Nigel se adelantó.
—¿Dónde está ella? —No creyó que fuera prudente perder tiempo.
—En el laboratorio, al lado. Quería explicarle que no sabía, que no sabíamos, que la señorita Ascensio estaba, eh...
—¿Dónde está el laboratorio?
—Verá, ella escribió en su ficha que era soltera y que el pariente más próximo a quien había que notificar era su hermana. De modo que no sabíamos...
—Que vive conmigo. De acuerdo. ¿Dónde...?
—Y el doctor Hufman prefiere que los dos interesados estén presentes cuando...
—¿Cuándo qué?
—Bueno, eh, yo sólo quería disculparme. Nosotros... yo le habría dicho a la señorita Ascensio que viniera con usted si hubiéramos...
—Señor Walmsley. Adelante.
El doctor Hufman era un hombre desprovisto de rasgos sobresalientes, con una americana marrón demasiado holgada, sin corbata, con grandes zapatos acolchados. Su cabello negro raleaba en las sienes y dejaba al descubierto su cuero cabelludo blanco como el mármol. Se volvió y entró en su consultorio y no se detuvo para ver si Nigel lo seguía.
El consultorio difería en lo particular pero no en lo general de todos los otros que Nigel había visto. Había libros anticuados con encuadernaciones auténticas, algunas de ellas de cuero o de una imitación convincente. Largas hileras de revistas médicas, casi todas de fechas atrasadas, ocupaban una pared, separadas de trecho en trecho por un modelo de barco. Sobre el escritorio y una mesa lateral descansaban colecciones de muñecas africanas regordetas. Nigel se preguntó si los médicos seguían en la Facultad un curso de decoración de interiores, con especial énfasis en las misceláneas destinadas a tranquilizar al paciente, los cuadros serenos y los chismes humanizadores.
Se estaba sentando en el sillón que le había ofrecido Hufman cuando se abrió una puerta a su izquierda y entró Alexandría. Ésta vaciló cuando vio a Nigel y después cerró suavemente la puerta. Sus manos parecían huesudas y blancas. En su comportamiento había algo que era totalmente nuevo para Nigel.
—Gracias, cariño, por haber venido tan pronto.
Nigel respondió con una inclinación de cabeza. Ella se instaló en otro sillón y ambos se volvieron hacia Hufman, que estaba sentado detrás de un enorme escritorio de caoba, estudiando un expediente. Levantó la vista y pareció recomponerse.
—Le he pedido que venga, señor Walmsley, porque tengo malas noticias para la señorita Ascensio. —Hablaba casi informalmente, pero Nigel captó una solemnidad medida detrás de las palabras—. En síntesis, padece lupus eritematoso.
—¿Qué es eso? —preguntó Nigel.
—Disculpe. Pensé que habría oído hablar acerca de esta enfermedad.
—Yo sé lo que es —intervino Alexandría, con tono aplomado—. Actualmente es la segunda causa de mortalidad, por orden de frecuencia, ¿verdad?
Nigel la miró con curiosidad. No era una de esas cosas que Alexandría acostumbraba a saber, a menos... a menos que lo hubiese adivinado.
—Sí, los distintos tipos de cáncer siguen siendo la primera. El lupus ha proliferado rápidamente en las dos últimas décadas.
—Porque lo produce la contaminación —agregó ella.
Hufman se arrellanó en su sillón y la miró.
—Ésa es una opinión muy difundida. Por supuesto, es muy difícil verificar porque resulta difícil aislar las influencias.
—Creo que lo he oído nombrar —murmuró Nigel—. Pero...
—Oh, es una enfermedad del tejido conectivo, señor Walmsley. Ataca principalmente la piel, las articulaciones, los riñones, el corazón, el tejido fibroso que suministra apoyo interno a los órganos...
—Sus muñecas dislocadas...
—Sí, precisamente. Hay que pensar que se producirán nuevas inflamaciones, aunque no tantas como para producir una deformidad. Sin embargo, éste es sólo un síntoma, y no la enfermedad total.
—¿Qué más hay?
—No lo sabemos. Se trata de un proceso insidioso. Puede circunscribirse a las articulaciones o afectar también a los órganos. No tenemos posibilidades de hacer un diagnóstico muy exacto. Simplemente lo tratamos...
—¿Cómo?
—Con aspirina —dijo Alexandría plácidamente, con una sonrisa desvaída.
—¡Qué absurdo! —exclamó Nigel—. Tratar una enfermedad con...
—No, la señorita Ascensio tiene razón, hasta cierto punto. Ése es el tratamiento aconsejado en la etapa benigna. Pero me temo que ella ya la ha pasado.
—¿Qué le dará?
—Hormonas corticosteroides. Quizá cloroquina. Quiero subrayar que éste no es un tratamiento curativo. Sólo sirve para aliviar los síntomas.
—¿Qué es lo que la cura?
—Nada.
—¡Qué diablos! Tiene que haber...
—No, Nigel —dijo ella—. No tiene que haber nada.
—Señor Walmsley, en este caso nos encontramos ante una enfermedad potencialmente mortal. Algunos especialistas atribuyen el recrudecimiento del lupus a determinadas sustancias contaminantes como el plomo o el azufre o los compuestos nitrogenados de los escapes de los automóviles, pero no conocemos realmente la causa. Ni el remedio.
Nigel observó que estaba apretando los brazos del sillón.
Se recostó contra el respaldo y colocó las manos sobre las rodillas.
—Muy bien.
—El caso de la señorita Ascensio no es agudo. Debo advertirles, empero, que la etapa subaguda o crónica de esta enfermedad se abrevia cada vez más a medida que aumenta su incidencia entre la población. Hay casos en los que la enfermedad persiste, pero sin un desenlace fatal.
—¿Y...? —preguntó Alexandría.
—A veces otros casos completan su ciclo en un año. Pero éste no es el promedio. El curso de la enfermedad es totalmente imprevisible. —Se inclinó gravemente hacia delante para dar más énfasis a sus palabras.
—¿Lo que aconseja es tomar sencillamente los medicamentos y esperar? —preguntó Alexandría.
—Vigilaremos atentamente la evolución —respondió Hufman, mirando a Nigel—. Se lo aseguro. Probablemente podremos controlar una agravación administrando drogas más potentes.
—¿Qué es lo que mata a la gente, entonces? —insistió Alexandría.
—La difusión a los órganos. O, lo que es peor, la intercepción del tejido conectivo del sistema nervioso.
—Si eso ocurre... —empezó Nigel.
—A menudo no lo descubrimos inmediatamente. A veces se producen convulsiones prematuras. En otras ocasiones aparece una psicosis, pero esto es raro. El espectro clínico de la enfermedad es muy amplio.
Nigel siguió escuchando con los labios apretados. Alexandría tenía las manos pulcramente cerradas. La voz del médico bordoneaba en la atmósfera apacible, desgranando datos y teorías, y de vez en cuando golpeaba con el dedo la ficha de Alexandría para subrayar un aserto, vomitando frases para describir una nueva faceta del puñetero lupus eritematoso, más latinismos impronunciables, palabras que convergían como una manada de lobos eruditos para devorar otro trocito de causa, diagnóstico, remisión, exacerbación.
Nigel lo escuchó todo, embotado, percibiendo en su pecho un vago temblor innominado.
Durante el viaje de regreso a casa se concentró. Siempre había poco tráfico desde la desaparición del automóvil particular, y las anchas avenidas de Pasadena parecían una inmensa planicie sobre la que patinaban con destreza newtoniana. Él jugaba al juego de su juventud, cuando todos conducían coches pero había una dramática escasez de combustible. Veía cómo las luces viraban del amarillo al rojo y al verde y sincronizaba su aproximación, buscando el camino de la mínima energía. Era mejor deslizarse por el último tercio de la manzana, dejando que la fricción de la calzada y el viento manso lo frenaran hasta que el rojo viraba a verde. Cuando le fallaba la sincronización pasaba a tercera, y después a segunda, conservando la vida cinética que él imaginaba como un fluido precioso que corría dentro del coche, vertido en botellas temporales en algún punto situado entre el motor y el eje. Al tomar una curva, esperaba hasta el último momento antes de hacer los cambios, con la esperanza de alargar el tiempo de la luz verde, y después empujaba bruscamente la palanca hacia delante mientras su pie oprimía el acelerador, de modo que el auto turgente se remontaba a un apogeo rumoroso y los neumáticos lanzaban un ligero chirrido de energía dilapidada. Enfilaban por una nueva trayectoria lineal, un vector de la cuadrícula de Pasadena que conducía a las colinas. Así repetía el juego de su juventud, con el rostro surcado de arrugas.
—No puedes aceptarlo, ¿verdad, Nigel? —preguntó ella rompiendo el largo silencio.
—¿A qué te refieres?
Alexandría estiró la mano y le acarició el antebrazo, alborotando su vello rubio. Era un ademán particular de ella: ninguna otra mujer le había tocado así.
—Tómalo con calma —dijo Alexandría.
Nigel dejó que el silencio se espesara entre ambos mientras quedaban atrás varias sucesiones de carteles devoradores de neón, que fusionaban en un pálido borrón amarillo las fachadas de las cafeterías.
—Lo intentaré. Pero a veces... Lo intentaré.
Algo ardía más adelante. Cuando se acercaron, distinguieron una inmensa hoguera en un campo abandonado, una hoguera cuyas llamas lamían el cáliz de un cielo cada vez más oscuro.
Contra el fuego fluctuante se recortaban figuras en movimiento.
—Nuevos Hijos —murmuró Nigel.
—Más despacio —dijo ella. Nigel levantó el pie del acelerador y ella estudió la fogata.
—¿Por qué es circular? —preguntó Alexandría.
—Es una llama anular. Uno de sus símbolos.
—El centro secreto. La divinidad en cada persona.
—Supongo que sí.
Varias figuras volvieron la espalda a las llamas danzantes y agitaron los brazos en dirección al coche, haciendo señas.
—Apilan la leña en círculo, y dejan el centro despejado. Una pareja queda allí cuando le prenden fuego. Mientras arde, los dos son libres. Nada puede alcanzarlos. Pueden bailar o...
—¿Cómo sabes tanto sobre eso? —inquirió Nigel.
—Alguien me lo contó.
Una mujer alta se separó de la ronda de figuras entrelazadas y se encaminó hacia la calzada, en dirección al coche. Era el foco de una multitud de sombras ondulantes.
Nigel puso la primera y se dispararon hacia la noche penumbrosa y disecada.
—La libertad en el centro —murmuró—. Licencia para fornicar en público, apostaría yo.
—Eso me han contado —respondió ella mansamente.
Cuando entraron en el apartamento, Shirley estaba tumbada en el diván, leyendo.
—Llegáis tarde —comentó, aletargada.
Nigel le habló del coche, del doctor Hufman, y después todo brotó atropelladamente. Alexandría y Nigel se alternaron en la narración. Lupus. Muñecas doloridas. Tejido conectivo. Cloroquina. Articulaciones hinchadas.
Shirley se levantó en silencio y los abrazó a ambos. Nigel parloteó un rato, poblando la habitación de ruidos confortables. Alexandría intercaló en la precipitada conversación una referencia a la cena y la atención de los tres se desvió hacia el problema práctico de la alimentación. Nigel se ofreció para preparar unas sencillas verduras picadas. La inspección de la nevera dejó al descubierto una ausencia total de carne. Alexandría anunció que iría hasta la tienda de comestibles situada a unos doscientos metros y partió sin darles tiempo para debatir su propuesta. Cuando la puerta se cerró detrás de ella Nigel se ajetreaba sobre la tabla de picar con una combinación de apio y cebollas, y Shirley lavaba las espinacas y simultáneamente les arrancaba el tallo.
Inmediatamente se hizo el silencio.
—Es grave, ¿verdad? —preguntó Shirley.
Él levantó la vista. Las cejas de Shirley estaban fruncidas y formaban largos surcos bajo su abundante cabellera negra.
—Supongo que sí. —Continuó picando. De pronto exclamó—: ¡Mierda! Ojalá lo supiera, ojalá lo supiera realmente.
—Hufman no parece muy comprensivo.
—No lo es. Tampoco creo que intente serlo. Se limitó a recitar los malditos hechos concretos con su voz monótona.
—Hace falta tiempo para acostumbrarse a los hechos concretos —murmuró Shirley.
Nigel golpeó la tabla con el cuchillo, dispersando trozos de cebolla.
—Sí.
—¿Qué opinas que deberíamos hacer?
—¿Hacer? —Se interrumpió, azorado—. Esperar. Seguir adelante, supongo.
Shirley hizo un ademán afirmativo. Se subió hasta más arriba de los codos las mangas de su brillante vestido azul. Le pasó a Nigel las espinacas en prolijos manojos, listos para ser cortados.
—Creo que deberíais hacer un viaje —dijo.
—¿Eh? ¿Para qué?
—Para distraerla. Y para distraerte tú.
—¿No te parece que lo ideal es su rutina habitual?
—De eso se trata —respondió Shirley bruscamente, con tono desapacible—. Vosotros dos estáis varados aquí porque tú no quieres dejar tu trabajo en JPL...
—Y ella tampoco quiere —la interrumpió Nigel parsimoniosamente—. Tiene una carrera.
—¡Mierda! —Shirley arrojó al suelo un manojo de espinacas—. ¡Es posible que dentro de un año haya muerto! ¿Crees que no se da cuenta? ¿Aunque tú no lo comprendas?
—Sí lo comprendo —dijo Nigel, poniéndose rígido.
—¡Entonces demuéstralo con tus actos!
—¿Cómo?
La actitud de Shirley cambió de repente.
—Si te comportas con más flexibilidad, Nigel, ella también lo hará. Estás tan absorbido por ese maldito laboratorio, por esos cohetes, que no lo notas. —Shirley entreabrió ligeramente los labios e hizo un mohín infinitesimal—. Os amo a los dos, pero tú eres terriblemente ciego.
Nigel dejó el cuchillo a un lado. Observó que su respiración era un rápido jadeo entrecortado y se preguntó por qué.
—Yo... simplemente no puedo arrojar todo por la...
Los ojos de Shirley se humedecieron y su rostro pareció descomponerse.
—Nigel... tú piensas que esta investigación espacial es muy importante, lo sé. Hasta ahora no te he dicho nada. Pero ha llegado el momento en que tu obsesión puede lastimar a Alexandría, producirle heridas terribles que, por su naturaleza, tal vez no verás nunca.
Nigel meneó tontamente la cabeza, parpadeando.
—Si el trabajo fuera desmesuradamente importante —continuó Shirley—, no te diría nada. Pero no lo es. Los verdaderos problemas están aquí, en la Tierra...
—Qué disparate.
—Es así Tú te esclavizas en esta profesión, después de todo lo que te han hecho, y te comportas como si se tratara de algo crucial.