En el océano de la noche

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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A finales del siglo veinte una misión de la NASA debe destruir un planeta menor cuya órbita amenaza con colisionar con la tierra. Pero el astrónomo Nigel Walmsley encuentra algo en esa superficie desolada que le hace desobedecer las órdenes recibidas. Este es el punto de partida de esta ambiciosa novela que es el inicio de una historia futura de ámbito galáctico centrada en el enfrentamiento entre las civilizaciones cibernéticas y las civilizaciones orgánicas, entre los ordenadores y las mentes asociadas con glándulas. Una obra capital en la moderna ciencia ficción.

Gregory Benford

En el océano de la noche

(Saga del centro galáctico - 01)

ePUB v1.0

betatron
10.07.11

Título: En el oceano de la noche

Autor: Benford, Gregory

Título original: In the Ocean of Night

Traductor: Eduardo Goligorsky

Editorial: Ediciones B

ISBN: 9788440682802

PRIMERA PARTE

1999

De la
Encyclopaedia Britannica
, 17ª edición, 2.073:

Ícaro

(ik-∂-r∂s)

Planeta menor 1.566. Tenía la órbita elíptica más excéntrica de todos los asteroides conocidos (e = 0,83), el eje semimayor de menores dimensiones (a = 1,08) y era el que pasaba más próximo al Sol (28.000.000 de kilómetros). Lo descubrió en 1949 Walter Baade, del Observatorio de Monte Palomar. Su órbita se extendía desde el exterior de la de Marte hasta el interior de la de Mercurio y podía aproximarse 800 metros y un período de rotación de unas dos horas y media. La órbita inusitada sólo despertó escaso interés hasta junio de 1997, cuando Ícaro empezó a emitir súbitamente un penacho de gas y polvo. Puesto que al parecer se trataba de un asteroide Apolo típicamente rocoso, esta transformación en un cuerpo semejante a un cometa conmocionó al mundo de la astronomía. La peculiaridad despertó gran preocupación en octubre de 1997, cuando los cálculos demostraron que el impulso transferido a la cola disparada del cometa estaba alterando la órbita de Ícaro. Esta perturbación orbital podía determinar que, al cabo de pocos años, una parte del cometa chocara con la Tierra. El impacto del gas tenue sería inofensivo. Pero en esas circunstancias la cabeza del cometa Ícaro permanecía oculta y algunos especialistas en el tema conjeturaban que podía conservar un núcleo sólido, en cuyo caso...

Ícaro

En la leyenda griega, hijo de Dédalo. Después de que Dédalo, arquitecto y escultor, construyó el laberinto para el rey Minos de Creta, perdió la confianza del monarca. Fabricó, para sí y para Ícaro, unas alas de cera y plumas, y huyó a Sicilia. Sin embargo, Ícaro se acercó demasiado al Sol y sus alas se derritieron, debido a lo cual cayó al mar y se ahogó. La isla en la que el mar depositó sus restos fue bautizada posteriormente con el nombre de Icaria. A menudo se invoca la leyenda como símbolo de la búsqueda de conocimientos y nuevos horizontes a cualquier precio. La obra maestra de Van Hoven,
Icarus Descending
(1997) alude a Ícaro como paradigma de la decadencia del predominio cultural de Occidente...

1

Descubrió la montaña voladora por su sombra.

Delante, un velo turbulento de polvo atenuaba el resplandor del Sol, y Nigel vio por primera vez a Ícaro en la punta de un penetrante dedo de sombra, entre las nubes.

—Aquí está el núcleo —anunció por la radio—. Es sólido.

—¿Estás seguro? —preguntó Len. Su voz, filtrada por la estática crepitante de la radio, sonaba atiplada y lejana, a pesar de que el módulo
Dragón
esperaba a sólo mil kilómetros de allí.

—Sí. Algo muy voluminoso proyecta una sombra a través del polvo y la cabellera.

—Voy a hablar con Houston. Volveré dentro de un segundo, amigo.

Un zumbido embotó el silencio. Nigel sentía la boca fofa llena de algodón: era la mezcla de miedo y excitación lo que le producía la sensación de tener la lengua tumefacta. Enderezó su módulo hacia el cono de sombra que apuntaba directamente adelante, hacia el Sol, y corrigió el control de altura. Un guijarro rebotó contra la sección de popa.

Entró en el cono de sombra. El Sol palideció y después titiló cuando, a proa, una mancha de crecientes dimensiones atravesó su faz. Nigel siguió a la deriva, bañado en el resplandor amarillo. La corona flameaba y brillaba alrededor de una dura pepita negra: Ícaro. Él era el primero que veía el asteroide desde hacía más de dos años. La flamante capa de polvo y gas había ocultado el centro sólido a los observadores de la Tierra.

—Nigel —dijo apresuradamente Len—, ¿a qué velocidad te aproximas?

—Es difícil determinarla. —La pepita había crecido y ahora tenía la dimensión de una moneda de cinco centavos de dólar sostenida a un brazo de distancia—. Me desplazo hacia el costado, fuera de la sombra, por si arremete a demasiada velocidad.

Dos esquirlas de piedra chocaron contra el fuselaje con un ruido hueco. Allí el polvo parecía más espeso e Ícaro sangraba fragmentos dispersos para engendrar la cola.

—Sí, eso es lo que acaban de sugerir desde Houston. ¿Alguna lectura de campo magnético?

—No... espera, acabo de detectar una. Quizás... oh... una décima de gauss.

—Aja. Será mejor que lo comunique a Houston.

—De acuerdo. —Se le crispó ligeramente el estómago. «Ha llegado la hora», pensó.

La moneda negra creció. Alejó aún más el módulo del borde del disco, para conservar un margen de seguridad. Una descarga de los reactores de dirección redujo la velocidad. Estudió con el telescopio menor el borde irregular de Ícaro, pero el blanco fulgurante del Sol difuminó los detalles. Sintió que su corazón palpitaba dentro del traje que le constreñía.

Un clic, un poco de estática.

—Aquí Dave Fowles, en Houston, Nigel, comunicando vía
Dragón
. Enhorabuena por su contacto visual. Queremos verificar esta fuerza del campo magnético: ¿puede transmitir el registro automático?

—Entendido —respondió Nigel. Las conversaciones con Houston se retrasaban: la demora era de varios segundos, a pesar de que las ondas de radio viajaban a la velocidad de la luz. Accionó los interruptores y se oyó un «bip» agudo—. Listo.

El borde del disco arremetió hacia él.

—Voy a rodearlo, Len. Es posible que la comunicación quede cortada durante un rato.

—Muy bien.

Sobrevoló la nítida línea crepuscular y se topó con la luminosidad del Sol. Abajo vio la escoria calcinada de un mundo. Las pequeñas protuberancias y los valles poco profundos proyectaban sombras bajas, y en todas direcciones la roca tenía un color negro parduzco, Ícaro estaba tan cocinado como si lo hubieran ensartado en un asador: a consecuencia de su órbita muy elíptica, dos veces por año pasaba tan cerca del Sol como el mismo Mercurio.

Nigel coordinó velocidades con la roca rodante y activó una serie de experimentos automáticos. Las luces del panel parpadearon y en la atestada cabina se oyó un apacible ronroneo, Ícaro giraba lentamente bajo la luz blanca del Sol, semejante a la de un arco voltaico y parecía desolado y escabroso... sin que nada reflejara su condición de instrumento de muerte, capaz de aniquilar a millones de seres humanos.

—¿Me oyes, Nigel? —preguntó Len.

—Sí.

—Ya he salido de tu zona de interferencia radial. ¿Qué aspecto tiene?

—Pétreo, tal vez con un poco de níquel y hierro. Sin rastros de nieve ni de estructuras conglomeradas.

—No es extraño. Ha estado asándose durante miles de millones de años.

—¿Entonces de dónde salió la cola del cometa? ¿Cómo se explica la cabellera?

—Afloró una veta de hielo, o quizá se abrió una grieta en la superficie... Ya sabes qué es lo que nos dijeron. Cualquiera que fuese la sustancia, probablemente ya se ha evaporado por completo. Han transcurrido dos años, y con eso basta.

—Parece rotar... hummm, lo mediré... aproximadamente cada dos horas.

—Aja —asintió Len—. Es lo que faltaba.

—Si fuera algo menos que roca sólida no soportaría tanta fuerza centrífuga, ¿no te parece?

—Eso dicen. Quizás Ícaro es el núcleo de un cometa consumido y quizá no... Es una roca, y ahora eso es lo único que nos interesa.

Nigel sintió un sabor amargo en la boca. Bebió un poco de agua, revolviéndola entre los dientes.

—Tiene alrededor de un kilómetro de diámetro y es casi esférico, sin muchos detalles visibles en la superficie —comentó lentamente—. No hay cráteres nítidos, pero sí algunas depresiones circulares poco profundas. Quién sabe, es posible que el ciclo de calentamiento y enfriamiento que se produce cuando pasa cerca del Sol sea un buen mecanismo erosivo.

Lo dijo mecánicamente, mientras trataba de olvidar su ligero desencanto. Nigel había alimentado la ilusión de que Ícaro fuera un conglomerado de hielo en lugar de una roca, aunque sabía que la inmensa mayoría de las pruebas indirectas se acumulaban en contra de esa hipótesis. Junto con unos pocos astrofísicos había esperado que la cabellera de 1997 —una brillante cola anaranjada de treinta millones de kilómetros de longitud que flameó y danzó e iluminó el cielo nocturno de la Tierra durante tres meses— marcara el fin de Ícaro. Ningún telescopio, ni siquiera el del Skylab X orbital, había conseguido sondear la nube de polvo y gas que se dilataba y ocultaba el punto donde había estado el asteroide Ícaro. Una serie de científicos argumentaba que la eterna lluvia de partículas procedentes del Sol —el viento solar— había erosionado una costra pétrea, y que el núcleo subsistente de hielo había entrado en súbita ebullición, formando la cabellera. Por tanto, no perduraba ningún núcleo. Pero la mayoría de los astrónomos dudaban que hubiera habido hielo en el centro de Ícaro. Probablemente la mayor parte del asteroide rocoso sobrevivía en algún repliegue de la nube de polvo.

La National Aeronautics and Space Administration disfrutaba con la controversia y esperaba que en esas condiciones fuera más fácil obtener fondos para una futura expedición a Ícaro. La cola enroscada y abierta como un abanico era más brillante que cualquier otra posterior al cometa Halley. La gente la veía, incluso a través de la atmósfera contaminada de las ciudades. Era noticia.

Pero en el invierno de 1997 la composición de Ícaro se convirtió en algo más que un problema transitorio, académico. El chorro de gas que brotaba de la cabeza de lo que ya era el cometa Ícaro pareció desviarlo. La nube de polvo se desplazaba en sentido ligeramente oblicuo al seguir la vieja órbita de Ícaro, y era lógico suponer que si perduraba un núcleo, éste se hallaba cerca del centro de la nube errante. La desviación era pequeña. Era difícil practicar mediciones exactas y subsistieron algunas dudas. Pero a mediados de 1999 quedó demostrado que el centro de la nube y lo que restaba de Ícaro entrarían en colisión con la Tierra.

—Len, ¿cómo lo ves desde tu punto de observación? —preguntó Nigel.

—Muy borroso. El polvo dificulta la visual. A través de la nube, el Sol aparece de un color aguachento. Estoy muy alejado de la trayectoria, para separar tu imagen radial y de radar de las del Sol.

—¿Dónde estoy yo?

—Justo en el lugar ideal, en el centro del polvo. Rumbo a Bengala.

—Ojalá no.

—Sí. Eh... aquí recibo una transmisión de Houston para ti.

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