En el océano de la noche (26 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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—Acabamos de recibir un mensaje de Houston. Nos piden que le recordemos las prioridades. Un fragmento es mejor que nada, de modo que retenga la ojiva nuclear, si puede.

—Entendido.

—¿Se siente bien? Ya ha pasado un día íntegro allí. Debe de estar entumecido.

Nigel estudió la dispersión de estrellas.

—Pero esto no es nada comparado con la operación Ícaro, ¿verdad? Escuche, nunca le hablé de eso. Me refiero a las drogas y a una meditación tan prolongada para reducir el consumo de oxígeno. Nunca se lo pregunté.

—No, nunca.

Hubo otra pausa.

—Bueno, la sensación debe de ser distinta, porque ésta es casi una misión de combate, se podría decir. No es lo mismo.

—Estoy sudando como un cerdo.

—¿Sí, de veras? —Este testimonio de debilidad humana regocijó a su interlocutor—. Le rescataremos sano y salvo. No se preocupe, amigo.

—Salude en mi nombre al equipo que le acompaña. —Nigel pensó que debía decir algunas palabras cordiales. Lewis no era un mal tipo. Sólo demasiado entrometido.

—Todos somos solidarios con usted. Reviente a ese artefacto si hace algo raro. Si quiere que le dé mi opinión, todo esto me parece descabellado.

—Será mejor que verifique el plan de vuelo. Deme un punto de referencia traslunar.

—Oh, de acuerdo. —Un vago chirrido electrónico—. Es el ordenador. Ha cortado el circuito.

—Entendido.

“Misión de combate”, había dicho Lewis. Santo cielo. Desembarca la infantería de marina. Siempre alguien se pregunta dónde está el médico. Arrastrarse por una zanja arcillosa mientras las balas de los fusiles zumban como avispas sobre las cabezas. Abrazarse a la tierra, alinearse con la ingle del mundo. Imágenes: una mujer de tez oscura enroscada a un hombre blanco y regordete, de uniforme salpicado, que limpia con desgana el cañón del fusil y mira distraídamente por la boca reluciente del arma mientras ella se mece y culea y le besa con su ritmo universal, hurgándole los bolsillos con las manos nudosas...

En alguna parte, un mensaje musical de hambre.

Encontró uno de los tubos plásticos transparentes, lo estrujó y comió. Jugo de zanahorias. Menú de la NASA, verduras fortificantes y raíces suculentas, y nada de carne abominable. Quienes hayan de reunirse con Dios en su firmamento deberán ser puros de intestinos y no deberán sustentarse con carroña. Alimentad a vuestros hijos con alubias y bayas: es posible que ellos también se remonten a las estrellas. Cuando vuelvan a casa después de una salida olfatead su aliento en busca de rastros aberrantes de perros calientes. Inmundo, inmundo. Además, nadie había descubierto aún cómo criar pollos o vacas en la Luna, de modo que había que resignarse a las habas de soja.

En verdad, tampoco se podía hacer mucho más en la Luna. Estaba bien equilibrar los tomates con la cebada, extrayendo de la grava lunar suficientes proteínas y oxígeno para nutrir una pequeña base, pero regular los aminoácidos y la savia, evitar que se formara moho en las tuberías de acceso, y conservar la arcilla fina y polvorienta era harina de otro costal. Los biólogos optimistas miraban con mala cara sus habas de soja: sin el ciclo diario de sol y mareas, las plantas echaban raíces nudosas y hojas grises, y eran avaras en proteínas. No era fácil batirse con la entropía en un mundo de cielos negros y vientos durmientes.

Las ciudades cilíndricas funcionaban, cultivaban sus alimentos y prosperaban. Pero la Luna, verdaderamente ajena, no. De todas formas, el personal de Hiparco perseveraba, exploraba la Luna en busca de agua y hielo, experimentaba. Tenía un optimismo feroz. Precisamente lo que le faltaba a él, pensó Nigel. Se encogió de hombros, allí donde nadie podía verlo. Ahora la carencia no parecía importar.

Para distraerse meditó y leyó novelas en la pantalla de la cabina, en cuya superficie aparecían los textos que luego se borraban. El módulo estaba bien diseñado, si se pensaba que el tiempo para transformar los planos en artefactos había sido muy escaso. Nigel había llevado consigo un estuche con cuatro cristales mémorex, cada uno de los cuales contenía un libro, y en el primer día de espera había devorado dos, dedicándole una hora a cada uno.

Una frase le llamó la atención:

en una actitud respecto de Ataturk.

Más tarde la recordó, mientras cavilaba sobre la planicie esquistosa del Mare Smythii. Maniobró con las palabras como si fueran expresiones algebraicas, las descompuso matemáticamente en función de las
aes
y después de las
tes
. Reordenadas, las palabras comunicaban ambigüedad, incoherencia, una tolerable poesía.

Se preguntó si ése era un hábito neurótico.

Recuerdos de sus lecturas: mujeres que nunca pasaban junto a un poste de alumbrado sin tocarlo; hombres que siempre se balanceaban sobre el pie izquierdo mientras orinaban. Todos ellos compañeros de neurosis, con nervios que saltan en la cuerda floja.

—Su hora proyectada de arranque no ha variado. —Nuevamente Lewis, siete órbitas más tarde.

—¿Qué dice Houston?

—El Snark sigue el rumbo prometido. Desacelera en las condiciones que especifica nuestra trayectoria.

—¿Qué le comunica a Houston?

—Nada inusitado, dicen. El libreto estipula que le transmitan un alud de información apasionante, materiales que el Snark solicitó durante las últimas etapas de su aproximación. Hay que distraerlo para que usted pueda abordarlo.

—Lo sé, ¿pero cuál es esa información?

—¿Qué importa? De todas maneras es falsa.

—¿Cómo?

—Ya no le suministran datos veraces. Houston dice que el Presidente se opuso a ello.

Nigel hizo una mueca.

—No es extraño.

—Para aturdirlo, Nigel, y nosotros le vaciaremos el cerebro.

—Aja.

—Pero recuerde, si le parece que se le va a escabullir, dispare el cohete nuclear. Son órdenes de Houston.

—Claro, ésas son las órdenes de Houston.

—¿Eh? —Un atisbo de sorpresa en la voz.

—Que le metamos el dedo en el ojo.

—No entiendo de qué habla.

—¿Alguna vez se le ocurrió pensar cuántos años debe de tener? —preguntó Nigel, marcando las palabras—. Nuestras vidas son muy cortas. El Snark debe de vernos como si fuéramos bacilos. Eras y dinastías que se extinguen en un instante. Nos mira con su microscopio y toma notas de laboratorio, mientras nosotros tratamos de meterle el dedo en el ojo.

—Ah, sí. Bien, está saliendo de la zona de interferencia radial. Será mejor que nos callemos. Ya he volcado las correcciones en su ordenador.

—Entendido.

Se desplazaba nuevamente hacia el blanco resplandor del Sol. La cabina crujió y crepitó y chasqueó al calentarse. Abajo, un cráter de yeso mate estaba cercenado por el límite de iluminación de la Luna, con su cono central perfectamente simétrico. El borde parecía variado, liso, sobre cuatro terrazas lejanas que se escalonaban hasta el suelo.

Snick
, chaqueó la cabina. “Un cuchillo acechando sobre el filo del infinito” pensó Nigel. Sobre la playa serena del océano de la noche, marcando los minutos hasta que llegue el desconocido alado. Un actor que no sabe sus parlamentos. Listo para salir a escena e interpretar su gran libreto. Quizá debería haber sido actor, al fin y al cabo. Una vez lo había intentado, en la Universidad, antes de que la técnica y el análisis de sistemas y las prácticas de vuelo le consumieran el tiempo. Realmente había querido ser actor, en otra época, pero en cambio se había persuadido de que lo que le convenía era convertirse en un Nigel Walmsley.

Calentó un tubo de té y lo sorbió, en la medida en que se puede sorber de un recipiente flexible. El sol entró a raudales. El té fue como una inesperada mano cálida en la oscuridad. “Saboreando Darjeeling”, pensó, y quizá, después de todo, se había convertido en actor, finalmente, Ícaro había sido una auténtica representación teatral, en cuyo desenlace la Providencia había incluido gentilmente una enérgica coda de Trascendencia. Y ahora estaba en el umbral de su nuevo compromiso, después de haberse preparado escrupulosamente, con los decorados en escena. Se aproximaba la noche del estreno, y el público autorizado a escudriñar los materiales ultra secretos se apiñaba alrededor de las tridimensionales. Sobre todo (por lo menos si no se producía una filtración): nada de críticos. Este actor, esmerado alumno de la Escuela del Método, se destaca por el arrebato y la devoción con que se consagra a su oficio.

Su actuación anterior, aunque controvertida, le ha proporcionado alguna fama. Prefiere trabajar en obras que parecen tener una moraleja final, para que el auditorio crea haberla entendido desde el principio.

Sonrió para sus adentros. Un nombre con el dedo sobre el disparador puede permitirse el lujo de concebir algunos pensamientos cósmicos. La política se trueca en geometría, y la filosofía en cálculo. Las contingencias diagramadas con una geometría sutil y estricta sobre coordenadas espirales, como en el borrador de un matemático loco, se enroscan, imitando a una serpiente, alrededor del Universo.

La idea le hizo arquear una ceja. “Me pregunto qué habrán echado en este té”, pensó.

—¿Walmsley? —Le habían llamado varias veces, pero él tardó en contestar.

—Estoy ocupado.

—¿Ha controlado y verificado sus sistemas? —Lewis hablaba deprisa, empalmando una palabra con otra, en razón de lo cual era difícil coordinar la oración—. En su última pasada recibimos la señal de su diagnóstico de a bordo. No hay ningún contratiempo serio. La presión del anhídrido carbónico en los tanques de refuerzo ha aumentado un poco, pero Houston dice que se mantiene dentro de los límites aceptables de operación. De modo que parece que tiene el visto bueno.

Nigel apagó las lámparas interiores de lectura antes de contestar, y las luces titilantes tiñeron la cabina de rojo oscuro. Por un momento sólo captó la negrura, y después sus ojos se acostumbraron. Ya había visto miles de veces ese cálido resplandor, pero ahora la imagen le parecía nueva y extraña, un presagio de acontecimientos inefables. “Dante”, pensó, “ha estado aquí antes que yo”. Bien, les daría lo que anhelaban. Pulsó el botón del transmisor.

—Verifico, Hiparco. Programa registrado, índice LH2/LOX cuatro cero tres ocho. Acabo de completar servoinventario y LogEx confirma todos los subsistemas y refuerzos a punto.

En vuestra propia jerga, maniáticos.

—Tengo una retransmisión para usted.

—¿Cómo?

A través del siseo de la estática llegó una voz suave, bien modulada.

—Aquí Evers. Pedí a Hiparco que me conectara para abordar cualquier crisis imprevista...

—Déjelo de mi cuenta. El cohete nuclear es el último recurso, ¿de acuerdo? Voy a echar un vistazo. Sacaré conclusiones inteligentes del aspecto del Snark. Quizá después me comunique con usted. Pero mientras pueda hurtaré el cuerpo...

—Sí —respondió Evers lentamente, bajando la voz una octava—. Sin embargo, estamos seguros de que el Snark no le detectará nunca. En todo el trayecto usted tendrá el Sol a sus espaldas. En el mundo no existe ningún radar capaz de descubrirle contra ese fondo.

—En el mundo. Hummm.

—Oh, ya entiendo. Bueno... —Evers lanzó una risita autocrítica—. No es más que una frase hecha. Pero nuestros técnicos opinan que hay ciertas premisas de los equipos de detección que se mantienen en todas las situaciones, incluida ésta. Yo no me preocuparía por eso. —Pausa—. Pero el motivo por el que distraigo su tiempo... y veo que sólo quedan pocos minutos para este tramo de transmisión... es el siguiente: quiero recordarle los deberes propios de su misión. Aquí abajo no podemos prever lo que hará ese artefacto. Las decisiones finales deberá tomarlas usted, aunque retomaremos el contacto apenas estemos seguros de que el Snark lo ha detectado... si eso llegara a suceder, quiero decir. En verdad, es posible que eso ocurra cuando usted ya no esté en condiciones de tomar medidas eficaces. Desde aquí haremos todo lo que esté a nuestro alcance, por supuesto. Durante las últimas horas hemos transmitido un cúmulo de información cultural sobre matemáticas, ciencia, arte y así sucesivamente. La Comej espera que esto sirva para distraer los ordenadores del Snark, aunque carecemos de medios para comprobarlo. Mientras tanto, nuestros satélites colocados en órbita alrededor de la Luna controlarán las transmisiones de radio para mantenernos informados. El silencio es esencial. No irradie en ninguna longitud de onda mientras el Snark no dé señales inequívocas de que le ha descubierto.

—Todo eso lo sé.

—Sólo queremos que lo tenga claro —dijo la voz, segura de que los magnetófonos funcionaban—. Tiene dos pequeños cohetes con ojivas químicas. Si no bastaran para inutilizar la propulsión del Snark, use el dispositivo nuclear...

—Debo verificar un detalle.

Evers siguió hablando durante unos segundos, hasta que la interrupción de Nigel salvó el bache de tiempo.

—Oh, ya veo.

Fue obvio que acababa de cortar el hilo de un discurso preparado. La ventaja de la situación de Nigel consistía en que durante el silencio radial nadie podía valerse de la telemetría para averiguar si estaba haciendo algo o no.

—Un último detalle, Nigel. Este ente de otro mundo puede ser increíblemente peligroso para la humanidad. Si le parece que algo falla, acabe con él. No, he incurrido en una exageración. El ente no es más que una máquina, Nigel. Inteligente sí, pero desprovista de vida. Bien, buena suerte. Aquí contamos con usted.

Volvió a oírse el crepitar de la estática.

—Está que arde.

Lo susurró para sí entre los labios exangües entreabiertos. En el Control de Misión no había nadie que pudiera hacerlo por él. Era una forma arcaica, pero a Nigel le gustaba. La letanía canónica: está que arde. Él pilotaría el pájaro.

En ese momento la mano mágica del cohete lo aplastó reduciéndolo a la chatura geométrica, y aunque respiró con bocanadas cortas y superficiales y puso mucho esmero en sincronizarlas con precisión, el dolor no cesó de circular por los blandos órganos líquidos de su vientre. Esta nueva vulnerabilidad, la expansión del dolor agudo, le asustó repentinamente. Cerró los ojos para descubrir que le aguardaba una bruma roja, y en medio del rugir del cohete imaginó que era un turista que tomaba el sol inmovilizado sobre la arena dura, oyendo vagamente la lejana voz grávida de las olas.

El puño se levantó. Parpadeó, localizó un interruptor de presión, vio que una luz viraba al verde. Desprendimiento del primer propulsor. Volvió el puño.

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