Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
—Ya vuelves a escribir en tu libro.
—Por lo menos no le arranco las hojas.
—Buenas noches, Kilroy.
—Igualmente, Saien... pero mejor que duermas con un ojo abierto, muchacho.
—Con los dos, amigo mío.
22 de Octubre
9:00 h.
Estamos en la carretera desde las 7.00 horas y esquivamos sin cesar los restos de la tragedia. Hemos tenido que bajar de la camioneta media docena de veces para apartar coches que nos cerraban el paso. En la mitad de esas ocasiones hemos tenido que matar a muertos vivientes. Lo que más me ha impactado ha sido un cadáver que todavía estaba amarrado a la camilla en el compartimiento de una ambulancia sin que yo me diera cuenta. Aunque no podía hacernos ningún daño, me ha dado un buen susto cuando he tratado de enganchar la cadena a la parte de atrás de la ambulancia y la maldita cosa ha levantado el torso en plan Drácula y ha tratado de agarrarme con la boca abierta. Yo no tenía ni idea de que estuviese allí dentro. Era horripilante, por supuesto, y tenía todo el cuerpo podrido, y será una entre las cientos de imágenes horribles que se me quedarán grabadas en la mente hasta el día en que me muera.
He empuñado la pistola, le he abierto un agujero en la cabeza y he cerrado las puertas de la ambulancia antes de que su espalda golpeara de nuevo la camilla. Al oír el disparo con silenciador, Saien ha venido corriendo y me ha preguntado qué había sucedido. Le he dicho que no se preocupara, y que tenía que alegrarse de no haber sido él el encargado de enganchar la cadena en esa montaña de coches.
Hemos hecho una pausa en campo abierto, en lo alto de una colina. Saien vigilaba mientras yo calculaba dónde nos debíamos de encontrar y la distancia a la que estábamos del aeródromo. La Autopista 79 es la ruta más corta, pero probablemente llegaremos antes por una carretera rural, por el mero volumen de coches que quedaron abandonados en las vías principales. Al mismo tiempo que sintonizaba los diversos canales AM y FM para ver si captábamos algo desde el terreno elevado, he limpiado lo mejor que he podido el AK-47 utilizable. He desmontado el arma y le he quitado la herrumbre con aceite y papel de lija que me había llevado del área de mantenimiento del concesionario. Tengo que decir que a veces parece que sujete alambre de espino. He sacado el cuchillo y he alisado las astillas que quedaron en el agujero de bala de la culata, y lo he raspado lo mejor que he podido. Como el agujero estaba en un lugar donde no molestaba mucho y el arma no tenia bandolera, he agarrado un tramo de cuerda de paracaídas y he improvisado una, y he atado uno de sus cabos precisamente en el agujero de la culata. El arma estaba lista para entrar en acción, con aproximadamente cuarenta y cinco cartuchos divididos entre dos cargadores. He vuelto a untar con aceite toda su superficie y la he dejado en la parte de atrás de la camioneta, con un cartucho en la recámara y el seguro puesto.
He escrutado el área con los prismáticos y no he descubierto ninguna amenaza inmediata en ninguna dirección. El sol de la mañana brillaba en el cielo, pero no podía con el frío otoñal. Por el motivo que fuese, sentía mucho más frío que en los meses de octubre del pasado. Una vez hayamos recogido el siguiente paquete de suministros al este de Carthage, las áreas con elevada densidad de población que encontraremos después son Nacogdoches, Lufkin y, finalmente, Houston. Aunque viajáramos en el helicóptero, Baham no se atrevía a sobrevolar Houston. Es la ciudad más cercana que no sufrió tratamiento nuclear, y en la que podría haber supervivientes humanos, aparte de posibles millones de muertos vivientes. No cabe ninguna duda que ya estaría muerto, o no muerto, si nos hubiéramos estrellado en la ciudad de Houston.
19:00 h.
Estoy en la azotea del edificio de administración del aeródromo, al lado del extremo sur de la pista de despegue y aterrizaje, con Saien. Mis pensamientos se remontan a cuando estuve con John en la torre, hace ya varios meses, pero en este aeródromo no hay torre. La entrega se ha realizado de acuerdo con el plan, hoy a las 15.00 horas, con una complicación. El avión ha perdido el control y se ha estrellado en el extremo norte de la pista, a aproximadamente un kilómetro de aquí. Después de que la carga saliera por la compuerta, ha dado la impresión de que el avión no lograba estabilizar su centro de gravedad y se ha abalanzado de morro hacia la pista.
He visto que el morro se enderezaba en el último momento, pero ha sido demasiado tarde para salir del atolladero. El avión ha chocado contra el suelo y ha derrapado sobre la pista hasta que una de las alas se ha partido y el combustible ha empezado a derramarse. Entonces se ha bamboleado, la otra ala ha golpeado el hormigón y el aparato ha empezado a girar sobre sí mismo. En el momento en que se ha quedado inmóvil, había perdido las puntas de ambas alas y los dos motores habían salido disparados a unos trescientos metros en dirección hacia nosotros.
Saien y yo hemos ignorado la carga que había tocado tierra cerca de donde estábamos y hemos corrido hacia los restos del avión. Me ha llamado la atención que el aeroplano no haya quedado envuelto en llamas, y en ese momento he pensado que el piloto debía de ser un cabrón con suerte. Eso es lo que pensaba hasta que me he encontrado enfrente del avión. No tenía ventanas. Parecía un puerco espín, porque estaba erizado de antenas, pero no tenía ninguna ventana. La compuerta por donde había soltado la carga aún estaba abierta. Le he pedido a Saien que me levantara en volandas para poder mirar adentro. Después de meterme en la zona de carga y aventar los humos que se desprendían del combustible (su olor no se marchará de mi ropa hasta que hayan pasado tres días), he tratado de llegar a la cabina del piloto. Por el camino me he dado cuenta de que el baño estándar del C-130 (con cortina) no estaba donde tenía que estar, y eso era otro indicio de lo que sucedía con el avión.
Había llegado al centro del fuselaje. Era difícil caminar por la densa humareda y porque el avión estaba ladeado, y era como moverse por una atracción de feria. No había una puerta que llevara a la cabina, tan sólo una cortina verde oliva. Al apartar la cortina, me he sentido como si estuviese a punto de conocer al Mago de Oz, pero, en realidad, can sólo me he encontrado con lo que había sospechado al contemplar el exterior del avión: no había piloto.
El avión no consumía oxígeno. Era un C-130 modificado para funcionar sin piloto, no muy distinto del Reaper que en ese mismo momento orbitaba sobre mi cabeza. Los mandos aún estaban ahí, pero no tenía asientos, ni ventanas con vistas al exterior. Había un rock de ordenadores con una conexión de fibra óptica que enlazaba con la aviónica. No he encontrado ninguna marca de fábrica en el equipamiento del avión. No había indicador de la presión de cabina entre los instrumentos, ni tampoco he visto tanques auxiliares de oxígeno. Parecía que hubiesen retirado todos los elementos innecesarios para que pudiese operar durante el máximo tiempo posible sin tripulación. Si consideramos que el avión debía de quemar unos mil ochocientos kilogramos por hora a máximo rendimiento, llegamos a la conclusión de que si llevaba el depósito lleno, habría podido venir desde cualquier parte de Estados Unidos. En el exterior no había identificación de unidad ni número de cola tipo BUNO/ BORT. Estaba pintado con un diseño de camuflaje urbano de color azul marino y parecía que el mantenimiento fuese bueno.
He vuelto con Saien para que me diese su opinión sobre el aparato y sobre la situación en la que nos encontrábamos. Ambos nos hemos acercado una vez más a inspeccionar la cabina. Saien me ha confirmado que él tampoco había leído nunca nada sobre ordenadores conectados a la aviónica por medio de fibra óptica, ni había oído hablar de ello. La humareda empezaba a afectarme y me hacía olvidar una vez más las causas y los efectos. En el interior del avión estaba muy oscuro, tan sólo había unas luces rojas, que probablemente se empleaban para que el equipo de mantenimiento pudiese entrar a preparar su informe después de cada aterrizaje.
He tomado unas redes que habían quedado en la zona de carga y las he transformado en escalerilla para poder bajar de la compuerta medio cerrada sin torcerme un tobillo ni hacerme ninguna lesión aún peor. Mientras bajaba por la escalerilla, el aire fresco de la tarde me ha soplado de cara y mi cerebro ha empezado a recobrarse de los humos del avión.
He contemplado con relativo aturdimiento cómo Saien bajaba también.
Al pensar en el choque, he comprendido que el estrépito había sido notable, así que no cabía ninguna duda de que tendríamos compañía cuando cayera la noche. Nos hemos montado en la camioneta y nos hemos lanzado a 160 por hora por la pista de rodaje, sin encontrar obstáculos en 1200 metros. Mientras regresábamos al lugar donde se había posado el paracaídas, hemos vuelto a hablar del avión no tripulado y de las implicaciones del siniestro. Hemos llegado al sitio donde se había posado la carga y hemos visto en seguida dos palés: uno pequeño y otro grande.
Encima del grande había un vehículo envuelto en plástico. La única marca que se leía en el paquete eran las letras DARPA (siglas inglesas de Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa) grabadas sobre las piezas de metal. Saien y yo hemos sacado las navajas, hemos empezado a cortar el envoltorio de plástico y hemos hecho acopio de cuerdas de paracaídas, redes y otros materiales empleados en el lanzamiento de la carga.
El vehículo era un buggy para circular sobre la arena del desierto, con una pesada jaula antivuelcos y una gruesa pantalla de metal soldada sobre los asientos de pasajero/conductor. Atrás, sobre el motor, había un sitio para viajar de pie, un poste soldado a la jaula, provisto de correas para impedir que el viajero se cayese. También había lo que parecían ser dos soportes de ametralladora. El vehículo podía transportar hasta tres personas, con poco o ningún equipo. Llevaba un depósito tipo «barril de cerveza» sobre el motor y pesadas ruedas de todoterreno. He subido al vehículo y he arrancado sin problema alguno. Luego lo he llevado detrás del edificio de administración del aeródromo, cerca de la escalera de mano por la que subíamos a la azotea, y he regresado para examinar el paquete más pequeño. Cuando he llegado, Saine cortaba ya las envolturas de plástico, casi sin aliento. No me ha parecido que nos quedara mucho tiempo hasta que los muertos vivientes empezasen a llegar. El siniestro había armado un estrépito mucho más fuerte que el disparo de una escopeta, incluso para quien lo oyera a un par de kilómetros de distancia, y los motores que habían saltado lejos del avión todavía crepitaban y crujían a lo lejos.
En el palé más pequeño había dos grandes cajas Pelican negras que tan sólo se podían llevar entre dos hombres, así como otra caja grande y pesada en la que estaba escrito: «Cartuchos Auto G.» Había también una caja más pequeña. En las grandes estaba escrito con estarcido: «Auto Gatling A» y «Auto Gatling B», respectivamente. Hemos cargado las cajas en la plataforma de la camioneta y luego hemos vuelto a donde estaba el buggy para trazar planes para la noche. Con la ayuda de Saien he subido hasta el techo la caja marcada como «Auto Gatling A», y hemos dejado la B en la parte trasera de la camioneta. En vez de aparcar la camioneta cerca del buggy, la hemos dejado a un centenar de metros detrás del edificio, por si los muertos vivientes asaltaban la zona donde se encontraba la escalera de mano. Así, si teníamos que escapar del techo, podríamos tomar dos direcciones distintas. La caja más pequeña contenía, de acuerdo con las instrucciones que se encontraban dentro, un contador Geiger de largas distancias, que permitía efectuar mediciones desde lejos.
El buggy está aparcado al pie de la escalera de mano, visible desde la carretera, pero la camioneta (donde se encuentra casi todo nuestro equipo) ha quedado más disimulada. Después de subir lo más esencial al techo (comida, agua, recursos para guarecernos, armas), hemos abierto la caja Pelican para ver si merecía la pena cargar con su peso y tomarnos molestias por ella. En su interior hemos encontrado un arma que no había visto en mi vida. Parecía que Remoto Seis estuviese dispuesto a hacer grandes esfuerzos para proporcionarme todo lo que necesitase para seguir con vida. El arma era una ametralladora Gatling en miniatura, con sonido amortiguado, que disparaba ristras de cartuchos de pequeño calibre. Las instrucciones que nos habían enviado con el arma eran parecidas a las del láser del Reaper: explicaban su manejo, pero nada más.
La unidad llevaba un radar de baja probabilidad de interceptación que se complementaba con un sensor de imágenes térmicas que servia para disuadir y detener a los muertos vivientes. Era una máquina pensada para durar mucho tiempo y el diagrama indicaba varías opciones de empleo. Las instrucciones insistían en que la ametralladora no llevaba silenciador, sino tan sólo sonido amortiguado (no sé muy bien cuál es la diferencia).
La primera opción consistía simplemente en abrir la caja y orientaría de la manera indicada por las flechas, y entonces pulsar el interruptor; al estilo de una mina antipersona direccional Claymore. Todo lo que se moviera por debajo de los 32 °C se consideraría hostil y se neutralizaría de inmediato al ritmo de cuatro mil cartuchos por minuto, en ráfagas de cien por milisegundo. El radar del sistema empleaba un transmisor con consumo energético muy bajo (menos de medio vatio) y se consideraba efectivo para localizar a la víctima a una distancia máxima de doscientos metros.
El segundo método de empleo comportaba la instalación del aparato en el buggy. Las instrucciones decían que había que retirar las tuercas y sacar la unidad de la caja (radar, ordenador de dirección de disparo, batería y arma estaban ensamblados a una única barra de acero que se podía montar en el buggy). El tercer modo de empleo implicaba la utilización de las triples monturas de ensamblaje magnético y por ventosa que se encontraban en las cajas. La figura número uno del manual mostraba un esquema de las unidades montadas en tándem en lo alto del remolque de una camioneta, apuntando en direcciones opuestas, y en la figura número dos aparecían las unidades instaladas enfrente de un edificio, sobre las monturas, que en esta ocasión se empleaban como trípodes.
Las especificaciones indicaban que, después de cada recarga, el arma tenia una hora de capacidad para empleo continuado como arma de tiro, y doce horas en el caso de que tan sólo se emplearan el radar y el escáner térmico. A continuación, el manual enumeraba imprecisas limitaciones del sistema.