En el océano de la noche (15 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Nigel lanzó una risita.

—El arte —dijo, sorbiendo su vino—, ha sido definido como la forma de trabajar expeditivamente dentro de un marco de limitaciones.

—Entonces somos artistas —comentó Ichino.

—Pero no por nuestra voluntad.

—Es cierto. —Ichino sonrió.

—¿Ya ha detectado el... eh... artefacto?

—¿Detectarlo? —Una arruga frunció la frente de Ichino, de color nogal—. ¿Cómo?

—Con el radar. Utilice conjuntamente el Arecibo y el gran sistema de Goldstone.

—¿Dará resultado?

—Sospecho que sí.

—Pero todos saben que no podemos seguir con el radar las sondas del espacio profundo.

—Porque son demasiado pequeñas. Admito que nunca hemos visto el... artefacto, de modo que no conocemos sus dimensiones. Pero utilicé la luminosidad aparente de su llama de fusión para calcular la masa que empujaba ese reactor.

—¿Es grande?

—Muy grande. No puede medir menos de uno o dos kilómetros por cada lado.

—¿Dos kilómetros? Con el Arecibo sería fácil...

—Precisamente.

—¿Se lo ha dicho al doctor Lubkin?

—No. Pensé que alguien ya debería haberlo estudiado.

De la expresión de Ichino, Nigel dedujo claramente que seguía en vigor el estilo habitual de Lubkin: éste hacía lo que le ordenaban. Al diablo con las innovaciones y adelante a toda máquina.

Pasó una bandeja cargada de comestibles. Nigel cogió un poco de pasta violeta de algas y la untó sobre un bizcocho. Se sintió súbitamente hambriento y manoteó un puñado de tabletas de trigo. Pidió al camarero que le sirviera más vino tinto chileno.

Ichino había llegado a la mitad de una prolija relación de lo que sucedía con la búsqueda del Snark —endemoniadamente poco, según parecía— cuando llegó el vino tinto. Nigel dejó que le escanciaran una ración generosa e hizo un ademán expansivo.

—¿Qué le parece si nos movemos un poco?

Ichino lo siguió en silencio, haciendo tintinear el hielo en su bebida aguada. Nigel se internó por un pasillo y empujó una puerta entreabierta. La sala de recreo de la familia. Paseó la mirada sobre los habituales muebles de red, la consola y los simulosensores.

—Pantalla grande, ¿eh? —Se encaminó hacia la tridimensional perlada. La encendió.

Un hombre vestido con un uniforme anaranjado y negro, y armado con una espada larga y ensangrentada, despanzurraba a una joven...

El ser equipado con aletas dorsales plateadas hizo un ademán explícito, sonriendo, con los ojos fijos. ¿Macho? ¿Hembra? ¿Ambiguo? Murmuró complacido, contoneándose...

—Un poco fuerte, ¿no le parece?

—Quizá no deberíamos espiar las selecciones de su canal privado... —comentó Ichino.

—Es cierto —respondió Nigel. Sintonizó uno de los circuitos públicos—. Hacía mucho que no veía una pantalla de estas dimensiones.

Una imagen multicolor tomó forma. Los dos hombres la contemplaron durante un momento.

—Ah, es un criminal en hibernación; ¿ve? —dijo Nigel—. Y se ha propuesto destruir el complejo subacuático, de modo que esa mujer, la del vestido rojo... —Se interrumpió—. Espantoso, ¿verdad? —Sintonizó otro canal.

Los cuerpos aceitados ondulaban en largas hileras. Formaron los círculos anulares sagrados bajo el fulgor de los focos situados fuera del campo visual de la cámara. Estos focos no eclipsaban la hoguera de leña que ardía vorazmente en el centro, proyectando surtidores de chispas hacia arriba. Los pies redoblaban sobre la tierra gastada. Un gong marcaba el compás. Girar. Darse la vuelta. Redoblar. Cantar.

—Aún peor que antes —comentó Ichino plácidamente. Estiró la mano hacia el control.

Nigel lo detuvo.

—No —dijo.

Cantos, rotaciones vertiginosas, cuerpos brillantes, bañados en sudor. El coro deshilvanado cobró fuerza.

Correr vivir saltar bullir

Desbordar amar volar morir

Sólo una vez y al unísono

Alegre cantar eterno amar.

Los círculos anulares describían su órbita alrededor del fuego central. Girar. Darse la vuelta. Redoblar. Cantar.

—En general —comentó Nigel, arrastrando las palabras—, creo que preferiría el opio como religión de las masas.

—Pero en eso se equivoca, señor —dijo una voz desde la puerta.

Un nombre rechoncho estaba allí en compañía de Alexandría. Sus ojos centelleaban entre los pliegues de carne y lanzó una risa profunda.

—Necesitamos pan y circo. No podemos suministrar infinito pan. De modo que... —Hizo un ademán expansivo con las manos abiertas—. Infinitos circos.

Presentaciones: era Jacques Fresnel, francés, y estaba realizando dos años de estudio en Estados Unidos. (“O en lo que queda de ellos”, corrigió Nigel. Fresnel asintió con expresión incierta.) Su especialidad eran los Nuevos Hijos, con todas sus ramas y afluentes. De modo que Alexandría había entablado conversación con él y, al intuir la posibilidad de una controversia interesante, le había guiado hasta Nigel. (Y Nigel experimentó un arrebato de alegría ante este síntoma de renovada vivacidad, a pesar de que el de los Nuevos Hijos no era su tema favorito. Ella se codeaba con la gente y volvía a disfrutar de las cosas, y en esa fiesta demostraba ser más sociable que él.)

—Usted verá, señor, son el cemento social —continuó Fresnel. Sostenía el vaso entre dos manos enormes, como si se dispusiera a triturarlo, y miraba fijamente a Nigel—. Son necesarios.

—Para cohesionar las bases —dijo Nigel con parsimonia.

—Correcto, correcto. Esta misma semana se han fusionado con varios cultos protestantes.

—Ésos no eran cultos. Eran estructuras administrativas sin feligreses que les permitieran sobrevivir.

—Desde el punto de vista social, la unificación es lo más importante. Una nueva ligazón. Una reestructuración de las relaciones grupales.

—Nigel —intervino Alexandría—, él opina que son un signo promisorio.

—¿De que?

—De la muerte de nuestra cultura Sensorial Tardía —respondió Fresnel con tono grave.

—¿Y qué la sustituirá..., el fanatismo?

—No, no —Fresnel desechó la idea—. Nuestro arte Sensorial menguante ya está siendo barrido. Basta de vacuidades y excesos. Optaremos por lo Armonioso-Ascendente-Ascético.

—¿Basta de nazis despanzurrando rubias para estimular emociones en la tridimensional?

Alexandría frunció el ceño y miró la pantalla perlada de Lubkin, que ahora estaba en blanco.

—Claro que no. Tendremos temas míticos, arte intuitivo, obras de una intención latente sublime. No necesito subrayar que éstos son sentimientos que por desgracia nos faltan a todos, tanto en Europa como aquí y en Asia.

—¿Qué vendrá a continuación, después del Sensorial? —preguntó Alexandría.

—Bien, éstas son ideas modificadas, tomadas del bosquejo estrictamente esquemático de Sorokin. Por supuesto, podríamos pasar al Heroico-Prometeico —hizo una pausa, sonriéndoles—, ¿pero quién espera eso? Nadie se siente prometeico en estos tiempos, ni siquiera en su país.

—Estamos edificando la segunda ciudad cilíndrica —dijo Ichino—. Ciertamente la construcción de otro mundo...

—Una fluctuación —exclamó Fresnel jovialmente. Se golpeó el chaleco con un dedo—. Yo siempre soy partidario de estas aventuras. ¿Pero cuántos pueden ir a las... las cilcits?

—Si las levantamos lo suficientemente deprisa con materias primas de la Luna... —empezó a decir Alexandría.

—No basta, no basta —afirmó Fresnel—. Siempre existirán esas innovaciones, y son positivas, pero la orientación general está clara. Las últimas décadas, con todos sus horrores..., ¿qué hemos aprendido? Siempre habrá disidentes, cismáticos, aberrantes, aplazados, desertores, clandestinos, incluso herejes, y por supuesto, conformistas renuentes o nominales.

—Son la mayoría —arguyó Ichino.

—¡Sí! ¡La mayoría! De modo que para hacer
algo
útil con ellos, para canalizar y encauzar esa estupenda energía, nosotros, nosotros debemos colocar todo esto..., ¿cómo se dice?... bajo un mismo techo.

Fresnel unió las puntas de los dedos para formar una pirámide, y las piedras de sus sortijas parecieron gárgolas.

—Los Nuevos Hijos —manifestó Nigel.

—Una auténtica innovación cultural —respondió Fresnel—. Muy norteamericana. Como sus mormones, aportan todos los elementos que les faltan a las religiones tradicionales.

—Revuélvase, condiméntese a gusto y sírvase —comentó Nigel.

—No les das una verdadera oportunidad, Nigel —protestó Alexandría con tono repentinamente serio.

—Y que lo digas. ¿Alguien quiere beber? —Cogió el vaso de Alexandría y se encaminó hacia el bar.

La alfombra parecía confeccionada con un material esponjoso que lo levantaba ligeramente en el aire después de cada paso. Navegó entre grupos de personas que trabajaban en el JPL, distribuyendo de vez en cuando sonrisas automáticas y eludiendo el contacto con los demás. En el bar recogió un cesto de pepitas de calabaza, tostadas, saladas y crujientes. El tinto chileno había desaparecido, de modo que lo sustituyó por un Burdeos anónimo. Ichino se materializó a su lado.

—Si no me equivoco, usted sigue figurando en las listas de astronautas en activo, ¿verdad, señor Walmsley?

—Hasta ahora sí. —Vació el Burdeos y le tendió el vaso al camarero para que volviera a llenarlo.

—¿Debe cuidar el peso?

—Tiene un buen ojo. Muy bueno. —Nigel se clavó un dedo en el abdomen—. He engordado un poco.

—El alcohol tiene muchas...

—Correcto. Si se exceptúa el cemento, que según presumo nadie come a puñados, no hay nada peor que las bebidas fuertes (me encanta esta frase) para ganar kilos. Pero el vino, y cuanto más seco mejor, no es una bebida fuerte. Hay pocas más calorías en un vaso que en algunos gramos de nueces sintéticas. Si es que aún se pueden conseguir nueces sintéticas, claro está.

Se interrumpió, consciente de que quizás hablaba demasiado. Ichino aceptó solemnemente el consejo de Nigel y le pidió al camarero una cerveza. Nigel miró con expresión enigmática cómo subía la espuma helada.

—¿Volvemos al sociómetra? —preguntó, y ambos retornaron a la sala de recreo.

Se había formado un pequeño corrillo alrededor de Fresnel. La mayoría de los allí reunidos tenía el cabello renegrido, a la moda, y recortado exactamente a la altura de los hombros. Debatían lo Humanístico-Secular. El primer punto en discusión era el hecho de que el Papa usara guantes electrónicamente sensibilizados, y si esto implicaba que se aliaría a los Nuevos Hijos. Los medios sostenían que los dos bandos estaban negociando, y un acoplamiento cibernético-humano había pronosticado, fundándose sobre parámetros sociométricos reconocibles, que los católicos serían absorbidos en un plazo de tres años.

Nigel le hizo una seña a Alexandría y se alejaron insensiblemente. En ese momento apareció Shirley, que llegaba tarde. Besó a Alexandría y le pidió a Nigel que le trajera una bebida. Cuando Nigel volvió, Alexandría conversaba con unos soviéticos, y Shirley lo llevó aparte.

—¿Vendrás con nosotras?

—¿Adonde?

—A ver a la Inmanencia. Nos gustaría que nos acompañaras.

Él estudió sus ojos, profundamente implantados sobre los pómulos altos, para asegurarse de que hablaba en serio.

—Alexandría mencionó el plan.

—Lo sé. Me dijo que no progresa. Tú te limitas a cerrarte como una ostra.

—No veo qué podemos ganar realmente discutiendo tonterías.

—Aparentemente no te gusta hablar con nosotras de nada —espetó Shirley con repentina vehemencia.

—¿Qué significa eso? —preguntó Nigel, erizándose.

—Ohhh. —Shirley le pegó un puñetazo a la pared con énfasis dramático. Hizo girar los ojos en las órbitas y Nigel no pudo contener una sonrisa. “Debería haber sido actriz”, pensó él—. Nigel, maldito seas, no te
flexas
ante esta contingencia.

—Disculpa, no entiendo el argot.

—Ohhh. —Volvió a hacer girar los ojos—. Tú y tus fetiches semánticos. Muy bien, te lo diré con una sola palabra. Alexandría y yo ya no sabemos dónde estás.

—Mierda, estoy casi todo el día con ella.

—Sí, pero... ¡Dios mío!... quiero decir emocionalmente. Sigues ocupándote de este asunto, el que sea, en el JPL. Lees tus condenados libros de astronomía. Ahora Alexandría te necesita más...

—Y me tiene —respondió Nigel con tono un poco cortante.

—Vives encerrado en ti mismo, Nigel. Quiero decir que algo se filtra, pero... —Shirley frunció el entrecejo, con expresión centrada—. Nunca lo he pensado antes, pero creo que tal vez es por esto por lo que encajas en una tríada. Eso no sucede con la mayoría de los hombres, pero tú...

—Yo imaginaba que una tríada exige más comunicación, no menos.

—Supongo que sí, de cierto tipo. Pero Alexandría es el centro. Nuestra órbita gira alrededor de ella. No es una auténtica relación trilateral.

Se recostó contra la pared acolchada del pasillo, con los hombros encorvados hacia delante, estudiando la alfombra. Su pecho izquierdo, desnudo, pendía como una lágrima en la tenue penumbra, y su vértice parecía una mancha marrón. De pronto, Nigel la vio más inerme, más vulnerable de lo que le había parecido últimamente. Su vestido estaba recogido a la altura de las caderas y los pechos y le confería un aire de desnudez, como si la tela la protegiera sin ocultar. El óvalo del pecho izquierdo colgaba como un ojo dentro de un estrato profundo de su ser.

Nigel suspiró. Se dio cuenta de que el aliento brotaba de él como un espeso vaho alcohólico, un litro de una sustancia tan concreta que casi esperó ver cómo la nube flotaba en el corredor, con independencia del aire habitual.

—Supongo que tienes razón —dijo Nigel—. Si quieres, iré a ver a ese tipo. Pero tendrá que ser antes de nuestra partida... para la que falta una semana.

Shirley asintió en silencio. Lo besó con extraña circunspección.

Tres personas salieron de una habitación contigua, conversando, y la emoción que les unía se disipó.

Ichino se fue temprano. Demasiado temprano, pensó Nigel confusamente, porque ese hombre le había caído simpático a primera vista. Además, era una fiesta estupenda, estupenda de verdad. Las anteriores tertulias de Lubkin habían sido las más aburridas entre otras muchas igualmente infaustas que pululaban alrededor de las moribundas delicias de la Navidad. “Salve el espíritu de la Navidad”, pensó, mientras hacía otra visita al bar. Se había agotado el Burdeos pero había un pasable clarete de California que lo reconfortó. Lubkin no escatimaba el vino, lo cual era un mérito. Nada de tintos baratos de California ni de mezclas misteriosas. Nigel era vagamente consciente de que había cogido una mona formidable. Mejor aún, cogida a expensas de Lubkin. Sentía deseos de buscarlo y agradecérselo elocuentemente, mientras trasegaba una generosa ración delante de sus propias narices.

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