En el océano de la noche (7 page)

Read En el océano de la noche Online

Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

El planeta era de grandes dimensiones. Quizá tenía suficiente masa para inflamar fuegos termonucleares en su centro, pero la experiencia decía que su luz era demasiado débil. Los ordenadores se preguntaron si debían clasificar el sistema como una estrella binaria y finalmente optaron por la negativa. No obstante, el punto luminoso que se agrandaba al frente encerraba promesas.

La mañana transcurrió entre perplejas discusiones.

Nigel no estaba totalmente dispuesto a abandonar la hipótesis de que el Monitor de Júpiter había sufrido un desperfecto. Los técnicos de vuelo —individuos tenaces, que desconfiaban de los profanos, aficionados a la jerga— sustentaban otra opinión. Cedían terreno a regañadientes, esgrimiendo razonamientos fríos contra las dudas ambiguas de Nigel. Una revisión completa de los módulos de detección de errores del Monitor-J, un nuevo análisis de diagnóstico, una verificación manual de las transmisiones, demostraron que no fallaba nada. No se había producido ninguna avería mecánica.

El caprichoso eco había desaparecido poco después de las tres de la mañana. El Monitor ya no giraba en su elipse originaria alrededor de Júpiter; un mes atrás sus motores se habían despertado y activado, para colocarlo en órbita alrededor de Calixto, la quinta luna de Júpiter. Ahora describía una refinada órbita en forma de gajo de naranja, y pasaba cada ocho horas sobre el helado fulgor de los polos de Calixto.

Nigel rompió un bizcocho por la mitad y lo ingirió con un poco de té tibio, casi sin prestar atención a la mezcla de sustancias dulces y ácidas. Cerró los ojos al repique y al tableteo de la telemetría. Los técnicos de vuelo habían regresado por fin a sus madrigueras y él y Lubkin estaban sentados en la Sala de Control, frente a una de las mesas semicirculares, rodeados de dispositivos digitales.

—Hay que descartar, pues, las ideas simples —comentó Nigel—. Supongo que lo mejor será echar un vistazo a la órbita de Calixto.

—No entiendo —dijo Lubkin.

—Si la señal provenía de una fuente ajena al Monitor-J, algo la cortó. El eco debió de desaparecer porque Calixto se cruzó entre la fuente y el Monitor-J.

Lubkin hizo un ademán de asentimiento.

—Lo que usted dice es razonable. A mí se me ocurrió la misma idea, pero... —Consultó el reloj—. Es casi mediodía. ¿Por qué el eco no reapareció más o menos a las siete, cuando el Monitor-J salió de detrás de Calixto?

Nigel tuvo la incómoda sensación de que desempeñaba el papel de estudiante graduado de pocas luces frente al erudito profesor Lubkin. Pero comprendió, también, que ésa era precisamente la impresión que debía de tratar de crear el hábil burócrata.

—Bien... quizá la otra fuente está oculta por el mismo Júpiter. Ha desaparecido, sin sombra de duda.

Lubkin apretó los labios.

—Tal vez, tal vez.

—¿No podríamos determinar la órbita probablemente de la fuente, mediante una triangulación con Calixto?

Lubkin hizo un ademán de asentimiento.

Alrededor de cada estrella se extiende una cápsula esférica de espacio, y en algunos puntos del espesor de esa cápsula las temperaturas son moderadas. En un mundo semejante a la Tierra, y con un oportuno empujoncito primordial, el agua aparece en forma líquida sobre la superficie del planeta.

A un tercio de año luz de la pepita incandescente de la estrella, la nave examinó esa zona habitable y le dio el visto bueno. No había señales de un planeta tan grande como el gigante gaseoso marrón amarillento que giraba muy afuera. Ésa era una prueba crucial, porque un mundo descomunal, en la parte interna, habría impedido que existiera otra órbita estable en una escala capaz de engendrar vida. Si la nave encontraba semejante planeta, las órdenes vigentes —incrustadas, implantadas, tan antiguas que funcionaban como instintos— estipulaban que debía acelerar a través del sistema, recogiendo todos los datos posibles para el catálogo astrofísico, y que a continuación debía enfilar hacia el próximo de los soles posibles incluidos en una larga lista.

En cambio, la nave intensificó el ronroneo de desaceleración. Destapó su telescopio con más frecuencia y escudriñó la ruta durante períodos más largos. Una mancha blanco azulada resultó ser otro gigantesco planeta gaseoso, más pequeño que el anterior y más externo. Era imposible obtener una definición precisa de su imagen. La nave descubrió un aro borroso de luz azulada: el cuerpo estaba rodeado de anillos, lo cual no era raro entre los planetas pesados.

Apareció otro planeta grande, con anillos delgados, y después otro, cada vez más alejados de la estrella. Los aparatos empezaron a reducir las posibilidades de que hubiera vida en ese sistema. Sin embargo, las experiencias pasadas dejaban en pie un atisbo de esperanza. Tal vez más cerca del centro había mundos pequeños, difíciles de ver, aunque la teoría y la práctica indicaban que ello era poco probable. También era posible que, por azar, la nave se aproximara al hemisferio nocturno de un planeta y que éste le pasara inadvertido por completo. La nave esperó.

A un sexto de año luz los ordenadores descubrieron una ambigua mancha azul, marrón y blanca: un planeta próximo a la estrella. Los circuitos de recompensa reaccionaron. Los aparatos experimentaron un espasmo de alivio y alegría, una búlleme descarga eléctrica interior. Se trataba de técnicas refinadas, de redes de impulsos programados para estimular el anhelo de triunfo, pero amortiguados para evitar que el fracaso se tradujera en una frustración aguda.

Por el momento los aparatos estaban satisfechos. La nave siguió su trayectoria.

Trigonometría esférica, el vector del plato principal del Monitor-J, cálculos, parámetros orbitales, estimaciones, ángulos. Verificaciones y contra verificaciones.

Lentamente emergió la respuesta más probable: las 3:30 de la tarde. Faltaba una hora. Entonces la fuente debería reaparecer en el campo del plato principal del Monitor-J. Nigel la imaginó como un punto de luz que se desprendía lentamente de las convulsionadas franjas marrones de Júpiter y se elevaba sobre el horizonte. A medida que trazaba su elipse particular, el Monitor-J estaría supervisando los campos de nieve de Calixto con su propia intensidad mecánica: cráteres, cordilleras sinuosas, fisuras, montañas refulgentes de hielo azul.

—Falta una hora —anunció Lubkin.

—¿Podemos realinear el plato principal en tan poco tiempo, sin afectar la rutina de prospección? —preguntó Nigel.

—Tendremos que hacerlo —respondió enérgicamente Lubkin. Cogió el teléfono y marcó el número de Control de Operaciones.

—Pídales también que hagan rotar la plataforma de la cámara —se apresuró a decir Nigel.

—¿Cree que habrá algo visible a esta distancia?

Nigel se encogió de hombros.

—Quizá.

—¿La cámara de ángulo estrecho? No podemos mover las dos en...

—Correcto. Necesitamos una serie de exposiciones. Dígales que utilicen los filtros, virando del ultravioleta al infrarrojo. Podrán montar una secuencia automática.

Lubkin empezó a hablar de forma rápida y concisa por teléfono. Ahora que podía dar órdenes, y que tenía a quiénes dárselas, sonreía confiadamente.

La nave seguía desplazándose en medio del silencio, lejos del calor de la estrella, cuando empezó a captar ondas radiales. Se activaron otras funciones superiores. Pesaron y filtraron las débiles señales. Descartaron el habitual ruido crepitante de las estrellas y encontraron un tenue rastro de emisión localizado en los planetas.

La fuente más potente era el gigante gaseoso más próximo al centro. Este era un dato reconfortante, por que el mundo tenía una órbita bastante próxima a su estrella. Si hubiera tenido simplemente una atmósfera transparente habría sido demasiado frío, pero el análisis demostró que estaba envuelto en nubes espesas, profundas. La nave sabía que esos mundos podían calentarse a sí mismos mediante la contracción gravitacional y la captación del calor: el efecto invernadero. La vida podía evolucionar en sus cielos y mares.

Sin embargo, esos mantos compactos de gas y líquido implicaban elevadísimas presiones. En semejantes mundos la vida casi nunca desarrollaba esqueletos y, por consiguiente, no podía manejar herramientas. En el cuaderno de bitácora de la nave había muchos testimonios de ello. Atrapadas en su profundo caldero de amoníaco y metano, libres de los cepos de la tecnología, esas criaturas no podían comunicarse... y ciertamente la nave tampoco podía internarse en semejantes presiones para buscarlas.

Más cerca del centro había una fuente menor de ondas radiales. Era el tercer planeta, azul y blanco. Las señales urdían complejas configuraciones superpuestas, débiles estremecimientos que podían corresponder a fenómenos atmosféricos: truenos, relámpagos, quizá radiaciones de una magnetosfera. De todos modos el mundo estaba envuelto en gas transparente, lo cual era un signo alentador. La nave siguió volando rumbo al Sol.

Hacia las seis de la tarde se desanimaron. El disco principal del Monitor fue reprogramado para realizar una búsqueda metódica alrededor del área donde debería aparecer la emisora radial desconocida.

El disco funcionaba. Los datos llegaban. Todas las operaciones se desarrollaban normalmente.

Y no había ningún resultado.

El personal técnico de vuelo se aglomeraba allí, escribiendo las reseñas diarias, preparándose para volver a casa. Para esa gente, el problema del eco era una aberración pasajera que se había corregido sola. Hasta que reapareciera no habría motivos de alarma.

Según los cálculos rectificados el blanco debería haber emergido del borde de Júpiter a las 3:37 de la tarde. Computada la demora de las señales procedentes de Júpiter, Control de Operaciones empezó a recibir datos poco antes de las 4:30 de la tarde. El plato principal completó la búsqueda en una hora. No pudieron utilizar la cámara de ángulo estrecho: los técnicos estaban ocupados con el Excavador Marciano y los satélites planetarios. De todos modos, nada hacía suponer que hubiera algo digno de ver.

—Parece que ha sido un fracaso —comentó Nigel.

—O todo fue una quimera... —empezó a decir Lubkin.

—O nos equivocamos de órbita —completó Nigel.

Un técnico con auriculares portátiles se acercó por el pasillo curvo, le pidió a Lubkin que firmara una hoja y se alejó.

Lubkin se arrellanó en su sillón giratorio.

—Sí, siempre existe esa posibilidad.

—Podremos repetir la experiencia mañana.

—Claro.

Lubkin no parecía muy entusiasmado. Se apartó de la consola y empezó a pasearse por el corredor. No había mucho espacio. Estuvo a punto de tropezar con un técnico que verificaba los resultados en la consola de los Sistemas de Antenas. Nigel se abstrajo del murmullo de la Sala de Control e intentó pasar. Lubkin siguió paseando durante un rato y finalmente volvió a sentarse. Ambos estudiaron sus pantallas verdes de televisión, que estaban inclinadas hacia atrás para facilitar la lectura. Los datos de secuencia y programación aparecían y se borraban continuamente. De vez en cuando el índice del ordenador excedía su escala autorizada de parámetros y la pantalla viraba del amarillo sobre verde al verde sobre amarillo.

Nigel nunca se había acostumbrado a esto. Experimentaba una tensión desconcertante hasta que alguien descubría el error y los colores se invertían.

Sonó el teléfono de la consola, que desquició aún más su concentración.

—Hay una llamada del exterior para usted —anunció una voz femenina impersonal.

—Diga que esperen un poco, ¿quiere?

—Creo que es su esposa.

—Ah. Enseguida la atenderé. —Se volvió hacia Lubkin—. Mañana me gustaría disponer de la cámara.

—¿Para qué?

—Digamos que se trata de una especulación ociosa —respondió. Estaba bastante cansado y no quería discutir.

—Está bien, inténtelo —asintió Lubkin. Arrojó su lápiz y se puso dificultosamente en pie. Su camisa blanca estaba ajada y arrugada. Derrotado, le caía más simpático a Nigel. Se parecía menos a un ejecutivo empeñado en medir sus movimientos antes de realizarlos—. Le veré mañana —agregó Lubkin y se volvió, con los hombros encorvados.

Nigel pulsó un botón del teléfono.

—Disculpa que haya tardado...

—Nigel, estoy en el consultorio del doctor Hufman.

—¿Qué...?

—Te... te necesito aquí. Por favor. —Su voz sonaba aguda y extrañamente lejana.

—¿Qué sucede?

—Quiere hablar con los dos.

—¿Porqué?

—Sinceramente, no lo sé. No del todo.

—¿Cuál es la dirección?

Le dio un número de Thalia.

—Iré a hacerme unas pruebas de laboratorio. Tardaré más o menos media hora.

Nigel reflexionó.

—No sé qué autobús va...

—¿No puedes...?

—Sí, claro. Pediré un coche del Laboratorio. Diré que lo necesito para salir mañana en misión oficial.

—Gracias, Nigel. Yo, sencillamente...

Él apretó los labios. Alexandría parecía aturdida, distraída. Su desenvoltura ejecutiva se había disipado. Generalmente eso no sucedía hasta la noche.

—Está bien —la interrumpió—. Saldré enseguida. —Volvió a depositar el auricular en la horquilla.

3

Una capa gris de bruma cortaba todos los edificios a la altura del cuarto piso, lo que le daba a Thalia Avenue un extraño aspecto truncado. El automóvil compacto avanzaba trabajosamente con un traqueteo a ratos irregular mientras Nigel se asomaba por la ventanilla, buscando los números de los edificios. Nunca se había acostumbrado a la curiosa resistencia de los norteamericanos a identificar sus domicilios. Las inmensas e imponentes moles de acero y hormigón tenían un aire anónimo y desafiaban al simple peatón a descubrir lo que ocultaban en su interior. Después de mucho buscar, resultó que el número 2636 de Thalia correspondía a un edificio bajo de piedra estriada, el más nuevo de la manzana, obviamente montado mucho después del derroche de materiales de construcción que tenía lugar en el siglo XX.

En la sala de espera del doctor Hufman reinaba esa atmósfera sosegada característica de los consultorios particulares. En un instituto médico público habría habido azulejos y tabiques pardos y muebles anónimos. Cuando Nigel entró, su atención se centró nuevamente en el nerviosismo táctico de Alexandría y miró en torno, con la esperanza de verla.

—¿Señor Walmsley? —preguntó una enfermera desde el cubículo de cristal que formaba una pared de la habitación.

Other books

The Way to Schenectady by Richard Scrimger
Chocolate Crunch Murder by Gillard, Susan
Survival by Chris Ryan
Dunc Gets Tweaked by Gary Paulsen
Born of Illusion by Teri Brown
Eve of Warefare by Sylvia Day
Hothouse Orchid by Stuart Woods