En el océano de la noche (6 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Y así lo habían olvidado.

Después de un año y de una última andanada del
Times
(«Recordando el abismo»), otras preocupaciones arrugaron el ceño del mundo. Una vez fuera de las candilejas, la NASA empezó a levantar progresivamente la interdicción que pesaba sobre Len y Nigel. Cosa curiosa, en la oscuridad estaban más amenazados. Si hubieran denunciado la patraña de Dave, la NASA habría perdido partidarios en todas partes. Pero si la verdad afloraba en una comisión ignota, muchos años después, sería inofensiva: todo dependía de las circunstancias. Las bazas que guardaban él y Len se devaluaron lentamente, como una moneda inflada. Por consiguiente, el peor momento llegó cuando por fin Nigel pudo entrar en un supermercado sin que le arengaran, le injuriaran, le desafiaran a una discusión con alguien cuyo aliento olía a ajo.

También sobrevivió a esa etapa.

—¿Listo? —preguntó Alexandría, que entró en el comedor íntimo con la jarra de zumo de naranja. En su interior tintineaban los cubos de hielo.

—Sí.

Nigel alejó los malos pensamientos y sirvió el
soufflé
. Cuando lo distribuyó con una ancha espátula de madera, la costra se resquebrajó y exhaló un vaho que olía a tortilla francesa. Comieron deprisa, ambos con apetito. Habían adquirido el hábito de eliminar virtualmente la cena e ingerir un desayuno abundante. Alexandría opinaba que su organismo quemaría el desayuno durante la jornada, en tanto que se limitaría a transformar la cena en grasa.

—Shirley vendrá esta noche, después de la cena —anunció Alexandría.

—Estupendo. ¿Terminaste la novela que te prestó?

Alexandría resopló con elegancia.

—No. Se ceñía casi exclusivamente al acostumbrado regodeo en la angustia postmodernista, con pantallazos en technicolor.

Nigel se introdujo en la boca un grano de uva Swebitter e hizo una mueca al sentir su sabor agrio.

Alexandría también estiró la mano hacia un grano de uva y respingó.

—Diablos.

—¿Aún te duelen las muñecas?

—Pensé que habían empezado a mejorar. —Cogió la muñeca derecha con la otra mano y la flexionó. Sus facciones se crisparon y dejó de hacerlo—. No, sigue ahí, sea lo que fuere.

—Quizá te la dislocaste.

—¿Las dos al mismo tiempo? ¿Sin darme cuenta?

—Parece improbable.

—Mierda —dijo Alexandría bruscamente—. ¿Sabes una cosa? Creo que al fin y al cabo no me entusiasma la idea de que los brasileños se apoderen de nuestra compañía.

—¿Eh? Creía que...

—Sí, sí, la iniciativa fue mía. Yo hice las primeras gestiones. Pero qué demonios, es nuestra. Podríamos utilizar el capital, claro... —Torció la boca con una mueca habitual de irritación—. Pero no comprendí...

—Y, sin embargo, ése fue uno de los argumentos que empleaste para convencerlos. Que comprarían algo genuinamente norteamericano: American Airlines.

—Comparados con nosotros, con la forma en que hacemos las cosas, esos petimetres emperejilados no son capaces de atarse los cordones de los zapatos sin la ayuda de un manual de instrucciones. No saben hacerlo.

—Ah.

A Nigel le gustaba ver el sonrojo de la vehemencia y la pasión que eclipsaba el aplomo y la formalidad de su talante. Al verla así, parloteando sobre índices y márgenes y fondos computables, suspendida a mitad de camino entre la Alexandría tierna y afable de la noche y la ejecutiva estricta y eficiente del día, comprendía por qué la amaba.

Partió rumbo al Laboratorio poco después de que se fuera Alexandría, apenas hubo terminado de ordenar la vajilla, y casi perdió el autobús. Éste serpenteó a lo largo de Fair Oaks, completamente lleno a pesar de que ya era una hora avanzada de la mañana. Nigel extrajo sus auriculares personales del bolsillo y los conectó con la pista de audio de seis canales. Salteó una canción apta para retrasados mentales, también un informativo de deportes, se detuvo en un noticiario —los psicólogos estaban preocupados por un súbito recrudecimiento de los infanticidios— y pasó al canal "clásico". Terminó una breve improvisación de trompeta y empezó una densa sinfonía de Brahms, recargada de cuerdas.

Desconectó el aparato, se guardó los auriculares y contempló el paisaje mientras el autobús subía por las colinas de Pasadena. La tierra estaba sofocada por un manto parduzco. Se puso la máscara nasal y aspiró el aroma dulce, empalagoso. Algunas cosas no mejoraban nunca. Sabía que la situación política empeoraba, y la gente estaba nerviosa por el problema de la importación-exportación, pero le pareció que el aire impregnado de una fragancia fresca, semejante a la de la lluvia nocturna, y un poco de Beethoven en el trayecto al trabajo eran, al fin y al cabo, lo más importante.

Nigel sonrió para sus adentros. En estos sentimientos reconoció un eco de su madre y su padre. Habían regresado a Suffolk poco después del episodio de Ícaro, y él los había visitado con regularidad. El mundo de sus padres se había circunscrito a la cómoda campiña inglesa: aire puro y cuartetos de cuerda. Cuanto más chocaba con el mundo, tanto más los veía reflejados en su propia persona. Era terco, sí, igual que su padre. Éste siempre se había negado a aceptar que Nigel había tenido que volar a Ícaro o que, en verdad, había tenido que quedarse en Estados Unidos después de esa experiencia. Sin embargo, esa misma terquedad era la que lo había impulsado a quedarse. Ahora, cuando hablaba entre esas voces norteamericanas gangosas, oía las vocales redondeadas de su padre. La angina y el enfisema le habían arrebatado, finalmente, aquellas dos figuras amalgamadas entre sí, pero ahí, en ese territorio a veces extranjero, las sentía aún más próximas que antes.

El Jet Propulsión Laboratory era un laberinto de bloques rectangulares que se hallaba emplazado sobre una ladera aún verde. Cuando el autobús se detuvo jadeando oyó un cántico y vio a tres Nuevos Hijos que repartían propaganda e importunaban en la entrada principal. Cogió una de sus octavillas y la estrujó después de haberle echado una mirada. Pensó que su campaña de promoción empeoraba día a día: los argumentos francamente místicos no convencerían al personal del JPL.

Pasó por tres barreras de guardias, mostró a regañadientes su credencial —el Laboratorio era uno de los blancos favoritos de los terroristas, pero de todas maneras ese procedimiento le fastidiaba— y se internó por los glaciales corredores blanqueados por el neón. Cuando llegó a su despacho descubrió que Kevin Lubkin, coordinador de misión, ya lo esperaba. Nigel cogió de una silla varios ejemplares de
Icarus
, la revista científica, los sumó a la pila de papeles que descansaba sobre su escritorio y levantó las persianas para que un pálido rayo de luz cayera sobre la pared de enfrente. Él trabajaba en un pabellón desprovisto de aire acondicionado y era una buena idea activar una ventilación cruzada lo más temprano posible: el calor de la tarde era despiadado. Además, siempre levantaba las persianas todas las mañanas como si ésa fuera una inauguración ritual de su trabajo, de modo que hasta que concluyó la operación no hizo más que murmurar un saludo a Lubkin.

—¿Algún contratiempo? —preguntó al fin, con fingido interés.

Distraído, Kevin Lubkin cerró un expediente que había estado leyendo.

—El Monitor de Júpiter —dijo lacónicamente. Era un hombre corpulento, rubicundo, de voz suave, con un abdomen que recientemente había empezado a dilatarse hacia abajo, ocultando la hebilla del cinturón.

—¿Avería?

—No. Lo están interfiriendo.

Le echó una mirada inexpresiva a Nigel, esperando.

Nigel arqueó una ceja. De pronto, se había generado en el despacho una extraña tensión. Posiblemente aún estaba relajado por el efecto del desayuno, pero no era tan lelo como para dejar que un burócrata le llegara a engatusar. Permaneció callado.

—Sí, lo sé —continuó Lubkin, suspirando—. Parece imposible. Pero ha sucedido. Le llamé por eso, pero...

—¿Cuál es el problema?

—Hoy a las dos de la mañana recibimos un diagnóstico del Monitor de Júpiter. El personal del turno de noche no entendió el significado, de modo que recurrieron a mí. Aparentemente, el ordenador de a bordo infirió que el plato radial mayor tenía un desperfecto. —Se quitó las gafas con montura de carey color crema y las depositó sobre su regazo—. Llegué a la conclusión de que no se trataba de eso. El plato funciona bien. Pero cada vez que intenta transmitir, algo devuelve la señal como un eco al cabo de dos minutos.

—¿Cómo un eco? —Nigel inclinó su silla, con la mirada abstraída en los títulos que se alineaban en el anaquel, mientras repasaba mentalmente el circuito del equipo de radio del Monitor-J. Luego dijo—: Dos minutos es demasiado tiempo para un problema de realimentación... tiene razón. A menos que todo el programa haya entrado en crisis y que el mismo Monitor esté regrabando las transmisiones. Podría confundirse y suponer que está leyendo una señal de entrada.

Lubkin demostró su impaciencia.

—Ya consideramos esa posibilidad.

—El autodiagnóstico es negativo. Todo está en orden.

—Me doy por vencido —respondió Nigel—. Sin embargo, veo que usted tiene una teoría. —Separó las manos en un ademán expansivo—. ¿De qué se trata, entonces?

—Creo que el Monitor-J recibe una auténtica señal de entrada. Nos dice la verdad.

Nigel resolló.

—¿Qué razonamiento tortuoso ha seguido usted para llegar a semejante conclusión?

—Bien, sé que...

—En esta fase de la órbita las ondas radiales tardan casi una hora en llegar hasta nosotros. ¿Cómo es posible que alguien le devuelva sus propios mensajes al Monitor en un lapso de dos minutos?

—Colocando un transmisor en la órbita de Júpiter... en las mismas condiciones en que está el Monitor.

Nigel parpadeó.

—¿Los soviéticos? Pero ellos accedieron...

—Los soviéticos no. Lo verificamos por la línea de emergencia. Dicen que no, que no han lanzado nada en esa dirección desde los tiempos de Maricastaña. Nuestros servicios de inteligencia están seguros de que dicen la verdad.

—¿Los chinos?

—Todavía no están en condiciones de poder hacerlo.

—¿Entonces quién?

Lubkin se encogió de hombros. Las pálidas y fláccidas arrugas de su rostro fueron más elocuentes que sus palabras.

—Pensé que usted podría ayudarme a averiguarlo.

Lo dijo con un ligero tono de frustración... que Nigel captó porque era la primera vez que lo advertía en él. Generalmente Lubkin tenía un talante de dureza glacial, un frío aire de superioridad. Ahora su rostro había perdido la habitual expresión soberbia, y parecía franco, incluso vulnerable. Nigel adivinó por qué se había presentado personalmente a las dos de la mañana en lugar de delegar en otro la función: para demostrarle a su personal, sin necesidad de traducirlo en palabras, que él podía ejecutar el trabajo solo, que no había perdido la sagacidad, que entendía las peculiaridades y sutilezas de los aparatos que ellos controlaban. Pero ahora Lubkin no había desenmarañado la madeja. El personal del turno de noche había partido al despuntar la madrugada gris, y ya podía solicitar ayuda sin correr el riesgo de que lo desenmascararan.

Nigel sonrió cáusticamente para sus adentros. Siempre calculando, pesando los platillos.

—Está bien —asintió—. Le ayudaré.

2

El sistema solar es vasto. La luz tarda once horas en atravesarlo. Escorias dispersas —rocas, polvo, conglomerados de hielo, planetas— giran alrededor de la vulgar estrella blanca, y cada fragmento vuelve una cara hacia el centro incandescente, para recibir calor, mientras la otra cara mira hacia el abismo interestelar.

La nave que se aproximaba al sistema en el año 2011 ignoraba incluso estos datos elementales. Mientras bogaba por la negra inmensidad, sólo entendía que se aproximaba nuevamente a un tipo de estrella común y que debía volver a empezar la rutina de siempre.

Aunque realizaba una larga y trabajosa exploración de ese brazo espiral, no había escogido esa estrella específica al azar. Mucho tiempo atrás, mientras navegaba a una fracción apreciable de la velocidad de la luz un poco por debajo del plano de la galaxia, había filtrado una breve señal entre el susurrante ruido radial. El mensaje era borroso y estaba mutilado. Pero contenía tres puntos de referencia comunes que la nave pudo compaginar, y éstos se parecían a un código antiguo que le habían enseñado a respetar. El artefacto empezó a describir un gran arco que apuntaba hacia un grupo de estrellas, porque el mensaje tartajeante no había durado el tiempo suficiente como para que fuera posible una localización exacta.

Mucho después, durante la aproximación, una descarga radial más potente irrumpió en medio del mare mágnum de emisiones de hidrógeno. Una petición de auxilio. Una anomalía en un sistema vital. Una grieta en el casco, una violación de los índices de integridad vital...

Allí terminó. La dirección de la señal estaba clara. ¿Pero provenía del sistema de delante, o de una fuente mucho más lejana situada al otro lado? En esas circunstancias la nave volvió a sus normas habituales.

El primer deber era sencillo. Ya había desacelerado hasta que el polvo interestelar dejó de roerla con velocidad lacerante, destructiva. Ahora la nave podía desconectar sin riesgo los campos magnéticos que la encapsulaban y empezar a desplegar sus antenas. Una tronera se abrió hacia el frío absoluto y escudriñó al frente. Se corrió una visera sobre la imagen de la estrella que se avecinaba, para poder registrar los pequeños destellos de luz próxima.

El telescopio empleado tenía 150 centímetros de diámetro y no difería mucho de los que se utilizaban en la Tierra. Algunas facetas del diseño, gobernadas por la ley natural, son universales. La nave se desplazaba a una velocidad mucho menor que la de la luz. Los isótopos chocaban con un débil murmullo en el tubo de escape. Los dedos de los campos magnéticos, desplegados hacia delante, extraían del gas interestelar los átomos apropiados y los encauzaban hacia dentro. Sólo este desgaste de un cilindro en el polvo perturbaba los abismos silenciosos.

La nave inspeccionaba pacientemente. Los planetas que giraban alrededor de la estrella que aparecía al frente todavía estaban muy lejos, y era difícil captar sus movimientos contra el fondo tachonado de estrellas estacionarias. A una distancia de cuatro décimos de año luz, los circuitos activados y su refuerzo de consulta coincidieron: una mancha marrón amarillenta próxima a la estrella blanca era un planeta. Las funciones superiores de los ordenadores percibieron los cosquilleos de la actividad y tomaron nota del descubrimiento. Recurrieron a una biblioteca de consulta sobre teoría planetaria. El disco vago y borroso de delante tremoló cuando la nave atravesó una sutil nube de polvo, en tanto el dispositivo catalogaba y medía su objetivo con metódica minuciosidad.

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