En el océano de la noche (11 page)

Read En el océano de la noche Online

Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
12.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Qué ridículo! Esa red vigila el espacio próximo a la Tierra.

—Quizás el Snark viene hacia aquí.

—La posibilidad es remota.

—Pero existe. Debe admitirlo. Esto podría ser importante para la seguridad mundial, ¿sabe?

Nigel reflexionó un momento.

—O sea, que si el Snark se aproxima a la Tierra, y el sistema de control nuclear capta su llama de fusión...

—Sí.

—...y supone que se trata del despegue de un misil o una ojiva nuclear...

—Debe reconocer que es una posibilidad.

Nigel crispó los puños y guardó silencio.

—Para conservar el secreto no le daremos intervención a nadie más —explicó Lubkin con voz suave—. Los técnicos nunca tuvieron una imagen completa. Si no volvemos a tocar el tema, lo olvidarán. Usted, yo, el Director, quizás algunos funcionarios en Washington y las Naciones Unidas.

—¿Cómo diablos trabajaremos? Yo no puedo supervisar todos los condenados monitores planetarios. Necesitaremos relevos...

—Los tendrá. Pero podemos fraccionar el trabajo en muchos estudios aislados. Para que ningún técnico o ingeniero del equipo conozca el objetivo final.

—Eso es lo más ineficiente del mundo. Tenemos que explorar todo el sistema solar.

La voz de Lubkin se volvió dura y seca.

—Así se hará, Nigel. Y si usted quiere trabajar en este programa... —No completó la frase.

Lo zarandeó suavemente por la noche, y después con más fuerza. Por fin se despertó, con los ojos legañosos y la cabeza flotando aún en la bruma.

—Tengo miedo, Nigel.

—¿Qué? Yo...

—No sé, acabo de despertarme y estaba aterrorizada.

Se sentó y la acunó entre sus brazos. Alexandría ocultó la cara contra el pecho de él y tiritó como si tuviera frío.

—¿Soñaste algo?

—No. No, sólo... mi corazón retumbaba con tanta violencia que pensé que lo oirías, y tenía las piernas tan entumecidas... Aún me duelen.

—Fue un sueño. Sencillamente no lo recuerdas.

—¿Te parece?

—Claro que sí.

—Me pregunto qué fue lo que vi.

—Alguna atrocidad del inconsciente. Es siempre lo mismo. Un ajuste de cuentas.

—Bien, esto es algo de lo que me gustaría librarme —respondió ella, con voz débil y aguda.

—No, el inconsciente es como los cortes publicitarios de la tridimensional. Si no están intercalados no hay buenos programas.

—¿Qué es ese ruido?

—La lluvia. Parece que cae torrencialmente.

—Oh. Estupendo. Estupendo, la necesitamos.

—Siempre la necesitamos.

—Sí.

Siguió sentado en esa posición durante el resto de la noche, y finalmente se durmió mucho después que ella.

En el Museo del Condado de Los Ángeles: Alexandría se inclinó para estudiar la descripción que figuraba al pie de la escultura negra y gris. “Devadasi practicando un acto de gimnasia sexual con dos soldados que se baten simultáneamente a espada. Esta escultura reproduce una escena para un espectáculo. India meridional. Siglo XVII”. Arqueó la espalda imitando a la Devadasi pero sólo llegó a mitad de camino.

—Parece difícil —comentó él.

—Imposible. Y el ángulo en que está colocado el tipo de delante es esencialmente falso.

—Eran gimnastas.

—Me gustaba más aquella otra grande, la que está detrás —murmuró Alexandría con tono reflexivo—. La que secuestraba hombres por la noche con «fines sexuales»..., ¿recuerdas?

—Sí. Qué eufemismo tan delicado.

—¿Por qué tenía un boquete en la vulva?

—Era un símbolo religioso.

—¡Ja!

—Para conservarla mejor, entonces. Probablemente enfriaba el deseo ocasional de tallarle las iniciales.

—Es improbable —manifestó—. Hummm. "La danza eterna de la Yoguini y el língam", dice aquí. Eterna.

La miró un largo rato y después se volvió rápidamente. Se le desencajó la mandíbula. Trastabilló torpemente sobre el suelo de mosaicos refulgentes. Nigel la tomó por el brazo y la sostuvo mientras cojeaba hacia una hilera de sillas. Notó que en la galería reinaba un extraño silencio. Alexandría se sentó pesadamente y dejó escapar un largo suspiro. Se bamboleó y miró fijamente hacia delante. Una transpiración repentina le perló la frente. Nigel levantó la vista. Todos los visitantes de la galería estaban inmóviles, contemplando a Alexandría.

—Debería renunciar a ese puñetero empleo ahora mismo —dictaminó Shirley con tono enérgico.

—Le gusta.

Nigel sorbió su café. Era aceitoso y espeso, pero probablemente mejor que el que tomaba donde trabajaba. Se dijo que ahora que Alexandría se había marchado a la reunión él debería levantarse y quitar las tazas y los platos del desayuno, pero la cólera fría y deliberada de Shirley le tenía paralizado en el comedor íntimo.

—Lo soporta, pero a duras penas. ¿Es que no te das cuenta?

Sus ojos, cuyo brillo se veía acentuado por las cejas negras, altas y arqueadas, lo fulminaron.

—Quiere intervenir en las negociaciones con los brasileños.

—¡Mierda! Está asustada. Me ausenté... ¿por cuánto tiempo?, ¿Cinco minutos? Y cuando volví ella seguía sentada en la galería, blanca como el papel, mientras tú le palmeabas el brazo. Eso no es sano. No es la Alexandría que ambos conocemos.

Nigel hizo un ademán de asentimiento.

—Pero hablé con ella. Y...

—... y ella teme tocar el tema, demostrar hasta qué punto está preocupada. Se siente culpable, Nigel. Es una reacción habitual. Las personas con las que trabajo se sienten culpables de ser pobres, o viejas, o de estar enfermas. Depende de ti y de mí que las obliguemos a cambiar de actitud. Que las hagamos verse a sí mismas como... —Su voz se apagó poco a poco—. No te impresiono, ¿verdad?

—Oh, sí, sí.

—Creo que por lo menos deberías persuadirla para que se quede en casa y descanse.

—Lo haré.

—Cuando se sienta mejor viajaremos —dijo Shirley rápidamente, consolidando sus conquistas.

—De acuerdo. Viajaremos. —Se puso en pie y empezó a apilar los platos. Sus bordes de cerámica se entrechocaban y los cubiertos tintineaban—. Temo haberme distraído. Mi trabajo...

—Sí, sí —exclamó Shirley vehementemente—. Ya conozco tu condenado trabajo.

Nigel se despertó en una marisma de sábanas arrugadas y pegajosas. El calor de julio se concentraba en las habitaciones superiores de la vieja casa, al acecho de la noche, adhiriéndose a los rincones desprovistos de ventilación. Descendió del lecho sin hacer ruido, dejando que Alexandría se meciera plácidamente en las lentas ondulaciones del agua. Ella emitió un vago murmullo desde el fondo de la garganta y volvió a callar.

La fría bofetada del aire nocturno lo sobresaltó. Al fin y al cabo la habitación no estaba cerrada ni era sofocante. El sudor que le escocía al secarse era el producto de un fuego interior, de un sueño ambiguamente evocado. Inhaló el aire fresco y seco y tiritó.

Entonces recordó. Entró descalzo en la sala de altas arcadas y encendió una lámpara donde la luz no llegaría al dormitorio. Hurgó entre los volúmenes de la
Encyclopaedia Britannica
hasta encontrar el artículo que buscaba. Mientras lo leía buscó el sofá a tientas y se sentó.

Lupus eritematoso
. Puede atacar cualquier órgano o la estructura general del cuerpo. Se centra especialmente en las membranas que exudan humedad, como las de las articulaciones o las que revisten el abdomen. Produce anticuerpos modificados, proteínas alteradas. Los síntomas pueden atenuarse durante largos períodos. Generalmente la irradiación por el organismo no se detecta hasta que aparecen los síntomas más graves. La transmisión al sistema nervioso central se ha convertido durante los últimos años en un rasgo sobresaliente de la enfermedad. Los estudios que asocian la incidencia del mal y los porcentajes de contaminación revelan una afinidad patente, aunque se desconocen los mecanismos precisos. El tratamiento...

Hasta ese momento no le había parecido verdad.

Releyó el artículo una vez, y después otra, y finalmente desistió cuando se dio cuenta de que lloraba. Los ojos le ardían y chorreaban.

Volvió a colocar el volumen en la biblioteca y vio un nuevo libro en el anaquel. Una Biblia encuadernada en acrílico rugoso. La abrió, extrañado. Algunas páginas estaban muy manoseadas. ¿Shirley? No, Alexandría. ¿La había estado leyendo antes de la entrevista con Hufman? ¿Lo había sospechado? Se sentó y empezó a leer.

6

—El Presidente no sabe por cuánto tiempo, Nigel —dijo Lubkin con severidad—. Quiere que todos perseveremos y tratemos de encontrarlo.

—¿Piensa que alguien podrá silenciar eternamente algo de tanta magnitud? Ya han transcurrido cinco meses. No creo que los funcionarios de Washington o de la ONU callen por mucho más tiempo.

Una vez más estaban circundados por el cono de luz que rodeaba el escritorio de Lubkin. La única ventana de la pared del fondo dejaba entrar un poco de sol, que daba un tinte aún más amarillo a la tez cetrina de Lubkin. Nigel estaba rígido, alerta, con los labios fuertemente apretados.

Lubkin se recostó plácidamente en su sillón y se meció durante un momento.

—¿No pretenderá insinuar que usted puede...?

—No, demonios. No soltaré prenda. —Hizo una pausa de un segundo, recordando que Alexandría lo sabía. Estaba seguro de que podía confiar en ella. En verdad, Alexandría no parecía entender muy bien la importancia del Snark, y nunca hablaba espontáneamente de éste—. Pero todo el plan es estúpido. Infantil.

—No pensaría lo mismo si hubiera estado conmigo en la Casa Blanca, Nigel —dictaminó Lubkin solemnemente.

—No me invitaron.

—Lo sé. El Presidente y la NASA quisieron reducir al mínimo el número de asistentes. Para no despertar la curiosidad de la prensa. Y por razones de seguridad.

Era obvio que la visita a la Casa Blanca había sido el punto culminante de la carrera de Lubkin, y Nigel sospechaba que estaba ansioso por contárselo a alguien. Pero en el JPL sólo Nigel y el Director estaban al tanto de la información, y de todos modos este último también había concurrido a la Casa Blanca.

Nigel sonrió para sus adentros.

—El Presidente lo planteó en términos muy convincentes, Nigel. El impacto emocional de ese fenómeno, sumado al fervor religioso que impera en este país, o mejor dicho, en el mundo... Ahora los Nuevos Hijos de Dios tienen un senador que los representa, como usted sabe. Armarían un gran revuelo.

—¿Qué facción de los Nuevos Hijos?

—¿Facción? No sé...

—Los hay de todos los colores y tamaños, últimamente. Los de ojos febriles y manos sudadas no pueden contar hasta doce sin quitarse los zapatos. Cuando los tienen. En cambio los Nuevos Hijos intelectuales han compaginado una doctrina según la cual la vida existe en todas partes y forma parte de la Hueste Inmanente y cosas por el estilo. Eso dice Alexandría. Ellos... —Nigel se interrumpió, consciente de que empezaba a apartarse del tema principal. Lubkin tenía un marcado talento para estimular las digresiones.

—Bien —dijo Lubkin—. También hay que pensar en los militares. Están muy nerviosos por lo que sucede. —Lubkin hizo un ademán afirmativo involuntario, como si esto último necesitara una ratificación adicional.

—Ésa es una idea condenadamente ingenua. Ninguna especie de otra estrella vendrá desde tan lejos para bombardearnos.

—Usted lo sabe. Yo también. Pero algunos de los generales están preocupados.

—¿Por qué diablos?

—Por el peligro de que se dispare la Red de Alarma Nuclear, aunque desde luego ese peligro es menor ahora que más gente conoce la presencia del... eh... Snark. También existe la posibilidad de que si este artefacto entra en la atmósfera se produzca una contaminación biológica...

La voz de Lubkin se apagó poco a poco y ambos hombres miraron con expresión taciturna un eucalipto que goteaba sistemáticamente por la acción de la sutil bruma gris que flotaba del otro lado de la ventana. La continua alteración del ciclo climático del mundo determinaba que estas nieblas otoñales se intensificaran todos los años. Los científicos entendían el proceso pero no podían controlarlo.

Lubkin golpeó con la pluma la superficie pulida del escritorio, y el repiqueteo rítmico reverberó en la habitación silenciosa. Nigel estudió a su interlocutor y trató de imaginarse cómo abordaba Lubkin la política de esa situación. Probablemente la veía como un problema de contención, de esferas de acción independientes. Lubkin haría todo lo posible por mantenerle a raya, callado, buscando al Snark por todo el sistema solar. Mientras tanto, Lubkin representaría en la ONU el papel del funcionario adusto, competente, práctico. Los diplomáticos ofuscados debían de pensar que un hombre como Lubkin, con respuestas contundentes, seguras, era una buena baza, un candidato adecuado para optar a puestos mejores.

Nigel hizo una mueca y se preguntó si se estaba volviendo cínico. Era difícil saberlo.

—Sigo opinando que tenemos la obligación de informar a la raza humana. El Snark no es simplemente otro elemento estratégico.

—Bien, lamento que piense así, Nigel.

No hubo respuesta. Fuera, las gotas caían silenciosamente en un mundo húmedo y gris, salpicando el cristal de la ventana.

—Pero usted reconoce que en este caso es necesario mantener el secreto, ¿verdad? Quiero decir, a pesar de sus sentimientos personales, ¿respetará las normas de seguridad? Yo querría...

—Sí, sí, las respetaré —asintió Nigel hoscamente.

—Bien, muy bien. Me temo que si no se hubiera comprometido a ello habría tenido que excluirle del grupo. El Presidente fue muy categórico. Por supuesto, no se trata de una cuestión personal...

—Comprendo. Sólo les preocupa el Snark.

—Oh, sí. Respecto a eso. Hubo un poco de resistencia a bautizarlo con ese nombre extraño, mítico. Podría despertar curiosidad si alguien lo oyera, ¿entiende? La oficina del canciller de la ONU sugirió que lo identifiquemos con un número, J-27. Verá, como hemos descubierto veintiséis lunas de Júpiter, ésta es la siguiente...

—Hummm. —Nigel se encogió de hombros.

—... pero, desde luego, lo que más le interesa al canciller es saber dónde prevemos que aparecerá a continuación.

Nigel comprendió que no podía seguir esperando. La carta que tenía en la mano ya no podía convertirse en una baza, de modo que lo mejor que podía hacer era arrojarla sobre la mesa.

Other books

Hunter by Adrianne Lemke
Saturnalia by Lindsey Davis
Love Me Forever by Johanna Lindsey
The Sex Surrogate by Gadziala, Jessica
Pound for Pound by F. X. Toole
Gold Dragon Codex by R.D. Henham
Aftersight by Brian Mercer
Rosemary and Crime by Oust, Gail