—¿Piensas realmente que la NASA aprobará que hayas corrido ese riesgo? —preguntó Shirley.
—¿Hummm? ¿Lo dices porque volé en un planeador sin compañía? —Nigel se encogió de hombros—. Ahora no les queda otra alternativa que resignarse.
—¿No estás obligado a consultarles antes de hacer algo peligroso?
—Me cago en ellos y hago cuenta de que están muertos. —Nigel suspiró ruidosamente y contempló los fugaces manchones de color que cruzaban, titilando como piedras preciosas, por la cara interior de sus párpados.
—¿No te preocupa lo que pensarán?
—Ni remotamente.
—¿Entonces no te negarás a firmar el aval de un Plebiscito Popular?
Nigel abrió perezosamente los ojos. El holograma abstracto mostraba su imagen bullente dos metros por encima del foso, como un rubí rezumando aceite.
—¿Qué piden?
—Que se prohíba la venta de alimentos ALG.
—¿ALG? —Nigel frunció el ceño. El firmante de un Plebiscito Popular garantizaba que contribuiría a sufragar el costo de la votación nacional respecto a una determinada propuesta, si los ciudadanos la rechazaban.
—Los Azúcares Levógiros. Tú lo sabes. Sólo digerimos los azúcares que contienen una molécula espiral dextrógira.
—Así son los azúcares naturales: dextrógiros.
—Sí. Pero ahora fabrican otros que son levógiros y los agregan a los alimentos, para que el organismo no los convierta en grasa. Es una especie de sustancia dietética.
—¿Y qué?
—Bien, este procedimiento es un agravio para otros países. Cuando hay gente que muere de hambre en casi todas partes, quiero decir. ¿Firmarás, Nigel?
Reclinó la cabeza hacia atrás y estudió la bóveda de hormigón con costura que los cubría. Alguien le había pedido alguna vez que firmara una Convocatoria a Plebiscito contra ese Arco, a pesar de que en ese preciso momento era obvio que el primero, Arcosanti, ya tenía un éxito fabuloso. Seguía creciendo más deprisa que Phoenix, que se levantaba sesenta kilómetros al Sur de su emplazamiento, y, sin embargo, no derrochaba espacio ni energía en sistemas de transporte. Todos quienes vivían en su interior estaban a quince minutos de marcha del trabajo, de los juegos, de las diversiones, de las tiendas. Disfrutaba de la complejidad urbana sin la Losangelización, la ruptura con la naturaleza. Pero alguien se había opuesto a su construcción, por razones ya olvidadas.
Suspiró.
—Creo que no.
El «Oh» de ella fue muy prudente.
Nigel volvió a abrir los ojos y la observó. Llevaba puesto el más sencillo de los vestidos negros. Largos paños transparentes pendían de un profundo escote. Estaban artísticamente distribuidos para dejar entrever la piel morena. Su nariz tenía un brillo bien fregado, pero sus facciones estaban veladas por una tensión extraña, constreñida.
—Shirley, cariño, sabes que no soy un revolucionario.
—¿Ésta es también tu actitud respecto a lo que se proponen hacer los brasileños? —preguntó tajantemente—. Tienen planes fantásticos para conseguir que la línea aérea vuelva a dar dividendos.
—¿Cómo? —inquirió Nigel con cautela.
—En los períodos punta, cuando a los ordenadores no les queden suficientes memorias electrónicas de estado sólido para ejecutar su trabajo, recurrirán a memorias neurales humanas.
Nigel parpadeó, atónito.
—Alexandría no me lo contó.
—Probablemente no quiere importunarte mientras estás atareado planeando el viaje.
—Probablemente... Pero escucha, ¿por qué no empalman animales, para complementar la memoria de los ordenadores?
—Carecen de..., ¿cómo lo llaman?... bien, sea como fuere, los detalles se les escapan con demasiada facilidad.
—Te refieres a la capacidad holográfica de almacenar datos. —Nigel hizo una pausa—. He oído hablar de los experimentos pero... Si pensamos en lo que cuesta fabricar ordenadores en estos tiempos, y dado el drenaje de energía, supongo que es una medida económica acertada...
—¿Eso es lo que se te ocurre decir? ¿Una medida económica? Conectar a los pobres con máquinas, hacerles arrendar sus lóbulos frontales.
—Admito que no es atractivo. Una vida de zombis, supongo.
—Está por debajo de la dignidad humana.
—¿Morirse de hambre es una prueba de dignidad?
Shirley se inclinó hacia delante y exclamó con vehemencia:
—¿Aceptas realmente esas ingenuas...? Sí, las aceptas, ¿verdad? Eres codicioso, Nigel. No sabes nada acerca de los problemas sociales y quieres vivir tranquilo.
—¿Codicioso?
—¡Por supuesto! Mira esta habitación. Está atestada con todos los pasatiempos de los ricos...
—Tú no te has negado a entrar.
—Está bien. A mí también me gusta disfrutar de un descanso, pero...
—¿Por qué no estás en Brasil? Eso es lo que harán esos tipos, ¿verdad? Usarán mano de obra barata de Brasil para engordar, si me disculpas el término, los ordenadores norteamericanos. ¿Por qué no vas allí y trabajas con los pobres en su ambiente, en una aldea roñosa?
—Éste es mi país —respondió Shirley secamente—. La gente que amo está aquí.
—Eso es. Y tú tienes unos muslos formidables, Shirley, pero no son capaces de abarcar todas las desgracias que pululan en el mundo...
—Tus ironías no...
—Escucha. —Nigel ladeó la cabeza—. Alexandría volverá de su caminata. No quiero una reyerta por esto, Shirley. Nada de jaleo antes de nuestra partida. ¿Me entiendes?
Ella asintió, con la boca ligeramente torcida como si la estuvieran presionando.
Nigel se dio cuenta de que cuando Alexandría volviera captaría la atmósfera que reinaba en la habitación, de modo que se recostó hacia atrás, bostezó ostensiblemente y empezó a canturrear con fuerte acento galés:
11He perdido el corazón en un jardín inglés
,donde crecen las rosas de Inglaterra...
Él y Alexandría partieron tres días más tarde. Habían hecho las reservas con mucha anticipación para conseguir un vuelo sobre los polos. Volvieron a entrar en la atmósfera como una rutilante línea rosa grabada en el cielo del Atlántico Norte.
La situación en Inglaterra era un poco mejor que hacía varios años, cuando habían hecho su última visita. Sólo había unos pocos mendigos tambaleantes en la salida de equipajes, y parecían tener autorizaciones legales. La mayor parte de la terminal estaba iluminada, aunque no había calefacción. El helicóptero que los llevaría a las comarcas del Sur despegó estrepitosamente en medio del viento helado. El humo de carbón ocultaba la inmensidad de Londres.
Llegaron sin contratiempos a su lugar de destino: una posada inglesa bien conservada, de casi trescientos cincuenta años de antigüedad, correctamente atendida y celosamente custodiada. Pasaron la Navidad allí, protegidos del furioso vendaval. Al día siguiente contrataron un guardia y una limusina y visitaron los monumentos megalíticos de Stonehenge.
Ésa fue una experiencia extrañamente conmovedora para Nigel. Desde el punto de vista espiritual ya casi había dejado de ser inglés, ahora que el estado de la asistencia social se había convertido en el estado del adiós. Sin embargo, esas sólidas columnas empinadas le recordaron otra Inglaterra. La piedra clave estaba tan maravillosamente alineada, el ordenador celestial era tan preciso, que se sintió emparentado con los hombres que lo habían construido. Habían levantado esos dedos grises de medición, apuntando al reloj del cielo, para entenderlo. Hacía mucho tiempo que los Nuevos Hijos explotaban la faceta panteísta de los druidas, que según la leyenda popular habían construido esos monumentos de piedra, pero jamás mencionaban el resto... o sea, que aquellos hombres no habían aceptado irracionalmente ideas ajenas.
Nigel miró la carretera donde un grupo de chimpancés mutantes reparaban los estragos de la inundación. Mecían sus palas especiales y arrojaban el lodo a treinta metros de distancia con un solo movimiento. Alexandría estaba junto a él, mordiéndose distraídamente una uña: el vestigio evolutivo de las guerras animales. Nigel se estremeció y la llevó de regreso a la posada.
París fue deprimente. Hacía dos días que se estaban congelando en hotel cuando se produjo una caída de la presión del agua en la ciudad para el resto de la semana.
Las cúpulas de placer de los saudíes estaban colmadas. Los escultores de nubes revoloteaban sobre el desierto, y tallaban eróticos gigantes blancos que se retorcían portentosamente en orgasmos colosales.
En Sudáfrica, la exhibición fue más modesta. Los ancianos abotargados, los arrugados barones de las finanzas, aparecían por la noche y disfrutaban de un meteoro paisaje mientras cenaban. Como ellos, Nigel y Alexandría contemplaron un arco iris tremolante que enmarcaba cúmulos purpúreos, nubes que se desplazaban con la majestuosidad de monarcas Victorianos.
En Brasil, en un restaurante, Alexandría señaló con el dedo:
—Mira. Ése es uno de los hombres con quienes estamos negociando el futuro de la línea aérea.
—¿Cuál de ellos?
—El gordo. El de las gafas basculantes. Y camisa flameante. Y americana con ribete. Caqui...
—Sí, lo veo.
Alexandría miró nuevamente a Nigel.
—¿Por qué sonríes?
—Nunca hubiera imaginado que tenías tan buen ojo para las ropas. Realmente, jamás me fijo en esos detalles. —Estiró la mano para coger la de ella—. Te he recuperado.
Debieron abstenerse de visitar gran parte del planeta. En las extensas comarcas desprovistas de recursos o de industrias, el hombre blanco era, automáticamente, un enemigo, el culpable de que los niños murieran de hambre, un ladrón. La política de los treinta últimos años había generado esa reacción. En Sri Lanka se alejaron un centenar de metros del hotel para ir a comer. Estaban por la mitad del curry cuando los murmullos del restaurante y una creciente tensión los impulsaron a salir a la calle pestilente. Un taxi que pasaba por allí les llevó de regreso al hotel, y de allí al aeropuerto. Siguieron viaje a Australia.
Se estaban cocinando sobre las arenas de Polinesia cuando sonó la chicharra de su intercomunicador portátil. Era Lubkin. Ichino le había transmitido la idea de la búsqueda mediante el radar. Habían captado un objeto. Medía más de dos kilómetros y giraba. Si no aceleraba llegaría a Venus dentro de once días. Lubkin le preguntó si podría volver a tiempo para asumir el mando del equipo de la Sala de Control. Nigel le contestó que lo pensaría.
En las afueras de Kyoto, mientras caminaban por un sendero de la campiña, Alexandría vomitó súbitamente en una zanja. Una biopsia de dos días indicó que su estado no había experimentado cambios en los últimos tres meses. Sus sistemas orgánicos parecían estables.
El detector de bolsillo de Alexandría no había emitido ningún sonido. Nigel controló el dispositivo implantado en su cráneo: Funcionaba. Lanzó un “bip” cuando él ejecutó la maniobra necesaria. Sencillamente no había estado tan enferma como para activarlo.
Al día siguiente Alexandría se sintió mejor. Un día más tarde, ya comió bien. Salieron a pasear. Después, mientras ella dormía, Nigel telefoneó a los restantes puntos de su itinerario y canceló las reservas. Se comunicó con Hufman por el sistema de fluxión y el rostro del médico apareció en la pantalla como una máscara ondulante. Hufman dictaminó que Alexandría necesitaba descansar cerca de su casa.
Se embarcaron en el siguiente reactor para California, describiendo un arco sobre las pálidas aguas del Pacífico.
La Sala de Control: una media luna de consolas, todas ellas salpicadas de tableros de entrada que producían la impresión de un pastel escarchado y erizado de puntas. Frente a cada consola se hallaba sentado un hombre, sobre un sillón giratorio, observando cómo las pantallas verde-amarillas titilaban con una secuencia de datos. La Sala estaba herméticamente cerrada. Sólo asistían las personas directamente ligadas al proyecto J-27.
—Contacto en el Arecibo —anunció Nigel.
Del corrillo que se apiñaba alrededor de su sillón se elevó un murmullo de exclamaciones. Nigel escuchó lo que le transmitían sus auriculares.
—Comunican que el efecto Doppler confirma una órbita de sobrevuelo.
—¿Lo verificó con el Arecibo? —preguntó Evers, al lado de Nigel.
Nigel hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Nuestro satélite, el Monitor de Venus, no consigue localizarlo en su radar. Sólo contamos con esto. —Pulsó las instrucciones de programación en su teclado.
—Una lectura espectrográfica —explicó Lubkin. Sobre la pantalla se estaba dibujando, línea por línea, una telefoto. En el borde superior de la pantalla apareció un pequeño punto de luz, apenas mayor que unas pocas motas brillantes posadas sobre el tubo.
—La intensidad del espectro muestra que es un objeto caliente. Debe de tener una tobera de fusión infernal. —Nigel levantó la vista hacia los hombres de la NASA, del Departamento de Defensa y de la ONU. Era obvio que la mayoría de ellos no entendía qué significa este diagrama de longitudes de onda. Fruncían el ceño en medio del resplandor fluorescente de la Sala de Control, y parecían intrusos con sus elegantes trajes verdes.
—Si sigue realmente una trayectoria de sobrevuelo, es casi seguro que a continuación vendrá aquí —les dijo Evers a los demás.
—Posiblemente —asintió Nigel.
—Quizás intente aterrizar, trayendo consigo enfermedades desconocidas —prosiguió Evers, parsimoniosamente—. Los militares tendrán que estar preparados para evitar esa contingencia.
—¿Cómo? —preguntó Nigel, sin hacer caso del dedo levantado con el que Lubkin le indicada claramente que se callara.
—Bueno, eh, quizá con un disparo de advertencia. —Las facciones de Evers se crisparon ligeramente—. Sí —agregó, con tono más brusco, mirando a Nigel—. Me temo que esto tendremos que resolverlo por nuestros medios.
El grupo prorrumpió en un murmullo de conversaciones.
Lubkin le tocó el brazo a Evers.
—Creo que deberíamos tratar de enviarle otra señal. Evers hizo un ademán de asentimiento.
—Sí, claro. La Comej redactará el mensaje. Disponemos de algunas horas para discutirlo, ¿verdad? —Se volvió hacia Nigel.
—Tres o cuatro horas, por lo menos —respondió Nigel—. La gente necesita un descanso. Hace más de diez horas que trabajamos sin parar.
—Excelente. Caballeros —dijo, con voz estentórea—, esta sala no es segura para discusiones ulteriores. Sugiero que nos encerremos arriba.