En el océano de la noche (20 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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—No puedo decirlo.

Hufman le taladró con la mirada.

—Más exactamente, no quiere decirlo. Usted y la otra mujer tienen un...

—¿Qué otra mujer?

—La que usted me presentó. Alexandría preguntó por ella. Yo no tenía las ideas muy claras. La dejé entrar y...

—¿Nigel? —Los párpados de Alexandría aletearon y movió débilmente la mano derecha para hacer una seña.

Nigel se acercó a ella.

—Él. Ve. Valiéndose de mí. Nigel. Él quiere. Que tú. Lo sepas.

Nigel miró a Hufman, impotente.

—No. No temas. Quiere ver. Sentir. Caminar. En este mundo.

—¿A quién te refieres, Alexandría? —La voz de Nigel se quebró cuando pronunció su nombre.

—Él es la Inmanencia —dijo Alexandría, como si le hablara a un niño—. Sé. Lo que. Él ha hecho. No es necesario. Que tú y el doctor. Susurréis. Lo sé.

—Él... eso... te revivió.

—Lo sé. De entre los muertos. Para ver.

—¿Por qué?

Ella lo miró con serenidad. Un regocijo interior le arrugó las comisuras de los ojos.

—En el sentido. En que tú lo dices. Querido. No. Lo sé. Pero no. Lo cuestiono. Ni cuestiono. El acomodamiento. A este trance.

Su rostro exangüe parecía al mismo tiempo extraño y familiar, con cada poro nítidamente delineado bajo la luz antiséptica.

Intervino la voz de Hufman:

—Hasta donde puedo determinarlo, lo que la mantiene viva es el estímulo del detector. De alguna manera anula el colapso sináptico. Quizás el detector suministra funciones de control para el corazón y los pulmones en sustitución de los tejidos lesionados. Sin embargo, no creo que pueda durar mucho.

Alexandría lo miró fijamente. Sonreía con sus labios pálidos y finos.

—Él está aquí. Conmigo. Doctor. Es lo único. Que importa.

Nigel le cogió la mano, colocándose en cuclillas junto al pesado sillón de ruedas, y la escudriñó con el ceño fruncido. En el rostro de él se reflejaban emociones contradictorias.

Alguien golpeó la puerta de metal gris.

Hufman miró dubitativamente a Nigel. Éste se hallaba abstraído en sus propios pensamientos. Hufman vaciló y después abrió.

Shirley estaba firmemente plantada en el hueco de la puerta. Detrás de ella había media docena de Nuevos Hijos ataviados con túnicas de algodón y chaquetas. Un hombre vestido con un traje formal se abrió paso para colocarse al frente del grupo.

—Hemos venido a buscarla, doctor —anunció Shirley. Su voz tenía un tono duro, crepitante—. Conocemos muy bien sus deseos. Me dijo que quiere salir de aquí. Y nos acompaña un abogado que resolverá los asuntos formales con el hospital.

15

Imaginad delgadas planchas de metal, verticales, separadas por pocos milímetros. Bajo la luz refulgente se convierten en líneas de blancura metálica. Un proyectil giratorio, del color del humo, que se desplaza en cámara lenta, choca con la primera. El metal delgado se abolla. La lámina es proyectada contra la que la sigue, silenciosamente, a medida que se desarrolla la película. A pesar de que se mueve con gran lentitud no podéis hacer nada. La segunda plancha se dobla. En el punto de impacto el proyectil revienta, se licua. Pero sigue adelante. La tercera línea plateada se comprime contra la cuarta, las líneas forman una familia de parábolas, de ondas de choque cuyo foco está en la punta del proyectil próximo a caer, a derretirse. Y no podéis evitarlo. Cada plancha se adosa a la siguiente. Cada acto...

Nigel veía este sueño, lo vivía cada noche, y, sin embargo, no podía impedirlo. Los hechos se comprimían. Cada circunstancia de esos días repercutía sobre la siguiente, arrastrándolo en un torrente de instantes.

En el hospital
. Hufman protestando entre dientes. El abogado afable, con voz resonante de certidumbre. Nigel no tenía derechos legales sobre Alexandría. No era su marido. Y Alexandría decía que quería marcharse. La ley, finas láminas comprimidas, era clara. Ella deseaba vivir —o morir— entre los Nuevos Hijos. Éstos entendían. Éstos querían que Alexandría caminara con Él.

La silla de ruedas
. Guiñando sus flamantes luces métricas, ronroneando, ignorado. Los Nuevos Hijos ataviados con túnicas haciéndola rodar desde la ambulancia hasta la iglesia bautista. El viejo, la Inmanencia. Facciones de plata azogada, iluminadas por las lámparas de arco que circundaban la iglesia. Juntó las manos y saludó a Shirley con una inclinación de cabeza. Alexandría estaba entre ellos, en el centro de una multitud cada vez más numerosa. Shirley le habló reverentemente a la Inmanencia encorvada, retorcida. Nigel creyó captar una mirada de esos ojos amarillentos entre las sombras móviles. Una mirada calculadora. El viejo hizo un ademán. Se produjo una ligera fluctuación en la muchedumbre. La marea de cuerpos que se abrió delante del sillón de ruedas de Alexandría volvió a cerrarse chapoteando a sus espaldas. Aislándola. Shirley al costado, en el centro la Inmanencia, con una expresión jubilosa en el rostro fláccido. Hacia la iglesia. Una cháchara excitada, un murmullo. Y la multitud líquida remolineó entre Nigel y los otros. Le cortó el paso. Dificultó su marcha. “Shirley”, vociferó. “¡Alexandría!” Shirley había subido los escalones que conducían a la iglesia. Se volvió, mirando por encima del mar ondulante de rostros. Gritó algo, algo acerca del amor, y desapareció. Entre las sombras. Detrás del sillón de ruedas titilante.

En la tridimensional.
Era la misma: serena, compacta, irradiando seguridad interior. El interés que crecía alrededor de ella como una bola de nieve no había afectado ese núcleo. Los ojos estaban reconcentrados, alejados de las preguntas que le formulaban los entrevistadores. Escudriñando, estudiando. Nigel la contemplaba en su apartamento oscuro, iluminado únicamente por el resplandor de la tridimensional. Vio a Shirley entre el público lejano. Tenía una expresión fascinada, al igual que quienes la rodeaban. Tres Inmanencias individuales de los Nuevos Hijos escoltaron a Alexandría por la rampa ceremonial. Eran todos hombres altos y majestuosos, de mejillas hundidas, con las palmas vueltas hacia fuera en un ademán ritual. Ascéticos. Delgados. La trataban con muchos miramientos: era su primer milagro confirmado. El programa se interrumpió para pasar la imagen de Hufman, colérico, con la cara crispada. Admitió, respondiendo a las preguntas directas, que Alexandría había muerto. Habían extendido su certificado de defunción. La habían abandonado. Y después se levantó.

—¿Ella pudo explicarlo? —preguntó el entrevistador.

Las facciones de Hufman desaparecieron de la pantalla y fueron sustituidas por las de Alexandría.

Ella sonrió, meneó la cabeza en un ademán negativo. Y algo fluctuó en el fondo de sus ojos.

En la iglesia no quisieron dejarle entrar
. Todas las puertas estaban cerradas para Nigel.

Cuando su historia llegó a oídos de las autoridades de la tridimensional, lo entrevistaron, le prestaron atención, le prometieron resultados. Pero cuando transmitieron la entrevista Nigel dio la impresión de ser un hombre amargado, hostil. ¿Había dicho en verdad todo eso?, se preguntó, al verse hablando. ¿O habían recompuesto hábilmente sus palabras? No lo recordaba. Las líneas metálicas se comprimían, convergían.

En el JPL, a solas con Evers y Lubkin
. Fuera, el sol refulgía sobre los camiones que transportaban nuevos equipos. Estaban reforzando el Laboratorio.

Lubkin: Nos hemos enterado de que Alexandría se recupera, Nigel. Es una excelente noticia. Ahora nos preguntamos si... bueno...

Evers: El J-27 transmite por dos canales, Walmsley. Utilizando un circuito que usted insertó en el tablero. Ichino está atareado con la señal principal, pero no podemos a manipular la otra. El dispositivo que la recibe...

Nigel: Es mi detector. Ustedes lo saben, ¿verdad?

Evers: Sí. Sólo queríamos darle la oportunidad de admitirlo.

Lubkin: ¿Usted recibe la señal del J-27? ¿Directamente?

Nigel: No. Ha encontrado la forma de esquivarme.

Evers: Entonces tendremos que cortarlo.

De modo que tuvo que decirles la verdad acerca de Alexandría. Y les imploró que dejaran pasar las transmisiones por el JPL. De lo contrario ella moriría.

Evers asintió, con la mandíbula rígida. Dejaría que el hilo sonoro de vida continuara. Incluso lo controlarían, escuchando furtivamente, tratando de descifrar cuanto fuera posible. El código era una maraña de complejidad.

Al salir del despacho de Evers, Nigel casi había olvidado el resto de la conversación. Los hechos estaban tan constreñidos, tan comprimidos, que confundía personas y circunstancias. Pero no había olvidado la expresión calculadora y plácida de Evers, los labios apretados, el atisbo de fuerzas que encontraban un nuevo equilibrio.

16

Estaba sentado en la ladera polvorienta y miraba cómo la gente avanzaba hacia el interior de la V del desfiladero. La mayoría de las personas habían hecho el viaje de dos horas desde la ciudad de México, llevando las cestas con provisiones. Sin embargo, había grupos llegados de Asia, que los guías encauzaban cuidadosamente. Y europeos, a los que se podía reconocer por sus pantalones marrones fabricados en serie y sus camisas de lana, de corte severo. Grupos independientes que confluían en el desfiladero.

Una bandada de pájaros entró en la garganta desde el Sur, y a medida que llegaban se remontaban a mayor altura. Probablemente asustados por el murmullo de la inmensa multitud, pensó Nigel. Se humedeció los labios. El aire de la mañana ya reverberaba, mucho más caluroso de lo que había sido dos días atrás, en Kansas. ¿O acaso había sido en Toronto? Le resultaba difícil controlar la secuencia de los días. Cada aparición de Alexandría atraía una muchedumbre más numerosa. Ésta, le habían dicho, acampaba allí desde hacía varios días.

A cien metros de él unos hombres trabajaban en la construcción de nuevas graderías. Era inútil. La gente ya se había sentado por millares en las cornisas de piedra, y había mucha más de la que se podría acomodar con medidas de emergencia.

Las colinas eran un hervidero de vida, y las ondulaciones de la masa se parecían a las de los cilios de una célula gigantesca. Sobre el reducido lecho del valle se exhibían los fanáticos: volatineros, flagelantes, acróbatas metapsíquicos, cantores con sus huecos sonidos retumbantes, bailarines. Los círculos anulares giraban sin cesar. Desbordando, amando, volando, muriendo. Salta. Grita. Gime. Aplasta.

Por fin se elevó el vocerío excitado. Un punto blanco floreció en la desembocadura del desfiladero.

Alexandría en su sillón rodante, envuelta en túnicas refulgentes. Ocupó una plataforma entre las cornisas de roca calcinada. La flanqueaban cuatro Inmanencias.

—¡Plenitud! —entonó la muchedumbre—. ¡Unidad!

En el cielo, se encendió una llama anaranjada en el extremo de un punto alado. Se formó una nube contra el azul celeste del desierto. Una escultura blanca para la ocasión: una inmensa mujer de alabastro. Alas. Una mano alzada en actitud de saludar, de bendecir, de absolver.

Palabras de una Inmanencia. Música. Sones de trompetas cuyos ecos devolvían las rocas. Zapateos. Cantos. Correr vivir saltar bullir. La salvación en el calor rielante, cautivante.

Nigel estaba familiarizado con la letanía. Le pasó por encima sin afectarle. Estaba embotado de tanto seguirla. Sabía que debía irse pero no podía desistir mientras aún podía acompañarla, verla a lo lejos.

Un punto blanco. Los muertos caminan y hablan. Venid y ved. Arriba la esperanza. Recuperad la fe. El eterno amor jubiloso y coral.

Y sin embargo, sin embargo... la envidiaba. Y la amaba.

Hizo una mueca.

De pronto la voz de Alexandría rodó por el desfiladero estentórea, acallando a la concurrencia. Habló de Él, del Único, y de cómo Él veía valiéndose de cada uno de nosotros. De una visión...

Se dobló en dos. Algo golpeó el micrófono. Un hombre gritó roncamente. Nigel forzó los ojos y vio un grupo de figuras vestidas con túnicas que se arremolinaban alrededor del lugar donde Alexandría había estado un momento antes. Voces destempladas impartían órdenes.

Al fin moría. Se levantó con un movimiento rígido y se sacudió el polvo de los pantalones, mirando fijamente al frente. Moría. Moría.

En su habitación de Ciudad de México dejó la tridimensional encendida mientras se duchaba y hacía las maletas. Un hombre de corta estatura, con una calvicie incipiente, de tez rosada y carrillos carnosos, dijo que Alexandría había sufrido una recaída pero aún no se había reunido con el Único Esencial, como ella misma había presagiado que ocurriría pronto.

Sonó la campanilla del teléfono.

—¿Walmsley? ¿Es usted? —Evers hablaba con voz destemplada.

Nigel gruñó una respuesta afirmativa.

—Escuche, acabamos de oír la noticia. Lo siento, y todo lo demás, pero parece que está agonizando. Sabíamos que la seguía. El servicio de seguridad lo vigilaba. ¿Ha conseguido averiguar lo que les dijo a los Nuevos Hijos? Acerca del J-27, claro está.

—Nada. Por lo que yo sé, nada.

—Ah. Estupendo. Recibí órdenes de arriba en el sentido de que debo cuidar celosamente que no se filtre ningún detalle. Particularmente a ésos... Bien, entonces no hay nada que temer. Nosotros...

—Evers.

—¿Sí?

—No desconecte todavía el segundo canal. Aún no ha muerto. Si lo hace, les hablaré a las tridimensionales del... J-27.

—Es un... —La voz de Evers se cortó como si alguien hubiera cubierto el micrófono con la mano. Al cabo de un momento murmuró—: De acuerdo.

—Déjelo conectado indefinidamente. Aunque le digan que ella ha muerto.

—De acuerdo, Walmsley, pero...

—Adiós.

Permaneció largo rato junto a la ventana, mirando cómo los peditaxis circulaban por los carriles del Paseo de la Reforma. Casi todos estaban ocupados por el público que abandonaba a última hora el parque Chapultepec. Los hombres iban y venían como abejas en una colmena.

De modo que había protagonizado una última fanfarronada, había amenazado a Evers. Quizá la conservaría con vida durante unas pocas horas o unos pocos días más. ¿Para qué? Sabía que nunca volvería a verla. Sólo los Nuevos Hijos disfrutarían de sus últimos instantes.

Así que... ¿volvería al JPL? ¿Empezaría de nuevo? El Snark seguía esperando.

Sí, eso era lo que haría. Necesitaba saber. Siempre lo cabal y lo seguro, lo concreto. Eso era lo que buscaba. Saber. Algo que Shirley, y tal vez incluso Alexandría, nunca habían terminado de entender.

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