En el océano de la noche (23 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Hubo un hervidero de comentarios alrededor de la mesa. Ichino se repantigó, reflexionando.

—Le expliqué a este... ente... que al principio no sabíamos si sus intenciones eran cordiales. Omití mencionar que aún no lo sabemos.

—¿Qué contestó? —preguntó el especialista.

—Solicitó autorización para girar alrededor de la Tierra. Siguiendo mi consejo, el Presidente envió una contrapropuesta consistente en que el Snark orbite alrededor de la Luna, durante un tiempo, para que los hombres apostados allí, y en sus proximidades, puedan observarlo. Una suerte de inspección mutua, por así decir.

El hombre del traje de tweed resopló vigorosamente y dijo:

—Podríamos hacerlo mejor si entrara en una órbita próxima a la Tierra.

—Es cierto —manifestó Evers—. Supongo que puedo limitarme a resumir nuestras dudas anteriores. —Se inclinó hacia delante, con el rostro fruncido—: Se trata de los motivos por los cuales no tomó la iniciativa para entablar contacto con nosotros. Tuvo que tomarla la Comej. Entonces, y sólo entonces, respondió.

—La exploración de sistemas solares desconocidos debe de ser una actividad que entraña grandes riesgos —comentó mansamente el hombre del traje de tweed.

—Para ambas partes —dijo Evers con una hueca risa jovial. Ichino reflexionó que al éxito le acompaña la reputación de sabiduría, aunque sólo sea en la imaginación de los triunfadores—. Pero quizá deba explicarme. La idea de orbitar alrededor de la Luna se nos ocurrió en razón de un plan alternativo del Estado Mayor Conjunto. Supongo que no necesito agregar que esto no lo hemos discutido con las Naciones Unidas. —El recinto se pobló de risitas—. Bien, ese plan será más eficaz si el Snark se detiene cerca de la Luna. Esto lo aislará, lo localizará, dentro de nuestra zona de operaciones.

—¿Y? —preguntó el fumador de pipa, con los labios apretados en una mueca amarga.

—A juicio del Estado Mayor, y del equipo teórico que lo respalda, es muy sospechoso que el Snark alegue que no sabe nada, absolutamente nada, acerca de sus orígenes. Me han comunicado que un análisis factorial minimáximo de esta situación indica que es posible que el Snark esté sonsacando lo más posible, sin incurrir en el riesgo de suministrar información potencialmente útil. Por ahora no puedo agregar nada más —miró a Williams y a Ichino, y al darse cuenta de que lo había hecho desvió rápidamente la vista—, pero volveré a abordar el tema más adelante. Sólo agregaré que según el Presidente, la hipótesis parece plausible.

Ichino frunció el entrecejo. “¿El Estado Mayor Conjunto?” pensó. Trató de entender las connotaciones y perdió la ilación de las palabras de Evers hasta que le oyó decir:

—...primero escucharemos al señor Ichino, que ha compartido la codificación y selección de datos para el Snark. ¿Señor Ichino?

Tenía las ideas muy embrolladas. Dijo prudentemente:

—El Snark quiere saber muchas cosas. Apenas he empezado a hablarle de nosotros. No soy de ninguna manera el más competente...

Ichino se interrumpió. Los miró, a lo largo de la mesa. Comprendió que siempre se había controlado ante hombres como ésos, hombres de rostros impenetrables. Y no podía hablar con ellos, no podía dejar que afloraran sus sentimientos tiernos.

—He descubierto —balbució, con la mente poblada de impulsos e imágenes fugaces—..., he descubierto algo que de ningún modo había previsto.

Miró sus ojos inexpresivos y sus semblantes impasibles. Permanecieron callados.

—Empecé por una clave sencilla, fundada sobre analogías aritméticas con palabras. El aparato la entendió inmediatamente. Iniciamos una conversación. No averigüé nada acerca del artefacto... ésa no era mi misión. Creo que nadie ha averiguado nada... Pero... lo que me maravilló... —las palabras, no encontraba las palabras—... fue su ductilidad. Hablamos de matemáticas elementales, de física, de la teoría de los números. Me dio lo que yo interpreto como una prueba del Último Teorema de Fermat. Su mente salta sin ninguna dificultad de un tema a otro. Cuando hablaba de matemáticas lo hacía de forma fría y eficiente, sin palabras superfluas. Después me interpeló sobre la poesía.

El hombre del traje de tweed observaba atentamente a Ichino y chupaba su pipa, que se había apagado.

—No sé cómo descubrió la poesía. Quizá mediante la publicidad radial. Le dije lo que sabía y le di ejemplos. Pareció entender. Más aún, el Snark empezó a formular preguntas sobre el arte. Le interesaba todo, desde los óleos hasta la escultura. Me ocupé de resolver los problemas de codificación implícitos, hasta el punto de suministrarle el tramo exacto del espectro electromagnético para contemplar los cuadros que irradiábamos. —Separó las manos y habló más deprisa—. La sensación es la misma que experimentas cuando estás en una habitación y hablas con alguien a quien no puedes ver. Es inevitable que le asignes una personalidad a tu interlocutor. Yo converso todos los días con el Snark. Quiere saberlo todo. Y cuando hablábamos sobre temas distintos, tenía una sensación de... de
diversidad
, como... como...

Ichino vio los ojos escrutadores de Evers y se apresuró, tropezando con las palabras.

—... como si estuviera hablando cada vez con una personalidad distinta. Con un matemático, con un poeta, que un día incluso escribió sonetos, con un científico y con un artista... Es tan multifacético que yo...

Ichino se interrumpió porque sintió que la atmósfera se tensaba alrededor de él, que los hombres sentados en torno a la mesa se replegaban. Disertaba sobre temas ajenos a su competencia. Era sólo un criptógrafo, sin preparación para...

El hombre del traje de tweed apretó los labios y se volvió a medias con una fina sonrisa condescendiente.

Frente a Ichino, Williams miró con talante abstraído al aire que les separaba y dijo lentamente:

—Ya veo, ya veo, sí. Ésa era la sensación. No lo había examinado en esos términos, pero...

Williams apoyó las palmas de ambas manos sobre la mesa, como si quisiera tomar impulso para levantarse, y su vista recorrió la mesa de un extremo al otro con súbita energía.

—Tiene razón, el Snark es así. Es un conglomerado de personalidades que operan casi independientemente.

Ichino miró a ese hombre que compartía su trabajo y notó por primera vez que el contacto con el Snark también había cambiado a Williams. Esta comprobación le levantó el ánimo.

—Independientemente —confirmó Ichino—. Eso es. Intuyo muchos aspectos de esta personalidad, cada uno de los cuales es una faceta separada, y detrás de ellos hay algo... más portentoso. Algo que no puedo discernir...

—Tiene más envergadura —intervino Williams—. Lo que ocurre, sencillamente, es que sólo vemos parcelas del Snark.

Ambos hombres intercambiaron una mirada, sin capacidad para traducir en palabras la inmensidad que vislumbraban.

—Creo, caballeros, que se han apartado del tema —dijo Evers—. Les pedí que describieran la magnitud del material que solicitó el Snark, y no sus reacciones metafísicas.

Se oyeron algunas risitas nerviosas. En torno a la larga mesa, Ichino vio las mentes agazapadas pocos centímetros más atrás de los ojos entrecerrados, juzgando, pesando, negándose a sentir.

—Pero esto es importante... —empezó a argumentar Williams.

Evers alzó la mano para interrumpirlo. Ichino vio en ese ademán la prueba definitiva de la razón por la cual Evers era asesor presidencial y él no.

—Le agradeceré, señor Williams, que deje que esta Comisión Ejecutiva se ocupe de determinar lo que es importante y lo que no lo es.

Las facciones de Williams se pusieron rígidas. Miró por encima de la mesa. Ichino inhaló profundamente, para serenarse, y superó a duras penas su confusión.

—Ya lo ha determinado, ¿verdad? —le dijo a Evers. Escudriñó el rostro de Evers, la camisa blanca que iluminaba sus sombras, y le pareció que algo fluctuaba en el fondo de sus ojos—. Esto sólo es una farsa —dictaminó con certidumbre.

—No sé qué cree...

—Quizá sea cierto que usted no lo sabe. Tal vez aún no se lo ha confesado a usted mismo. Pero planea hacer algo monstruoso, señor Evers, porque si no, nos escucharía.

—Oiga...

—No quiere saber lo que pensamos.

Se produjo una agitación incómoda en el recinto. Ichino fijó su mirada en Evers, resistiéndose a desviarla. El silencio se prolongó. Evers parpadeó, miró en otra dirección, y levantó la mano con demasiada naturalidad para tocarse el mentón y ocultar su boca.

—Creo que lo mejor será que ustedes dos se vayan —manifestó Evers con un tono curiosamente aplomado.

No se oyó otro sonido. Ichino, con las manos fuertemente cerradas sobre las notas que tenía frente a él, experimentó una súbita y extraña intimidad con Evers, la sensación de que lo reconocía. En las arrugas en torno a su boca leyó una expresión que había visto antes: la del ejecutivo espabilado inteligente, que, merced a un instinto seguro, se sabía poseedor del temple indispensable para tomar resoluciones cuando otros no eran capaces de hacerlo. A Evers le encantaba la contraposición de un argumento con otro, la discusión de alternativas, probabilidades y planes. Vivía para adoptar decisiones difíciles.

Ichino se puso en pie. A esos hombres les resultaba imposible permanecer inactivos, aunque ello fuera lo mejor. El poder exigía acción. La acción engendraba el drama, y el drama... era la gloría.

Ahora se me ha escapado de las manos, pensó.

Williams salió detrás de él, pero Ichino no se detuvo para conversar. Por ahora sólo quería salir del edificio, evadirse del peso ominoso que le abrumaba.

Hay tempestades que se sienten cuando aún no se ven. Dudaba que volvieran a permitirle que entrara en el Foso para hablar con el Snark. Ahora era un elemento peligroso. La idea le fastidió, pero la apartó de su mente. Firmó el registro en la salida más próxima y empujó la puerta de cristal para marchar al encuentro del aire primaveral de Pasadena. Era casi mediodía.

Aún llevaba consigo el bloc amarillo y sus notas, con las páginas estrujadas en el puño. Mariposas bajo la bota. Al bajar la escalinata se sintió envuelto por un torbellino y, soltando las hojas, soltándolo todo, corrió. Corrió.

2

Ichino marchaba tenazmente, a pesar de la fatiga. Se daba cuenta de que Nigel, nueve años menor y en mejores condiciones físicas, no forzaba el paso. Pero él resollaba y sentía una tensión agarrotada en las pantorrillas. Trepaban más allá del confín del bosque a comienzos de junio, y con cada inhalación absorbían una bocanada de aire frío y cortante.

Nigel le hizo una seña para que se parara y, sin cambiar una palabra, se ayudaron recíprocamente a deshacerse de las mochilas. Prepararon una comida frugal: queso, nueces, limonada agria preparada con un polvo. Se habían detenido en un claro de forma elíptica rodeado de nieve compacta. Arriba, un pliegue tras otro de roca veteada se empinaba hacia el cielo. Los estratos de granito habían sido levantados y desplazados y erosionados hasta transformarse en un torbellino de configuraciones, interrumpidas de trecho en trecho por los bloques que se habían despeñado, triturados por el martilleo incesante de la escarcha invernal que se derretía y se helaba. Sobre ese farallón escabroso, unos pequeños manchones amarillos atrajeron la atención de Ichino: habían empezado a florecer los arbustos que crecían implantados en la roca.

—Así que piensas que debería hacerlo igualmente —dijo de pronto Nigel.

Ichino asintió con una inclinación de cabeza. Le complacía ver el interés espontáneo de su amigo. Era la primera vez que Nigel mencionaba el Snark por
motu propio
.

—No sabemos con certeza qué intenciones tienen.

—Podemos adivinarlas.

—Quizá nos equivocamos al juzgar a Evers.

—¿Realmente lo crees?

—No.

—Entonces...

—Debemos ser un poco más tolerantes. Quizá tienen razón y es absolutamente indispensable tomar precauciones.

Nigel se recostó contra la voluminosa mochila amarilla, mientras sorbía la limonada de su vaso metálico del Sierra Club.

—No me parece que equipar la nave de recepción con un arma nuclear sea una precaución. Es una locura, una estúpida locura.

—Has visto la lista de motivos.

—Correcto. El miedo a la enfermedad. Vagas disquisiciones sobre un impacto sociométrico que no pueden predecir. Incluso una puñetera invasión, por el amor de Dios.

—¿Y la última justificación? —preguntó Ichino parsimoniosamente.

—Oh, sí. “Algo inimaginable”. Una categoría brillante.

—Por eso necesitan que en el módulo de recepción haya un hombre, y no sólo una máquina.

—No es para imaginar lo inimaginable. No. Lo que quieren es un incauto que pueda hacerles una descripción con todos los pormenores.

—Cosa que ciertamente puedes hacer.

—Hummm. Probablemente tienes razón en eso. Soy un viejo astronauta reseco como una pasa, pero por lo menos conozco el oficio. Tengo suficientes nociones de astrofísica y de programación de ordenadores, si llegaran a hacer falta.

—Tampoco eres una amenaza para el sistema de seguridad. Si recurren a ti, no se verán obligados a ampliar el círculo de personas que están al tanto de la operación.

—Es cierto. —Nigel pareció soltar una presión invisible delante de Ichino. Se relajó y las arrugas que se entrecruzaban en su rostro desaparecieron.

Los dos hombres se tumbaron un rato y escucharon el canturreo del agua de deshielo que se precipitaba por el acantilado.

—La clave es... —Nigel hizo una pausa—. ¿Has leído algo de Mark Twain?

—Sí.

—¿Recuerdas ese fragmento donde describe el pilotaje en el Mississippi? ¿Dónde habla del estudio de las zonas de poco calado, los bancos de arena y las corrientes?

—Creo que sí.

—Bien, de eso se trata. Cuando asimiló el conocimiento analítico necesario para desplazarse por el río, descubrió que éste había perdido su encanto. Cuando lo miraba ya no veía en él lo que había visto antes.

Ichino sonrió.

—¿Eso es lo que te sucede a ti con el... —hizo un ademán— el espacio?

—Quizá. Quizá.

—Lo dudo.

—Siento... no sé. Alexandría...

—Ella ha muerto. No habría querido que te aferraras a ella.

—Sí. Sí, tienes razón. Eres el único que lo sabe todo. Respecto a mí y a la marcha por el desierto. Quizás ahora lo entiendes aún mejor que yo. Yo estuve demasiado cerca del núcleo.

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