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Authors: Paco Ignacio Taibo II

Tags: #Biografía, Ensayo

Ernesto Guevara, también conocido como el Che (21 page)

BOOK: Ernesto Guevara, también conocido como el Che
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En La Habana el gerente de United Press International ofrece una exclusiva a sus suscriptores: "Muerto Fidel Castro." No será la primera ni la última desinformación de las grandes agencias en el curso de los siguientes tres años.

Al día siguiente el hambre persigue al grupo, al que se le reincorpora Juan Manuel Márquez, que había ido a dar unos kilómetros más allá del punto común de arribo a tierra firme. Efigenio Ameijeiras saca la cuenta de cuántos días llevan sin comer en forma: dos días viajando en autobuses por México con una sola comida, siete días navegando, sin comer caliente, con tan sólo las galletas y las naranjas de mala memoria, y ahora hay que agregar dos días de caminata.

Salimos por la noche y caminamos hasta las 12:30. Hacemos alto en un cañaveral tres horas. Se come mucha caña, se dejan rastros, caminamos hasta el amanecer. El lugar donde hacen campamento con la primera luz del día se llama Alegría de Pío, un cañaveral perteneciente a la empresa estadunidense New Niquero. El Che no podía saber qué tan graves eran los rastros que estaban dejando. Los dos últimos campesinos que habían tenido contacto con la columna habían dado a la guardia rural | señales precisas de sus desplazamientos, de tal manera que la dictadura estaba concentrando fuerzas y cerrándoles los accesos a la Sierra Maestra. En esos momentos, una compañía reforzada de 140 hombres estaba en el batey del central de Alegría de Pío, a tan sólo unos pocos kilómetros.

Veníamos extenuados después de una caminata no tan larga como penosa. Ya no quedaba de nuestros equipos de guerra nada más que el fusil, la canana y algunas balas mojadas. Nuestro arsenal médico había desaparecido, nuestras mochilas se habían quedado en los pantanos, en su gran mayoría. El uso de calzado nuevo había provocado ulceraciones en los pies de casi toda la tropa. Pero no era nuestro único enemigo el calzado o las afecciones fúngicas. En la madrugada del día 5, eran pocos los que podían dar un paso más; la gente desmayada, caminaba pequeñas distancias para pedir descansos prolongados. Debido a ello, se ordenó un alto a la orilla de un cañaveral, en un bosquecito ralo, relativamente cercano al monte firme. La mayoría de nosotros durmió aquella mañana.

El vuelo de aviones y avionetas debió haberles advertido, pero la inexperiencia de la columna rebelde era tal, que mientras los aviones volaban a baja altura, algunos combatientes estaban cortando caña.

El Che se dedica a curar llagas en los pies de sus compañeros. René Rodríguez recuerda: "El Che me curó, me echó mertiolate sobre los pies llenos de fango. El Che como revolucionario es una maravilla, como médico es un asesino." Creo recordar mi última cura en aquel día. Se llamaba aquel compañero Humberto Lamotte y ésa era su última jornada. Está en mi memoria la figura cansada y angustiada llevando en la mano los zapatos que no podía ponerse mientras se dirigía del botiquín de campaña hasta su puesto.

Eran las cuatro y media de la tarde, El Che estaba sentado al lado de Jesús Montané, recostados contra un tronco, hablando de nuestros respectivos hijos; comíamos la magra ración —medio chorizo y dos galletas— cuando sonó un disparo; una diferencia de segundos solamente y un huracán de balas —o al menos eso pareció a nuestro angustiado espíritu durante aquella prueba de fuego— se cernía sobre el grupo de 82 hombres. No sólo él percibió las descargas de la guardia como un vendabal de fuego. Ameijeiras reflexionaría más tarde: "Yo no sé como no acabaron con todos nosotros."

La proximidad de la muerte no obliga a la racionalidad, no impone una lógica, sino que imprime en la memoria las imágenes más absurdas, las memorias más inconexas. No sé en qué momento ni cómo sucedieron las cosas; los recuerdos ya son borrosos. Me acuerdo que, en medio del tiroteo, Almeida vino a mi lado para preguntar las órdenes que había, pero ya no había nadie allí para darlas. Según me enteré después, Fidel trató en vano de agrupar a la gente en el cañaveral cercano, al que había que llegar cruzando la guardarraya solamente. La sorpresa había sido demasiado grande, las balas demasiado nutridas. Almeida volvió a hacerse cargo de su grupo, en ese momento un compañero dejó una caja de balas casi a mis pies, se lo indiqué y el hombre me contestó con cara que recuerdo perfectamente, por la angustia que reflejaba, algo así como "no es hora para cajas de balas", e inmediatamente siguió el camino del cañaveral.

Quizás esa fue la primera vez que tuve planteado prácticamente ante mí el dilema de mi dedicación a la medicina o a mi deber de soldado revolucionario. Tenía delante una mochila llena de medicamentos y una caja de balas, las dos eran mucho peso para transportarlas juntas; torné la caja de balas, dejando la mochila para cruzar el claro que me separaba de las cañas. Recuerdo perfectamente a Faustino Pérez, de rodillas en la guardarraya, disparando su pistola ametralladora. Cerca de mí un compañero llamado Albentosa, caminaba hacia el cañaveral. Una ráfaga que no se distinguió de las demás, nos alcanzó a los dos. Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello; me di a mí mismo por muerto.

La bala ha rebotado en la caja de balas y le ha herido de rebote, la fuerza del impacto le hace pensar que tiene el proyectil alojado en el cuello y se deja caer bajo un árbol dispuesto a morir. Albentosa, vomitando sangre por la nariz, la boca y la enorme herida de la bala cuarenta y cinco, gritó algo así como "Me mataron" y empezó a disparar alocadamente pues no se veía a nadie en aquel momento.

El Che alcanza a decirle a Faustino:

—Me jodieron —y aunque éste le responde que no es nada, Guevara Ve que en sus ojos se leía la condena que significaba mi herida. Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo.

A su lado se escuchan llamados a la rendición, la memoria del Che fijará a fuego la respuesta de uno de los combatientes: "¡Aquí no se rinde nadie, carajo!" y se la atribuirá más tarde a Camilo Cienfuegos.

Ponce se acercó agitado, con la respiración anhelante, mostrando un balazo que aparentemente le atravesaba el pulmón. Me dijo que estaba herido y manifesté, con toda indiferencia, que yo también. Siguió Ponce arrastrándose hacia el cañaveral, así como otros compañeros ilesos. Por un momento quedé solo, tendido allí esperando la muerte. Almeida llegó hasta mí y me dio ánimos para seguir; a pesar de los dolores, lo hice y entramos en el cañaveral.

Almeida le ordena al Che que cargue su rifle y se cubra la herida porque está sangrando mucho, intenta poner orden, ordena a los hombres con los que se cruzan que disparen contra una de las avionetas que pasaban bajo, tirando algunos disparos de ametralladora, sembrando más confusión en medio de escenas a veces dantescas y a veces grotescas. Como en una imagen caleidoscópica, pasaban hombres gritando, heridos pidiendo ayuda, combatientes escondiendo los cuerpos detrás de las delgadas cañas de azúcar como si fueran troncos, otros atemorizados pidiendo silencio con un dedo sobre la boca en medio del fragor de la metralla, y, de pronto, el grito tétrico: "¡Fuego en el cañaveral!"

Será la presencia de ánimo de Juan Almeida la que impulse al Che y a otros en el camino del cañaveral. El grupo se hace y se deshace, se dispersarán unos y se sumarán Ramiro Valdés, Benítez y Chao y juntos cruzarán la guardarraya y podrán entrar al monte.

El Che sigue como perdido en una niebla en la que pensaba más en la amargura de la derrota y en la inminencia de mi muerte, que en los acontecimientos de la lucha. Caminando, caminando hasta llegar al monte espeso. Marchamos hasta que la oscuridad de la noche y los árboles —que nos impedían ver las estrellas— nos detuvieron, sin estar muy lejos del lugar del encuentro. Resolvimos dormir todos juntos, amontonados, atacados por los mosquitos, atenazados por la sed y el hambre.

CAPÍTULO 10

Sin destino

Sin conocer el destino del resto de los expedicionarios, escuchando disparos a lo lejos sin saber quién los hacía, el grupo que conduce Juan Almeida con El Che herido vaga al día siguiente de manera errática por los montes, en la angustia de la ignorancia, sin agua y con la desgracia de que con la única lata de leche que teníamos había ocurrido el percance de que Benítez, encargado de su custodia la había cargado en el bolsillo de su uniforme al revés, vale decir, con los huequitos hechos para absorberla hacia abajo, de tal manera que, al ir a tomar nuestra ración consistente en un tubo vacío de vitaminas que llenábamos con leche condensada y un trago de agua vimos con dolor que toda estaba en el bolsillo y en el uniforme de Benítez.

Chao los convence de que deambular así los va a llevar de cabeza a una emboscada y acuerdan refugiarse en una cueva para caminar sólo de noche. En esa cueva los cinco expedicionarios deciden asumir un pacto de muerte. Si los descubren combatirán. Nadie se rendirá. El heroísmo de la desesperanza.

Es típico del estoicismo del Che que en todos los textos que ha escrito sobre esos terribles momentos no mencione la herida que trae en el cuello; ni siquiera en su diario hay comentarios sobre la lesión. Almeida en cambio recuerda que la herida en el cuello sangraba mucho en el momento en que se encontraron pero que al día siguiente ya no les pareció tan grande y había dejado de sangrar.

En la noche del 7 de diciembre vuelven a intentar aproximarse a la Sierra Maestra guiados por El Che, quien a su vez se guía por lo que piensa era la Estrella Polar; mucho tiempo después me enteraría que la estrella que nos permitió guiarnos hacia el este no era la Polar y que simplemente por casualidad, habíamos ido llevando aproximadamente este rumbo hasta amanecer en unos acantilados ya muy cerca de la costa.

Atormentados por la sed, porque han estado comiendo la pulpa cruda de unos cangrejos que se cruzaron a su paso, se ven obligados a beber agua de lluvia retenida en las rocas que extraíamos mediante la bombita de un nebulizador antiasmático; tomamos sólo algunas gotas de líquido cada uno.

íbamos caminando con desgano, sin rumbo fijo; de vez en cuando un avión pasaba por el mar. Caminar entre los arrecifes era muy fatigoso y algunos proponían ir pegados a los acantilados de la costa, pero había allí un inconveniente grave: nos podían ver. En definitiva nos quedamos tirados a la sombra de algunos arbustos esperando que bajara el sol. Al anochecer encontramos una playita y nos bañamos.

El diario del Che culmina el día 8 de diciembre con un patético: "No comimos nada." A la búsqueda de agua Ernesto propone un experimento que termina en desastre. Hice un intento de repetir algo que había leído en algunas publicaciones semicientíficas o en alguna novela en que se explicaba que el agua dulce mezclada con un tercio de agua de mar da un agua potable muy buena y aumenta la cantidad de líquido; hicimos así con lo que quedaba de una cantimplora y el resultado fue lamentable; un brebaje salobre que me valió la crítica de todos los compañeros.

Esa noche bajo una luna tropical que merece mejores situaciones, descubren en una choza de pescadores a un grupo de hombres uniformados. Desesperados y sin pensarlo dos veces avanzan hacia ellos gritándoles que se rindan, sólo para descubrir que se trata de Camilo Cienfuegos, Pancho González y Pablo Hurtado. Tras volverse a recontar la emboscada de Alegría de Pío, una y otra vez la pesadilla, el grupo intercambia cangrejos por cañas de azúcar y prosiguen caminando con la inquietante conciencia de que pueden ser los únicos sobrevivientes del Granma. No se nos escapaba el hecho de que los acantilados a pico y el mar cerraban completamente nuestras posibilidades de fuga, en caso de toparnos con una tropa enemiga. No recuerdo ahora si fué uno o dos días que caminamos por la costa, sólo sé que comimos algunos pequeños frutos de tuna que crecían en las orillas, uno o dos por cabeza, lo que no engañaba al hambre, y que la sed era amenazante, pues las contadas gotas de agua debían racionarse al máximo.

El martes 11 de diciembre, agotados, en las márgenes del río Toro, el grupo descubre una casa a lo lejos y tras explorar con más cuidarlo, lo que les parece es la silueta de un soldado. Mi opinión inmediata fue no acercarnos a una casa de ese tipo, pues presumiblemente serían nuestros enemigos o tal vez el ejército la ocupara. Benítez opinó todo lo contrario y al final avanzamos los dos hacia la casa. Yo me quedaba afuera mientras él cruzaba una cerca de alambre de púas, de pronto percibí claramente, en la penumbra la imagen de un hombre uniformado con una carabina M-1 en la mano, pensé que habían llegado nuestros últimos minutos, al menos los de Benítez a quien ya no podía avisar, porque estaba más cerca del hombre que de mi posición; Benítez llegó casi al lado del soldado y se volvió por donde había venido, diciéndome con toda ingenuidad que él volvía porque había visto "un señor con una escopeta" y no le pareció prudente preguntarle nada.

Realmente, Benítez y todos nosotros nacimos de nuevo. No sabía El Che en aquel momento qué tan cierto era, se trataba de la casa de un colaborador del ejército, Manolo Capitán, que días antes había entregado a nueve expedicionarios del Granma, ocho de los cuales habían sido asesinados a sangre fría.

Subiendo por el acantilado, el grupo logra acceder a una cueva donde se ocultan durante las horas de luz. Desde allí se observaba perfectamente todo el panorama: éste era de absoluta tranquilidad; una embarcación de la marina desembarcaba hombres, mientras otros embarcaban, al parecer, en una operación de relevo. Pudimos contar cerca de treinta.

El Che estaba contemplando a las fuerzas del teniente Julio Laurent, oficial del servicio de inteligencia naval, quien había asesinado a sangre fría a su amigo Ñico López junto con otros expedicionarios cinco días antes y había repetido la ejecución con otro grupo de rebeldes capturados el día siete, ametrallándolos por la espalda.

Pasamos el día sin probar bocado, racionando rigurosamente el agua que distribuíamos en el ocular de una mirilla telescópica para que fuera exacta la medida para cada uno de nosotros y por la noche emprendimos nuevamente el camino para alejarnos de esta zona donde vivimos uno de los días más angustiosos de la guerra, entre la sed y el hambre, el sentimiento de nuestra derrota y la inminencia de un peligro palpable e ineludible que nos hacia sentir como ratas acorraladas.

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