una invasión zombie (23 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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He dejado la escalera de mano apoyada en la casa y me he marchado en dirección a la carretera por la que había llegado hasta allí. La lluvia me hacía sentir fatal y mi mayor deseo era encender una hoguera y tender la ropa para que se secara. He pensado en las calefacciones centrales y los aires acondicionados, y me he acordado de lo grande que era nuestra dependencia de la corriente eléctrica para sobrevivir como sociedad. Apostaría a que millares de ancianos murieron durante el último verano tan sólo por el calor. Hacía tiempo que no había probado la radio, y por eso me he decidido a intentarlo y a retransmitir la señal de desastre preprogramada. Después de emitirla tres veces sin hallar respuesta, he puesto la radio en modo de retransmisión automática con la intención de dejarla así durante unos minutos. Aún llovía mientras yo caminaba en paralelo a la carretera. Recordaba que el día anterior había visto que se trataba de la Autopista 59 y que se dirigía hacia el sur.

A medida que la lluvia perdía intensidad, he oído el familiar murmullo de un motor lejano. He oído ruidos semejantes en más de una ocasión desde que el helicóptero se estrellara a varios kilómetros y lagos de aquí. Una parte de mí pensaba que se debía a la herida en la cabeza y a la infección que había padecido. Me he frotado la zona donde unos días antes había llevado los puntos. El dolor y la sensibilidad prácticamente habían desaparecido. He recorrido en paralelo a la carretera un trecho que me ha parecido de varios kilómetros. La temperatura ha empezado a subir hacia las 8.00 horas, y la lluvia se ha transformado en tenue llovizna. La neblina era densa, y había bancos de niebla, debidos sobre todo a la combinación de la humedad con el calor del sol naciente. Mis pies se hundían en el fango, porque me mantenía a cierta distancia de la aparentemente vacía Autopista 59.

Al cabo de unos pocos centenares de metros he tenido que girar 90 grados y regresar a la autopista, porque me he dado cuenta de que el fango no tenía nada que ver con la lluvia. Estaba caminando por lo que parecían aguas pantanosas. La carretera se elevaba sobre el suelo, y en un momento en el que el viento ha apartado la bruma, he alcanzado a ver que un trecho de ésta, unos cuatrocientos metros más allá, atravesaba el pantano sobre pilares de poca altura. Parecía que siguiera igual hasta perderse en la lejanía. Yo no tenía ganas de enfermar, y sabía que las bacterias del pantano, o la hipotermia que sufriría al llevar un rato caminando con la frialdad del fango hasta la cintura, me matarían igual que una de esas cosas. Se sumaban a mi miedo varias heridas que me había hecho en el accidente, así como mientras huía de las criaturas. Desde luego que habían cicatrizado, pero unas pocas horas de inmersión en el agua del pantano ablandarían las costras.

Como no me quedaba ninguna otra elección, he tenido que seguir adelante por la carretera y me he adentrado en las brumas y neblinas que flotaban sobre el pantano en el trecho que se prolongaba hacia el sur. La visibilidad era escasa y tan sólo veía lo que había a cien metros de distancia como máximo, y en ocasiones, cuando se abría un hueco en la niebla, divisaba imágenes a lo lejos. Después de caminar durante unos veinte minutos, no he visto rastro de tierra firme ni a derecha ni a izquierda. Una vez mis... el sonido de un motor en la lejanía, o tal vez en lo alto. No estaba seguro de dónde venía. Un ruido metálico que se ha oído en la propia carretera, algo más adelante, me ha sacado de mi ensimismamiento. Parecía como si alguien arrastrara cadenas sobre el hormigón. He tratado de escuchar y diferenciar los sonidos de cadenas y el rumor mecánico, pero no lo he conseguido.

Ambos sonidos se han vuelto irrelevantes cuando he oído que una de esas cosas tropezaba con un viejo parachoques oxidado que había en el puente. Se ha oído en el mismo trecho de carretera por el que acababa de pasar. Me he acercado y le he pegado un tiro en la nuca con el subfusil. Al levantar los ojos y mirar hacia la lejanía en la misma dirección por la que había venido, he logrado distinguir nuevas siluetas borrosas en la niebla. Al parecer, varios muertos vivientes se acercaban a mi posición. Aún faltaba un par de minutos para que llegasen. Me he dado la vuelta y he seguido adelante, en dirección hacia los sonidos metálicos, a un paso más vivo.

He dejado atrás a los muertos vivientes que me perseguían y he vuelto a avanzar al ritmo de diez pasos de carrera, diez pasos de marcha. Entonces, he oído de nuevo el sonido metálico sobre el hormigón. He frenado, porque sabía que los muertos vivientes que me venían por detrás tardarían unos diez minutos en llegar. Hasta ese momento, había dejado atrás cierto número de coches abandonados, pero ninguno de ellos estaba ocupado, y todos tenían marcas de sangre, como las de la casa en la que había dormido la noche anterior. He seguido adelante. El sonido del metal era cada vez más fuerte y me ponía histérico.

Era casi como si el sonido mecánico se debilitara para permitir que el metálico creciera en intensidad, en un juego cruel para hacerme perder el juicio. La falta de visibilidad hacía que la tortura fuese todavía mayor. Aparentemente, el ruido venía de unos pocos cientos de metros más allá, pero como la carretera se sostenía sobre columnas y tenía barreras a ambos lados, podía ser que viniera de mucho más lejos.

Me he esforzado por no pensar en las criaturas que me perseguían, por imposible que me resultara, y he seguido adelante, bizqueando, como si eso tuviera que ayudarme a ver en la niebla. En este momento el ruido era muy fuerte, y más adelante se oían ruidos que delataban la presencia de muertos vivientes. Tenía que decidirme: o volver sobre mis pasos y acabar con los que venían por detrás, o seguir adelante y encararme con los ruidosos muertos vivientes que se encontraban al frente. La otra opción consistía en saltar al gélido pantano con la esperanza de que la otra orilla estuviese cerca, y de que tampoco hubiera muertos vivientes en las aguas que viniesen a recibirme mientras yo caminaba hacia tierra firme. Como mi objetivo no era ir al norte y tampoco tenía ningún interés en que me arrancaran el culo a mordiscos, me ha parecido que lo más apropiado sería seguir adelante por la Autopista 59 en dirección al sur, al encuentro de los sonidos metálicos.

La bruma era todavía densa, pero mi vista alcanzaba lo suficientemente lejos como para saber en qué me había metido. A juzgar por el ritmo con el que había recorrido el último trecho, he calculado que los muertos vivientes estarían entre cinco y siete minutos más atrás. Al seguir avanzando he visto a por lo menos treinta muertos vivientes vestidos con monos de trabajo de color naranja brillante. En las espaldas de los monos llevaban impresas letras reflectantes que decían: PENITENCIARÍA DEL CONDADO. La mayoría de las criaturas llevaban grilletes en las piernas y arrastraban cadenas.

Estaban encadenados en grupos de entre tres y cinco presos. Según se veía, tan sólo unos pocos habían quedado inmovilizados. Uno de ellos estaba encadenado a lo que parecía una pierna humana de carnes resecas. Caminaba de un lado a otro y arrastraba la pierna tras de sí. Las criaturas no me veían, y he aprovechado los cinco minutos que faltaban para que llegasen los demás para pensar en cómo esquivarlas. Tan sólo se veía a unos treinta. Mientras se me ocurrían ideas ingeniosas, como ir saltando sobre los coches o pasar a toda velocidad junto a los presos, uno de los que venían por detrás ha emergido de la niebla a mis espaldas. Le he disparado a la cara, porque he llegado a la conclusión de que detenerse a pensar sería la muerte, y he seguido adelante.

Al acercarme a las cadenas de presos, he optado por ir por la izquierda para tratar de pasar entre ellos. A la derecha eran más los que podían moverse. Mi táctica ha sido sencilla: disparar a los monstruos que se hallaban en los extremos de la cadena, de tal modo que los demás quedaran atrapados por el peso literalmente muerto. En total, he tenido que disparar a cinco criaturas para lograr mis objetivos. He agotado un cargador entero.

No sé si ha sido por la falta de visibilidad, o por saber que estaba rodeado, o porque había presos no muertos muy corpulentos vestidos con monos naranjas y cargados de cadenas que venían hacia mí, pero el caso es que me he puesto muy nervioso. Estaba a punto de enloquecer, y me faltaba poco para ponerme a rezar, o a disparar como un demente. He tenido que guardarme uno de los cargadores vacíos en el bolsillo del pantalón y sacar otro mientras caminaba por entre el grueso de los encadenados.

Aunque tres de las cadenas humanas de cinco miembros tenían movilidad reducida, no han dejado de perseguirme, y al mismo tiempo los grupos no entorpecidos les han sacado ventaja y han venido tras de mí. El sonido de cadenas que se arrastraban por la Autopista 59 me tenía cagado de miedo, aunque no dejara de correr. No eran la única amenaza. Mientras escapaba de las cadenas humanas debo de haber dejado atrás a otros cincuenta muertos vivientes. Había más que nunca en el momento en que he tenido que reanudar el ritmo de diez pasos corriendo, diez caminando. Un poco más adelante la niebla empezaba a dispersarse...

No me he detenido. Al volverme hacia mi nueva área de visibilidad, he visto que casi cien de ellos me perseguían, a menos de cuatrocientos metros de distancia. Había empezado el efecto bola de nieve entre los muertos vivientes. Entre todos ellos armaban suficiente barullo como para empezar una reacción en cadena... cada una de las jaurías de lobos llamaba con sus aullidos a la siguiente.

Al mismo tiempo que el ruido metálico y el de muertos vivientes se acercaban a mí, he escuchado una vez más el zumbido. No podría mantener eternamente ese ritmo, y no me hacía ilusiones de que fuera fácil dejar atrás a un centenar de muertos vivientes en un solo día. Al llegar al final del trecho elevado de la Autopista 59, he mirado hacia atrás y he visto a mucho más de un centenar.

Le he echado una ojeada al reloj; marcaba las 9.50 horas. Llevaba horas de persecución. Entonces, al alzar la vista, me he dado cuenta de que se había producido una gigantesca explosión entre la masa de muertos vivientes, y por puro instinto me he tapado los oídos y me he echado al suelo. En el momento en que mi culo se estrellaba contra el hormigón, el estruendo me ha golpeado como un puñetazo en el pecho y he rodado por el suelo. Me he puesto en pie y me he dado cuenta de que la explosión había causado daños sustanciales en el grupo que me perseguía. No me he preguntado por la causa de la conflagración, ni por qué coño me había encontrado con una cadena de presos, sino que lo he aceptado y me he largado de allí tan rápido como he podido. He hecho un alto para comer bajo el capó levantado de un viejo coche que me ha protegido de la lluvia, y ahora tengo la intención de reanudar mi camino hacia el sur, de nuevo en paralelo a la carretera, con la esperanza de no volver a encontrarme con pantanos, explosiones fortuitas ni cadenas de muertos vivientes.

21:48 h.

Esta noche he encontrado refugio en un antiguo campo de refinerías, integrado, de un extremo a otro, por recintos cuadrangulares protegidos por vallas metálicas. Las bombas de petróleo dejaron de funcionar hace mucho tiempo. Han quedado cubiertas en su mayoría por hierbajos, y los pájaros han anidado sobre ellas. El acceso de la pequeña área vallada estaba cerrado con una cadena reforzada y un cerrojo, así que he tenido que trepar. Tras lanzar la mochila al otro lado de la cerca, he arrojado la manta de lana sobre un trecho de valla que me ha parecido que no se hundiría si trepaba por él.

Aunque no estuviera rematado por púas, he puesto la manta, mitad por costumbre y mitad por prevención, para protegerme de los bordes afilados. No podía permitirme el riesgo de contraer una infección... no tenía a mano ningún hospital donde pudiera vacunarme contra el tétanos. Una vez dentro, he realizado una inspección lenta y minuciosa de la cerca, en busca de agujeros por los que pudieran colarse perros salvajes y muertos vivientes. Me he quedado satisfecho: no había ninguno. Entonces, he elegido una de las bombas de la refinería para pasar la noche. Hoy ha dejado de llover hacia las 15.00 horas, lo cual me ha permitido llegar más seco al punto de acampada.

Como llevaba ropa húmeda, la he tendido sobre los tubos metálicos horizontales de la refinería. Afuera hacía frío a causa de la lluvia reciente, pero no tanto como ahora. He estado pensando en todo lo que me ha sucedido hoy, y en la misteriosa explosión que ha tenido lugar. También he pensado en las cadenas de presos y en que me parece que las habían declarado ilegales años antes de que sucediera todo esto. Me imagino que cuando la sociedad fracasa y no tienes policías suficientes para vigilar a los presos, encadenarlos tiene su justificación. Putos desgraciados. No puedo ni llegar a imaginarme el horror que sufrieron. Uno de ellos se infecta y los demás tienen que defenderse de él, o aún peor, cuatro están infectados y queda uno que tiene que defenderse. No es extraño que al final todos ellos se transformaran.

Me he preguntado si el niño transformado en muerto viviente de la casa aún debe de golpear la ventana del piso de arriba en un intento por atraparme, como si aún estuviera a su alcance. Por muy horripilante que fuera el recuerdo de los presos encadenados y del niño... la explosión... ¿es posible que alguien plantara en el paso elevado una carga explosiva conectada a un sensor de peso?

No sabía qué pensar. A la hora del crepúsculo, he recorrido el área entera en busca de algo que me pudiera ser útil, pero tan sólo he encontrado un viejo destornillador abandonado marca Phillips, a medio enterrar en el suelo contaminado que tenía a mis pies. He plantado las grandes trampas para ratas junto a la cerca para no tener que consumir las provisiones. En lo que quedaba de día he tenido tiempo para hacer inventario de municiones y he contado doscientos diez cartuchos de nueve milímetros. La lucha con las cadenas de presos me ha costado treinta de los cartuchos que llevaba.

He recorrido una vez más el perímetro, con cuidado de evitar las trampas, mientras el sol desaparecía por el horizonte. A lo lejos, en la Autopista 59, se veía movimiento. Probablemente eran los restos de la horda que me había perseguido por la carretera elevada sobre el pantano. En este lugar me siento relativamente seguro y no creo que ninguno de ellos me encuentre. Con todo, voy a dormir con un ojo abierto, el dedo en el gatillo y la seguridad entre oreja y oreja. Antes de acostarme, me pondré las gafas de visión nocturna y dormiré con ellas. Así, si hay que investigar algo, no tendré que buscarlas a tientas, y podré activarlas en cualquier momento de la noche en que las necesite.

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