En el océano de la noche (22 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Meneó la cabeza en ademán negativo mientras miraba cómo el ordenador desmenuzaba escrupulosamente la imagen en diminutos cuadrados de color. El Snark hablaba muy poco. Muchas de las ideas que Ichino tenía respecto a él eran producto de deducciones. De cualquier forma, en el esquema de las peticiones del Snark había algo...

—¿Desea ver algo en especial, señor? —preguntó un técnico, junto a él.

—No, no, todo parece marchar bien —respondió Ichino con tono afable, aunque le habían arrancado bruscamente de su contemplación. Alejó a su interlocutor con un ademán.

Otras consolas parpadeaban a medida que los ocupantes del Foso transmitían datos al Snark. Recordó que en ese momento estaban trabajando con la última edición de una enciclopedia. Habría sido sencillo si se hubieran limitado a irradiar el material, pero los hombres que él supervisaba tenían orden de retocar cada renglón que ponían en clave. El Presidente había aceptado la recomendación de la Comisión Ejecutiva: no se le debía dar al Snark ninguna información científica o técnica detallada. Para garantizar que ello fuera así, construyeron deprisa el Foso.

La mayoría de las consolas operaba con el Código 4 de Ichino, un vocabulario y una matriz de símbolos especialmente diseñados que suministraban una gran densidad de información en cada transmisión al Snark. La Comisión Ejecutiva había reclutado al señor Ichino en los días inmediatamente posteriores al primer contacto, cuando buscaba desesperadamente a un criptógrafo con suficiente experiencia en un nutrido flujo de señales. La elaboración del Código 4 había sido relativamente fácil, porque se inspiraba en los códigos que Ichino ya había confeccionado para las transmisiones secretas a la Base Hiparco de la Luna. Era una clave sencilla y flexible que aparentemente los rusos, los chinos y cualquier otro escucha indiscreto no podría descifrar, pero por supuesto tenía una envergadura limitada. Pronto resultó insuficiente para las preguntas que formulaba el Snark, y pasado ese punto sólo se podría trabajar con fotografías y un vocabulario más vasto.

Como el sistema de seguridad era muy severo, muchos de los codificadores y técnicos desconocían la existencia del Snark. Creían estar trabajando en un proyecto relacionado con la Base Hiparco. Así fue como la responsabilidad de hablar con el Snark recayó sobre Ichino. Para aliviar su trabajo reclutaron a otro criptógrafo, John Williams. Ichino tenía poco contacto con él, porque cada uno de ellos controlaba una parte distinta del programa, que duraba las veinticuatro horas del día. El Snark no dormía nunca.

Pero Williams concurriría a la reunión, recordó Ichino. Se detuvo en medio del reconfortante zumbido del Foso y pasó revista rápidamente a las otras consolas. Allí fluctuaban más imágenes: una goleta de tres palos; figuras rígidas vestidas con ropas del siglo XVI; capas de nubes sobre un mar embravecido. Un alud de información arrojado al Snark, que lo compaginaría a su gusto.

Se volvió y recorrió una hilera de sillones giratorios hasta llegar a la puerta, donde se cruzó con un guardia. Al salir a un corredor iluminado dirigió mecánicamente la mano hacia un objeto que le abultaba el bolsillo de la americana y lo extrajo: una piedra de frote. La sobó con la mano derecha, palpando las texturas suaves y frescas, concentrándose en ellas y distendiéndose merced a un viejo hábito.

Caminó. Ichino se sentía fuera de lugar en esos pasillos deslumbrantes y frescos, y le hipnotizaban los muros de plastiforme, los delgados tabiques, el tableteo de las máquinas de escribir, el susurro lejano de los acondicionadores de aire. En ese momento debería haber estado en una universidad, pensó, desgranando pacientemente las horas en un recóndito reducto rodeado de estantes cargados de libros, desentrañando los matices de la teoría de la información. Envejecía, y cuanto más ascendía, más hostiles eran los hombres con los que trataba, más sutiles eran sus métodos de lucha. Él no estaba preparado para ese juego.

Pero jugaba: siempre lo había hecho. Por amor a los cristalinos enigmas matemáticos que había descubierto en la criptografía, a la búsqueda de una salida, de una escapatoria... Al fin y al cabo, su profesión le había sacado del seno de una familia de inmigrantes radicada en un pueblecito de Oregón y le había llevado primero a Berkeley, después a Washington, y ahora, finalmente, a Pasadena. Había valido la pena todo ese recorrido para encontrarse con el Snark.

Pasó junto a otro guardia de uniforme gris y entró en la sala de conferencias. Era temprano y aún no había nadie allí. Marchó en silencio sobre las alfombras mullidas, hasta la mesa, y se sentó. Sus notas estaban en orden, pero las repasó sin prestar atención a las palabras aisladas. Las secretarias entraban y salían, y depositaban blocs amarillos y plumas frente a cada sillón. Trajeron una cafetera montada sobre una mesilla rodante y la dejaron en un rincón. Un débil estampido hueco arrancó a Ichino de sus confusas meditaciones: estaban probando los micrófonos instalados a intervalos regulares alrededor de la mesa de conferencias.

Una secretaría le entregó la agenda y él la estudió. Sólo contenía la lista de asistentes y no mencionaba el propósito de la reunión. Ichino frunció los labios al leer los nombres: allí habría personas que él sólo conocía como figuras distantes que aparecían en las revistas de actualidad.

Todo en razón de una nave que estaba a muchos millones de kilómetros de distancia. Lo cual no dejaba de resultar irónico, dados los problemas inmediatos y graves que enfrentaba la Administración de Washington. Pero Ichino no se ocupaba de política. En Japón, su padre había recibido una dura lección que le había enseñado a no entrometerse, y había cuidado que su hijo siguiera su ejemplo. Ichino recordaba que había sido renuente a incorporarse a los clubes de poesía y lenguaje en la escuela secundaria, porque le parecía que no era correcto compartir en público las tenues emociones que despertaban en él esas actividades, los matices que evocaban. Quizás era posible escribir al respecto. ¿Pero cómo describir el
haiku
, si no era con otro poema? Valerse de cualquier otra cosa —de retahílas de palabras, de oraciones explicativas desprovistas de gracia o sutileza— equivalía a triturar la mariposa bajo una bota cubierta de lodo.

Finalmente reunió el valor necesario para incorporarse al club de poesía —pero no al de estudios de francés, que era la otra posibilidad— y no encontró en él nada capaz de asustarle. Las chicas leían sus versos tartajeantes con voz atiplada, nerviosa, y se sentaban entre sonrisas de aprobación, seguidas por las críticas indulgentes del profesor/tutor. En el club había sólo tres varones, pero no los recordaba en absoluto, y ahora las chicas parecían haber confluido en una sola imagen: la de una joven delgada, ondulante, eternamente fría aun con su jersey de Cachemira, con las fosas nasales de un crispado color azul pálido.

Allí no se producían choques de personalidades, de modo que el club sólo significó para él una etapa de transición: aprendió a hablar delante de un grupo en su inglés balbuceante, y no sólo eso sino también a definir y a explicar y, por último, a discrepar.

Eso fue antes de la etapa de las matemáticas, antes de los largos años de concentración de la Universidad, antes de Washington y de las docenas y docenas de máquinas codificadoras que diseñó, de los ensayos sobre criptografía que consumieron sus días y sus noches. Las chicas flacas se convirtieron —alzó la vista— en secretarias con faldas cortas según la moda, que servían café. ¿Y en qué se había transformado él, ese tímido jovencito nipo-norteamericano? En un hombre de cincuenta y un años, bien remunerado, responsable. En un solterón consumido por el trabajo y los
hobbies
. Medidas claras, precisas... pero exceptuando eso no estaba seguro de nada.

—Soy George Evers, señor Ichino —dijo una voz profunda.

Ichino se levantó rápidamente, con una repentina descarga de inesperada energía nerviosa, murmuró unas palabras de salutación y estrechó la mano del hombre.

Evers sonrió con desgana y lo estudió con una mirada distante.

—Espero que hoy no les quitemos demasiado tiempo. Usted y el señor Williams —hizo un ademán cuando Williams entró y se encaminó hacia la cafetera, con un tijereteo desgarbado de sus largas piernas— son nuestros expertos en el comportamiento cotidiano del Snark, y nos pareció oportuno escuchar las opiniones de ambos antes de abordar los otros temas de la reunión.

—Entiendo —respondió Ichino, sorprendido al descubrir que su voz casi se había reducido a un susurro—. La carta que recibí ayer no especificaba detalles, de modo que...

—Fue una omisión premeditada —le interrumpió jovialmente Evers, introduciendo los pulgares en el cinturón—. Sólo queremos que nos dé una idea informal de las intenciones que, a su juicio, alimenta ese artefacto. Esta Comisión, la Comisión Ejecutiva, en verdad, como la ha bautizado el Presidente, se acerca a una fecha límite, y me temo que tendremos que tomar una decisión inmediata, antes de lo previsto.

—¿Por qué? —preguntó Ichino, alarmado—. Yo pensaba que no corría prisa.

Evers hizo una pausa y se volvió para saludar con un ademán a los colegas que entraban en la sala, e Ichino tuvo la súbita impresión de hallarse frente a un hombre impaciente por poner fin a la espera, como si Evers supiese cuál habría de ser la decisión ulterior y quisiera salir del punto muerto para poner manos a la obra. Observó que la mano izquierda de Evers, que se apoyaba de un modo informal sobre el respaldo de un sillón, temblaba un poco.

—Ese artefacto no está dispuesto a seguir esperando —anunció Evers, volviéndose—. Nos lo comunicó hace dos días.

Antes de que Ichino pudiera contestar, Evers hizo una inclinación de cabeza y se alejó para intercambiar apretones de manos con los hombres que llenaban el recinto, vestidos con trajes y con americanas deportivas. Williams, que estaba sentado al otro lado de la mesa, le interrogó con la mirada.

Ichino contestó con un ostensible encogimiento de hombros, satisfecho de poder parecer tan despreocupado. Miró en torno. Reconoció algunos de los rostros. Nadie era tan importante como Evers, a quien correspondía el ambiguo título de asesor presidencial. Evers se encaminó hacia la cabecera de la mesa, sin dejar de hablar con los hombres que tenía más cerca, y se sentó. Otros que habían estado en pie ocuparon sus asientos y las secretarías dejaron la cafetera librada a sus propios medios.

—Caballeros —dijo Evers, abriendo la sesión—. Como ustedes saben, deberemos apresurar los trámites, para cumplir el nuevo plazo que nos ha fijado el Presidente. Hablé con él esta mañana. Está muy preocupado y espera poder estudiar las recomendaciones de esta comisión.

Evers se sentó con los brazos cruzados sobre la mesa, delante de él, mientras paseaba la vista sobre las dos hileras de hombres.

—Todos ustedes han visto... disculpen, todos menos los señores Williams e Ichino aquí presentes, han visto los mensajes llegados del Snark, en los que éste solicita un cambio de programa. —Se interrumpió para dejar pasar el rumor de risas corteses—. Estamos aquí para estudiar las distintas contingencias que podría crear la entrada del Snark en una órbita próxima a la Tierra. —Hizo un ademán en dirección a Ichino—. Hoy estos dos hombres han sido invitados por esta comisión y se hallan aquí sólo para ponernos al tanto de la información no esencial que la División ha estado enviando al Snark. Por supuesto, no son miembros de la Comisión Ejecutiva propiamente dicha.

Bajo la luz lechosa, su piel emitió un reflejo cuando giró hacia las hileras de hombres alineados, con los blocs amarillos dispersos al azar delante de ellos. Algunos de ellos ya tomaban notas.

Evers se arrellanó, relajándose.

—El Snark permaneció en la órbita de Venus para mantener una comunicación clara con nosotros, por intermedio de nuestro satélite. Pero tanto nosotros como él ya hemos transferido nuestro... eh... diálogo, a canales más fluidos. Nos comunicamos directamente, sin necesidad de recurrir al satélite. Ahora el Snark quiere venir a la Tierra.

—Para estudiar nuestra biosfera desde cerca —intervino un hombre flaco, que estaba sentado a la izquierda de Evers—. Cosa que no creo.

Los ojos se volvieron hacia él. Ichino reconoció a un destacado especialista en teoría de juegos, del Hudson Institute. Vestía un traje de tweed excesivamente holgado y le rodeaba una guirnalda azul formada por el humo de su pipa.

—Pienso que el Snark... así es como lo ha bautizado Walmsley, ¿verdad?... nos ha estudiado muy bien desde Venus —prosiguió—. Recuerden qué es lo que nos pide: un cúmulo de información cultural, fotografías, arte. Ningún elemento científico o técnico. Probablemente éstos los puede inferir, si los necesita, de los programas de radio y tridimensional.

—Exactamente —dijo un hombre sentado más adelante. Hubo otros ademanes de asentimiento.

—¿Entonces qué viene a hacer a la Tierra? —preguntó Evers.

—¿Querrá estudiar detenidamente nuestras defensas? —conjeturó alguien sentado hacia la mitad de la larga mesa.

—Quizá, quizá —respondió Evers—. Según los militares es posible que al Snark no le interese nuestro desarrollo tecnológico. Por las mismas razones por las cuales a nosotros no nos preocuparían las lanzas de los nativos de los Mares del Sur si quisiéramos utilizar sus islas como bases.

—A mí me preocuparían —comentó un hombre moreno—. Son muy afiladas.

Evers tuvo el control suficiente para retrasar prudentemente su sonrisa durante un segundo, y después la dejó ensancharse, como si fuera un altanero tajo blanco.

—De eso se trata, precisamente. No puede estar seguro, si no nos observa desde más cerca.

—El Snark ya nos ha observado —murmuró el especialista del Hudson Institute—. Valiéndose de la mujer de Walmsley.

A lo largo de la mesa corrió un murmullo de aprobación. Ichino había oído rumores al respecto, y ésa era la confirmación.

—Caballeros —dijo Evers—, hemos visto el texto de la petición del Snark. Es muy enérgica. Guiándome por su anterior sugerencia —hizo un ademán en dirección al especialista del Hudson Institute, que volvía a encender su pipa—, hablé con el Presidente. Éste me autorizó a enviarle el visto bueno al Snark. Yo mismo redacté el mensaje porque no había tiempo para consultar con ustedes el texto exacto, y acaban de informarme que nuestro satélite de Venus ha detectado la reactivación de la tobera de fusión del Snark.

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