Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
Al acercar el ojo a la mirilla, el perfil de un hombre muerto se ha proyectado en mi pupila. He pasado un instante de terror, en el que tan sólo lo he mirado, incapaz de apartar la cara. Su rostro esquelético se encontraba a pocos centímetros del mío, al otro lado de la puerta. Sentía el apremio de dispararle por la mirilla, pero, probablemente, habría errado el tiro, y el ruido de la madera al astillarse no habría hecho más que complicar las cosas. No podía apartar la mirada de aquella mierda. Tenía la cara podrida, los ojos lechosos, abultados, y los labios habían desaparecido. Parecía que me mirara fijamente a través de la puerta. No se ha movido ni un milímetro mientras yo lo observaba. La criatura debía de medir más de dos metros. Me he puesto de puntillas y he tratado de ver desde arriba cuál era el objeto que sostenía con su mano putrefacta. No he llegado a ver bien de qué se trataba. He aguardado tras la puerta, dejando de mirarle tan sólo para parpadear, para que no se me secaran los ojos. No se movía.
No me quedaban muchas opciones...
Podía volver a hurtadillas al piso de arriba (trepando por las sábanas) y dejarlo correr, o matar a la criatura en ese mismo momento. Me he decantado por hacer otra ronda por la casa antes de regresar al piso de arriba, por si encontraba suministros que pudieran serme útiles. Sigiloso como un gato, he regresado a la cocina para mirar en el armario. Al traspasar el umbral de la cocina he provocado un ligero crujido en el entarimado. Me he detenido unos minutos y he escuchado... crec... crec... el sonido provenía del otro lado de la puerta de entrada. He optado por no prestar atención a la amenaza. Me he imaginado que la criatura debía de mover la cabeza violentamente de un lado para otro, porque no sabía si era ella misma quien había hecho el ruido, o si éste era obra de algún delicioso bocado que se hallaba dentro de la casa...
En los estantes del armario he encontrado seis latas de chile sin carne, dos latas de estofado de ternera con verduras y otros alimentos en estado de descomposición avanzada. He guardado las latas en la mochila y he buscado debajo del fregadero por si encontraba algo útil. Debajo del fregadero había una trampa vieja para ratas, idéntica a las dos que me había llevado antes. Los restos del esqueleto y la cola ya reseca de una rata que había caído en la trampa hacía mucho tiempo seguían allí. Satisfecho con lo que había encontrado, he agarrado el palo de fregona con el punzón y he regresado a la improvisada escalerilla, siempre en pugna con el antinatural impulso de echar otra ojeada por la mirilla.
He empleado el máximo cuidado para subir la mochila hasta el piso de arriba con el palo de mocho. Así podría trepar después con mayor comodidad. La mochila estaba demasiado llena y pesaba demasiado, y por ello he tenido problemas para sostenerla. Se ha caído una lata de chile y se ha estrellado contra el suelo, y ha armado un estrépito comparable al del disparo de un cañón. Me he estremecido, pero de todos modos he empujado la mochila hasta arriba y la he dejado junto a la otra mochila más grande, que seguía vacía. Cuando me agachaba para recoger la lata de comida, se ha oído un golpe muy fuerte en la puerta de entrada. La cosa debía de haber golpeado la puerta con algo, porque el ruido parecía más fuerte y potente que el que se podría hacer con una mano desnuda. He guardado la lata en uno de los bolsillos del chaleco y ha faltado poco para que subiera hasta el piso de arriba de un solo salto.
Una vez allí me he tumbado en el suelo, con la mochila a modo de almohada y los ojos fijos en el techo, porque el monstruo ya se encargaba de matar el tiempo a base de porrazos en la puerta. Golpeaba sin cesar... he oído que la puerta se astillaba y me he decidido a emplear el espejo para vigilarla. Cada vez que la criatura la golpeaba, yo pegaba un bote y sentía un escalofrío, y el espejo temblaba a su vez en mis manos. Un diminuto rayo de luz penetraba por un agujero de la puerta, a medio metro por encima del pomo. Un objeto romo no habría podido abrir una fisura como ésa. La puerta estaba reforzada con tablones por tres sitios distintos y yo recordaba que también lo estaba por fuera.
He vuelto a entrar en el dormitorio del que me había adueñado antes y me he encerrado a la hora en la que el sol descendía hacia el horizonte. Faltaba poco para que oscureciera. He sacado la navaja multiusos y he abierto una lata de chile, y he sacado la cuchara de uno de los paquetes de plástico marrón de las raciones de comida preparada. He empezado a contar los golpes que se oían abajo mientras se ponía el sol. He tardado trescientos cincuenta y tres golpes en dar buena cuenta del chile.
6 de Octubre
A última hora de la tarde
Por lo que se oye abajo, creo que la criatura está a punto de entrar. Hará una media hora he oído que uno de los tablones caía al suelo. Naturalmente, yo ya no sé cuánto dura media hora. Por temor de que atraiga a otros de su especie, me he decidido a aprovechar la oscuridad de la noche para escapar de este sitio. Me he pasado la hora del crepúsculo metiendo las cosas en la nueva mochila que he encontrado en el piso de abajo. Lo he redistribuido todo para que los objetos más necesarios queden arriba, o en uno de los compartimientos que se cierran con cremallera. Como aún me sobraba mucho espacio, me llevo también una manta de lana verde que he sacado del armario.
He examinado las pilas que he encontrado abajo. Caducan dentro de seis años. Las he puesto en las gafas de visión nocturna y las he encendido. La luz verde que ha iluminado el visor y se ha reflejado en la palma de mi mano me ha dado a entender que funcionan bien. No tiene ningún sentido que las emplee para ver mientras cuente con la vela. También he probado la miniradio. No he captado nada, salvo estática. En un momento dado he creído oír voces, pero mi propio cerebro me engañaba. He retransmitido a ciegas un mensaje en el que explicaba mi situación, pero no he podido dar detalles exactos del lugar donde me encuentro. Quizá cuando haya avanzado un poco más hacia el sur emplearé los códigos que John insistió en hacerme memorizar. Los puntos de sutura me escuecen de nuevo y por eso he tratado de aplicarles antibiótico. Espero que me ayude a combatir cualquier infección que pueda haber. Dentro de unos días me quitaré los puntos.
Ha llegado la hora de apagar la vela.
7 de Octubre
A primera hora de la madrugada
No sé muy bien por qué esas cosas son como son, ni por qué son distintas...
Más agresivas y persistentes.
Anoche salí de la casa por la misma ventana por la que había entrado. Me hice la cama, más que nada porque así me sentía mejor, pero también para posponer el inevitable momento de partir. En cuanto acabé con la cama, encendí la luz y me puse las gafas de visión nocturna. Al ajustármelas, mis temores se hicieron realidad, porque vi que el estruendo que la criatura armaba en el piso de abajo había atraído a una docena de muertos vivientes a nuestra zona. Ésos eran los que podía contar desde una sola ventana. Estimé que debía de haber unos treinta alrededor de la casa.
Mientras salía al tejado del porche, escuché el ruido que hacían al caminar por las hierbas altas y tropezar con las ramas, en sus intentos por localizar el ruido en la oscuridad. Los viejos hábitos nunca mueren, y yo sabía que me quedaban veintinueve cartuchos de munición en cada uno de los cargadores, aunque, con el arma que llevaba, tampoco me iban a servir para nada. Me acerqué con cautela al alero y miré hacia abajo. Allí abajo había dos. Me asomé y les disparé, y fallé el tiro en la cabeza de uno. El que sí derribé se cayó sobre el otro y con ello me dio una segunda oportunidad. Disparé al número dos y bajé por el costado de la casa tal como había subido antes. Me marché por la ruta más segura y por el camino maté a otros tres. Cada vez que apretaba el gatillo, el área circundante se iluminaba con un fulgor verde. Las gafas de visión nocturna amplificaban el centelleo del silenciador.
La fatiga no me permitía echarme a correr. Caminaba a paso ligero y los esquivaba. Al acercarme a la carretera me volví hacia la casa. Parecía que una de esas cosas casi corriera hacia mí. Por un momento, creí de verdad que esa criatura podía verme en la penumbra. Mis miedos se calmaron cuando la criatura se volvió hacia un lado y se detuvo. Según parecía, olisqueaba el aire y movía la cabeza lentamente hacia uno y otro lado en un intento por localizarme. Sostenía en la mano un objeto que no pude distinguir. El estómago me dijo que era la misma a la que antes había visto por la mirilla.
Me alejé de ella y regresé a la carretera. No tenía ni idea de a dónde iba. Recorrí varios kilómetros en dirección hacia el sur por una vieja carretera pavimentada, atento a no meter el pie en las grietas para no partirme el pescuezo. Los carteles indicaban que faltaba poco para llegar a Oil City. Incluso era posible que la carretera me llevase hasta Shreveport, una ciudad en la que no me atrevería a entrar. Necesitaba un sitio para pasar la noche. No dejé de caminar hasta que divisé un fulgor en el horizonte que anunciaba la salida del sol. Más adelante, en la misma carretera, he visto un autobús escolar.
Creo que debían de ser las 4.30 horas. Estaba aterido de frío y necesitaba, por lo menos, un par de horas de sueño antes de hacer frente al nuevo día. Me he acercado hasta el autobús, siempre pendiente de lo que pudiera haber alrededor. El área parecía estar despejada, pero albergaba un montón de incógnitas. Unos pocos coches y camiones, muy deteriorados, se amontonaban a un lado de la carretera, en el camino que llevaba hasta el autobús. Cerca de los vehículos había varios esqueletos putrefactos. Los muertos y las aves se habían comido toda su carne.
Al acercarme al autobús, he visto, con gran alegría, que la puerta estaba abierta, y me he dicho que, por lo menos, dentro no habría criaturas lo bastante inteligentes como para encontrar la salida. Me he aproximado con mucha precaución a la parte frontal, he trepado al parachoques y me he encaramado por el capó. Una vez en el capó, he mirado por el parabrisas y he visto las hileras de asientos. Estaban vacías. He trepado hasta el techo del autobús para poder echar una mirada en 360 grados a mi alrededor. No se movía nada, salvo un par de conejitos en la cuneta.
He pensado en pegarles un tiro, pero estaba demasiado oscuro como para correr el riesgo, incluso con un sonido tan leve. He sacado la manta de lana de la mochila y he dejado esta última sobre el techo. He vuelto a bajar por el capó y he entrado por la puerta del autobús. Primero he arrojado la manta sobre el asiento del conductor, y luego me he arrodillado y he apuntado bajo los asientos con el subfusil. No he visto nada, salvo una vieja bolsa de papel para el almuerzo. Entonces he cogido la palanca manual y he cerrado la puerta del autobús, tan suavemente como me ha sido posible, esforzándome al máximo por no hacer ruido. Por desgracia, no es la primera vez que duermo en un autobús.
He dejado la mochila sobre el techo porque allí no correrá peligro, y si tuviese que huir a toda velocidad, podría salir por cualquiera de las ventanas y recobrarla. En cambio, si dejase la mochila dentro, tal vez no pasaría por la ventana, y si se diera el caso de que tuviese que huir, me vería obligado a abandonar todas mis provisiones y suministros. He cortado tiras de vinilo de uno de los asientos del autobús y las he entrelazado para dar forma a una tosca atadura. La he empleado para inmovilizar la palanca de la puerta y asegurarme de que nadie pueda entrar sin provocar estruendo. Ahora me voy a dormir, si es que a esto se le puede llamar dormir.
Por la mañana
Debe de faltar poco para la media mañana y yo estoy en el cuarto asiento del costado derecho del autobús. He dormido las cuatro horas que necesitaba, o, por lo menos, me lo parece. La mochila aún está en el techo del autobús. En torno a mí no se mueve nada, y lo más probable es que suba, coja las cosas y me marche tan pronto como esté seguro de que no corro ningún peligro. Cuanto más pienso en el Hotel 23, más importante veo regresar allí, con mi familia. Aunque no me quito de la cabeza la idea de que mis padres puedan estar vivos, sé que lo más probable es que hayan muerto. Mi hogar no es ningún búnker, y el hogar de mis padres, al igual que todos los demás hogares que se edificaron en Estados Unidos en los últimos cincuenta años, no se construyó para resistir un asedio. Me pregunto cuánta gente habría podido sobrevivir si durante los últimos tiempos las hubieran hecho «como antes».
Por la tarde
Todavía es día 7
Hoy por la mañana, cuando me disponía a recoger la mochila que había dejado sobre el autobús, me he encontrado cara a cara con una horrible sorpresa. El cabrón de la casa había logrado seguirme. Yo me había encaramado al capó y estaba a punto de subir cuando he oído el entrechoque de acero contra acero. El ruido me ha sobresaltado tanto que he estado a punto de caerme de espaldas. Me he arrojado contra el parabrisas y lo he agrietado. Al volver la cabeza, he sabido al instante que era la criatura, la misma aparición que me había mirado fijamente por la mirilla de la casa antigua. ¿Cómo era posible que una criatura tan estúpida hubiese logrado seguirme? Una pregunta aún mejor: ¿Cómo era posible que aquella criatura supiese blandir un hacha?
He subido hasta el techo del autobús y he visto, estupefacto, cómo actuaba. Trataba de trepar para perseguirme. No iba a cometer el mismo error que antes. Había que acabar con ese integrante del 10 por ciento de muertos vivientes con talento. He desplazado el indicador de recámara cargada y le he reventado el rostro a la criatura, la cual se ha desplomado al instante. Esa cosa había armado mucho estrépito antes de que la matara, y eso significaba que había llegado la hora de marcharse.
Antes de irme he registrado a la criatura por si encontraba algo de valor, y mira por dónde, llevaba en la muñeca un reloj digital de plástico G-Shock, muy estropeado por fuera. Le he quitado el reloj y le he echado una ojeada antes de meterlo en la mochila junto con el hacha. En la pantalla se leía: 7-10 y 12.23.
He seguido caminando en dirección sudoeste, dejando atrás una escena de decadencia tras otra. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vi al primero? Caminaba y me imaginaba lo que sería poder volver a hablar con alguien. La sensación de soledad se adueñaba de mí. De entre todas las experiencias vividas en mi lucha por la supervivencia, ése había sido el sentimiento más importante. Cada cual lo sentirá de manera distinta, pero, para mí, el sentimiento que va ligado a la soledad es el miedo.