En el océano de la noche (9 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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—Es mejor que repartir la limosna cotidiana.

—¿Eso es lo que opinas que hago yo? —preguntó Shirley, y su voz osciló entre la indignación y una sincera curiosidad.

—Bien...

—No te gustan los remedios, ¿verdad?

—No mucho. Sé que ésa no es mi especialidad.

—Con tu inteligencia, Nigel, podrías hacer grandes aportaciones a...

—Los problemas humanos, como tú los llamas, rara vez pueden solucionarse con la sola inteligencia. Se necesita paciencia. Un toque de ternura, todo eso. Tú lo tienes. Yo no.

—Pienso que eres muy tierno. Bajo la superficie, quiero decir.

—Oh —murmuró Nigel hoscamente.

—No. Te aseguro que lo eres. Sé que lo eres en algunos sentidos, porque de lo contrario lo nuestro, lo que existe entre tú y yo y Alexandría no sería posible, no funcionaría.

—¿Funciona?

—Creo que sí —respondió Shirley, casi con un susurro.

—Lo siento. No quise decir eso. Sólo fue un desquite.

—Necesitamos gente en el proyecto de Alta Dena, en Farensca. No es fácil crear un espíritu comunitario después de todo lo que sucedió. Los sociómetras...

—No tienen una clave para hacerlo marchar, lo sé. Sirven para confeccionar diagnósticos y para nada más.

—Sí. —En las facciones de Shirley, de delicada estructura ósea, apareció una expresión lúgubre, introspectiva.

—Pienso que deberías quedarte aquí, esta noche.

—Sí, por supuesto.

En ese momento se oyó el chasquido de la puerta de entrada, que se abría. Alexandría apareció con unos cortes magros de filete. La sola presencia de tanta carne dio a entender que estaban festejando algo, y Nigel reanudó su faena y siguió picando verdura, en silencio, preguntándose si debía descorchar una botella de vino tinto antes de empezar a guisar. Sin tiempo para asimilar el significado de lo que había dicho Shirley, se sumió en la rutina y el ritual de la velada.

Cada vez que lo hacía con Shirley descubría una nueva profundidad, un sabor inexplorado, un cambio marino. La revelación siempre se producía en el área donde convergían todas las partes de Shirley, cuando dejaba descansar su cabeza entre los muslos de ella y el almizcle salado le impregnaba las fosas nasales. La presencia de Alexandría era una O caliente que resbalaba sobre él. Nigel era un segmento de arco del anillo que formaban entre todos. Sus manos se estiraron hacia la intersección de Shirley y Alexandría, donde la cabellera negra de Shirley se mezclaba con el marrón del vello púbico de Alexandría. Sus brazos, demasiado cortos, eran una cuerda frustrada del círculo. Volvió las manos y palpó la turgencia del pezón de Shirley. La lengua de Nigel se encarnizó. Shirley estaba húmeda y fresca bajo la mano que la masajeaba. El equilibrio entre los tres se modificó y se condensó: la lengua de Alexandría le hostigó hasta comunicarle una nueva excitación. Shirley se apoderó de los pechos de Alexandría, calzándolos en las pahuas de sus manos y haciendo rodar los pezones erguidos con sus largas uñas, como si fueran canicas. Así estaban en su apogeo, sabía Nigel. Así la maquinaria de sus cuerpos proclamaba lo que las palabras no podían o no querían decir. Sintió la sobresaltada tensión de Shirley en la cadera de ésta, que se estremecía con encubierta energía. Se sumergió en el sosiego encapsulado de Alexandría, cuya boca era fluida e increíblemente profunda. Sintió que su propia confusión agarrotada se sublimaba en un vaivén frenético, martillando la untuosa garganta de Alexandría. Sí, ése era el núcleo de los tres. Amándose, tironeaban de sus cuerpos, recíprocamente, como si fueran sacos de arena, para apilarlos contra las aguas que rodeaban a Alexandría y que ahora los envolvían por consiguiente a los tres. Shirley se movió. Sus piernas le soltaron y su mano le acarició la nuca allí donde dos rígidas franjas musculares formaban un valle en el medio. Shirley sonrió en la penumbra. Sus cuerpos formaron una nueva figura geométrica.

4

Puesto que contar con un coche era un privilegio insólito, a la mañana siguiente Nigel llevó a Alexandría al trabajo. Shirley rechazó la oferta que él le hizo de dejarla en Alta Dena. Sería un despilfarro y, además ella tenía su ciclomotor. Dejó que la inercia la arrastrara cien metros, puso el motor en marcha con un ronquido preliminar, rodeó la esquina y desapareció.

Alexandría sólo pensaba en los brasileños y se preparaba para el segundo día de negociaciones. La comisión de personal estaba dividida respecto de las condiciones que debía poner American Airlines porque temía que el control escapara del país y cayera en manos que los empleados no entendían. La misión de Alexandría consistía en apaciguar esos temores sin poner en peligro el curso de las negociaciones. Ella aún no sabía si estaba de acuerdo o no con la operación.

Nigel se tomó su tiempo para subir la cuesta de las colinas onduladas. Eligió una ruta sombreada por largas hileras de eucaliptos y bajó el cristal de la ventanilla para aspirar el aroma fresco, mentolado. Le sorprendió descubrir que el problema de ella y el lupus no añoraba constante y espontáneamente a la superficie de sus pensamientos. El interludio nocturno le había liberado misteriosamente de esa preocupación, por el momento.

No estaba familiarizado con la zona que atravesaba. Dejó atrás varias manzanas de ruinas destripadas. Sólo perduraban los ángulos ennegrecidos de los edificios, agujas que asomaban de un mar de malezas exuberantes. Disminuyó la marcha para estudiar las ruinas, para determinar si eran restos del terremoto o el producto de uno de los «incidentes» que se habían sucedido ferozmente durante las dos últimas décadas. Supuso que eran vestigios del terremoto: no vio las fauces de los cráteres y las paredes desconchadas no estaban picadas por las balas de gran calibre.

Cuando la nave entró en el sistema ya conocía la población planetaria. Cuatro de los nueve planetas encerraban promesas. Todos, con excepción del más próximo al centro, ya podían condensarse en un disco. Cerca de la estrella había un mundo totalmente rodeado de nubes. A continuación estaba el más pequeño de los planetas que emitían ondas radiales: mostraba nítidas líneas de oxígeno y un ocasional resplandor azul insinuaba la presencia de océanos. Le seguía un mundo más pequeño, seco y frío, con extrañas marcas.

Pero por el momento, la atención de la nave estaba concentrada en la cuarta posibilidad, el gigante de enormes franjas. Sus emisiones de radio eran muy potentes y cubrían gran parte del espectro, como si la fuente fuera natural. Sin embargo, parecían afinadas a un patrón de amplitud que se repetía de manera casi idéntica, con un período constante.

Parecía poco probable que en el mundo rosado parduzco estuviera asentada una sociedad tecnológica. Aunque ahí intervenían otras consideraciones: el tiempo y la energía. A esas bajas velocidades los motores de la nave no trabajaban eficientemente. Pero necesitaba alterar el impulso y achatar su trayectoria en el plano de la elíptica. El sobrevuelo del planeta de mayores dimensiones ahorraría fuerza motriz y tiempo. Si describía un rizo por su campo de gravitación y extraía impulso de sus fuerzas vectoriales, podría practicar un estudio detallado al mismo tiempo que la nave era despedida rumbo al Sol por una trayectoria más conveniente.

Sus altas funciones analizaron el problema. Alteró la modulación de sus motores con un tenue ronquido. Fuera o no un gigante gaseoso, no podía olvidar la emisión de radio. Viró parsimoniosamente hacia el mundo que aguardaba.

—La cámara de cola lo fotografió —dijo Nigel.

—¿Cómo? ¿Localizó el problema? —Lubkin se levantó con sorprendente agilidad y rodeó su escritorio.

—No es un desperfecto. Los ecos eran reales y los técnicos los identificaron correctamente. Tenemos un Snark.

Nigel dejó caer sobre el escritorio una pila de hojas de papel sensible. Brillaban incluso en la luz opaca del despacho: ondulaciones amarillas sobre coordenadas verdes.

—¿Un Snark?

—Es un ser mitológico inglés.

—¿Hay realmente algo allá arriba?

—Éstos son análisis ópticos y espectroscópicos. Los errores de telemetría ya han sido corregidos y compensados numéricamente. —Separó una hoja de la pila y señaló varias líneas.

—¿Qué es?

—Nuestro Snark emite todas las líneas de una tobera de fusión muy brillante. A casi mil millones de grados.

—Por favor. —Lubkin le dirigió una mirada escéptica, con los ojos fruncidos detrás de sus gafas claras.

—Lo verifiqué con Knapp.

—Caray —exclamó Lubkin. Meneó la cabeza—. Qué extraño.

—El Monitor-J lo enfocó claramente antes de que Calixto se interpusiera nuevamente. No pudimos evitarlo, ni siquiera después de colocarlo en la nueva órbita.

Extrajo de la pila una brillante fotografía óptica.

—No hay mucho que ver —comentó Lubkin.

Cerca de un ángulo se distinguía una pequeña mancha anaranjada contra un fondo negro. Lubkin volvió a menear la cabeza.

—¿Y esto lo captaron con el telescopio de ángulo estrecho? Debe de estar muy lejos.

—Sí. Casi en la antípoda diagonal de la órbita de Calixto. No creo que podamos volver a detectarlo en el próximo paso.

—¿Algún contacto radial?

—Ninguno. No hubo tiempo. Lo intenté apenas llegué esta mañana. Registré algo, aunque al principio no sabía de qué se trataba. Con esta foto no pude obtener una localización satisfactoria. Hay que ajustar mejor las ondas de radio que emite el plato principal del Monitor.

—Vuelva a probar.

—Lo he hecho. Primero se interpuso Calixto. Después el mismo Júpiter.

—Mierda.

Ambos hombres miraban las hojas de papel sensible, con las manos apoyadas sobre las caderas. Sus ojos recorrían las configuraciones enmarañadas y ninguno de los dos se movió.

—Ésta será una noticia bomba, Nigel.

—Supongo que sí.

—Creo que de momento deberemos ser discretos. Hasta que tenga oportunidad de conversar con el Director.

—Hummm. Supongo que sí.

Lubkin lo estudió atentamente.

—No quedan muchas dudas acerca de lo que es este artefacto.

—No es nuestro —dictaminó Nigel—. De eso estoy totalmente seguro.

—Es curioso que lo haya descubierto usted. Usted y McCauley son los únicos hombres que han visto algo de otro mundo.

Nigel miró a Lubkin, sorprendido.

—Por eso me quedé aquí. Pensé que usted lo sabía. Quería estar donde pasaban las cosas.

—¿Adivinó que pasaría algo? —Lubkin parecía totalmente atónito.

—No. Confié en el azar.

—Hay personas que todavía están muy indignadas por su comportamiento en Ícaro, ¿sabe?

—Me lo han contado.

—Quizá no les guste que usted esté...

—Que se vayan a tomar por el culo. —El semblante de Nigel se endureció. Hacía muchos años que había contestado las preguntas de Lubkin sobre Ícaro y no encontraba motivo alguno para volver al pasado.

—Oh, sólo quería... Iré a hablar con el Director...

—Yo lo descubrí. Quiero participar en la operación. No lo olvide —concluyó vehementemente.

—Los militares recordarán el caso anterior. —Lubkin hizo un ademán conciliador con las palmas de las manos abiertas.

—¿Y?

—Ícaro era peligroso. Quizás esto también lo es.

Nigel frunció el entrecejo. Política. Comisiones. Cristo.

—¡Mierda! —exclamó—. ¿No será mejor averiguar a donde se dirige, antes de preocuparnos por lo que haremos si viene aquí?

El gigante gaseoso había sido una desilusión. Las emisiones radiales fijas eran de origen natural y estaban asociadas al período orbital de su luna proximal rojiza. La nave analizó metódicamente las lunas mayores y sólo encontró campos de hielo y roca gris.

Como si el planeta gigante lo hubiera disparado en una parábola exquisita, resolvió ocuparse del mundo acuático. Las señales que provenían de éste eran claramente artificiales. Pero entonces una breve descarga radial atrajo su atención. La señal tenía altas correlaciones, pero no las suficientes para descartar un origen natural: en la naturaleza había muchos fenómenos bien organizados. Cosa increíble, la fuente estaba cerca.

Obedeciendo las órdenes vigentes, la nave retransmitió a la fuente la misma señal electromagnética. Esto sucedió varias veces, con mucha rapidez, pero la fuente no demostró haber recibido la transmisión de la nave. Hasta que la señal desapareció bruscamente. Nada afloró de la avalancha de estática.

La nave caviló. Era posible que la señal hubiera tenido una causa natural, sobre todo en los intensos campos magnéticos que rodeaban al gigantesco planeta gaseoso. Sería imposible sacar una conclusión sin llevar a cabo investigaciones ulteriores.

La fuente parecía estar en la quinta luna, un mundo frío y desolado. La nave sabía que esa luna estaba inmovilizada respecto del gigante gaseoso, con el mismo hemisferio eternamente vuelto hacia dentro. En consecuencia, su revolución respecto de la nave era bastante lenta. Y por ello era poco probable que la fuente radial se hubiera ocultado con tanta rapidez debajo del borde visible.

Asimismo, la señal tenía poca intensidad, pero no era tan débil como para que la nave no hubiera podido captarla antes. Quizá se trataba de otra pauta de radiación de las franjas de electrones atrapados en torno al planeta, detonada por la quinta luna y no por la primera.

La nave reflexionó y decidió. La hipótesis del origen natural parecía la más probable. Una nueva verificación significaba más cantidad de combustible y tiempo, y la región contigua al gigante gaseoso era peligrosa. Lo más sensato, entonces, sería acelerar.

Enfiló hacia el Sol, rumbo al brillo caluroso.

Nigel trabajó hasta tarde en un programa de búsqueda y relevamiento cuyo objetivo era descubrir el rastro del Snark. No tenía muchas esperanzas de éxito porque el Monitor de Júpiter no estaba diseñado para esa operación, y porque la velocidad de arranque del Snark le sacaría pronto de su radio de acción. Pero cuando Nigel abandonó la sala su paso era más vivo y tarareó una vieja canción en los corredores oscurecidos. En su juventud había asistido a la proyección de las antiguas películas en casetes, y había ambicionado convertirse en John Lennon, zarandearse y hacer payasadas y gorjear e inmortalizarse, proyectándose a la historia con sus cuerdas vocales. Hacía mucho tiempo que no evocaba aquella obsesión. Había durado aproximadamente un año: coleccionaba recuerdos, alquilaba una guitarra por semana, desgranaba una o dos canciones, posaba de perfil frente al espejo (con un fondo de luz azul, encasquetándose una gorra, ahuecándose el cabello), aprendía un argot que se conservaba asombrosamente fresco. El sueño se disipó cuando descubrió que no tenía aptitudes para el canto.

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