Nigel hizo una mueca. Era cierto que Evers había aceptado el mensaje de Nigel. También era cierto que adelantarse en la recepción implicaba, desde determinado punto de vista, una pequeña traición. Pero así Nigel dispondría de unos pocos minutos para entender antes de que la Comej entrara en acción: un margen de tiempo precioso para escuchar al Snark a través del detector y para pensar cuál debía ser la respuesta apropiada. Y entonces, si lograba descifrar lo que decía el Snark, tendría que adelantarse a la respuesta de la Comej. Estaba casi seguro de que esos hombres cometerían algún desatino. Cualquier error podría ser fatal. Probablemente, el Snark había permanecido mudo durante todo ese tiempo por razones de prudencia. Si la respuesta de la Comej no era clara o parecía hostil, quizás el Snark se limitaría a atravesar el sistema solar y seguir viaje. Desaparecería. Para siempre.
La constelación amarilla de ventanas iluminadas del JPL parecía un faro en medio de las colinas envueltas en sombras. Nigel le pagó al taxista, se identificó ante los guardias y, en lugar de ir a la Sala de Control, se encaminó deprisa hacia su despacho. Abrió el cajón izquierdo de su escritorio, que estaba cerrado con llave, y hurgó en el fondo. Extrajo el segundo cubo cifrado de ferrita, aparentemente idéntico al que ahora estaba en poder de la Comej. Lo guardó en el bolsillo y pasó por el baño de hombres para mirarse en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos y su rostro parecía exclusivamente compuesto por aristas, rígidas y afiladas. Se alisó el cabello con pasadas bruscas del peine y se ejercitó para parecer relajado. Debo estar distendido. Sereno. Sí.
Mientras se miraba se puso tieso, aspirando bocanadas poco profundas. Alexandría había quedado atrás, postrada, y aunque no podía ayudarla seguía preocupándose por ella. Y allí estaba él, haciendo trampas a los hombres con los que había trabajado, desconfiando de ellos, con una fina película de transpiración enfriándole la piel, debajo de los ojos. Estaba convencido de que si hubiera podido convertirse en un testigo imparcial todo eso le habría parecido estúpido, ciego. ¿Qué le importaba el Snark, al fin y al cabo? Había perdido la chaveta. Cerró un puño y lo apretó contra el muslo. Ahora Alexandría estaba en otras manos, lentamente corroída por el mundo. Debía resignarse. Relájate, se dijo. Sé razonable, Nigel.
Ping
. Ya ha pasado la hora. Las cosas están fuera de la órbita de la pura y condenada y jodida y dulce razón. Oh, sí... oh, sí.
Frente a la puerta de la Sala de Control pulsó el punto situado detrás de su oreja. El detector se puso en marcha. Abrió la puerta.
La Comisión estaba reunida allí, y Evers, y Lubkin.
Nigel se desplazó entre ellos de un lado a otro, consultó, aconsejó. Verificó los últimos datos junto con los técnicos. Lubkin le mostró algunos trabajos de la Comej sobre la segunda señal que le enviarían al Snark: torpe, ambigua, demasiado complicada. Nigel hizo un ademán de asentimiento, murmuró algo. Lubkin le entregó el cubo de ferrita que contenía el mensaje de la Comej y Nigel lo insertó con grandes aspavientos en el tablero de comunicaciones.
La atmósfera de informalidad se había disipado. El Snark no se había apartado aún de la ruta diagramada. Pasaban los minutos. Media hora. La Comisión era un hervidero de conjeturas y preocupaciones. Nigel recogía las preguntas y observaba la aproximación del Snark. El Monitor de Venus aún mostraban un punto indefinido de luz.
Nigel habló por el micrófono empalmado a sus auriculares y ordenó que desconectaran el Monitor de Venus del programa de control conjunto que habitualmente empleaba el JPL. Ahora el satélite sólo respondería al tablero de Nigel. Ordenó que el plato principal de la radio del Monitor rotara y suministrara las coordenadas de enfoque.
Con la mayor naturalidad, extrajo del bolsillo su propio cubo de ferrita y lo insertó en el tablero. Pulsó las órdenes y el cubo de la Comej fue archivado, mientras el de él pasaba al frente, listo para transmitir.
—¿Qué hace? —preguntó Lubkin. Los hombres que rodeaban el sillón giratorio de Nigel se callaron.
—Estoy transmitiendo —respondió Nigel.
Activó la parte crucial: el código de identificación. Hacía muchos meses que había memorizado el código de su detector, en el despacho de Hufman, y ahora le ordenó a su tablero que le retransmitiese a él la respuesta del Snark. El tablero irradiaría directamente al detector, de modo que Nigel podría oír la respuesta antes de que ésta fuera difundida en la Sala de Control, para los miembros de la Comisión.
—Ahí va —dijo Nigel. Apretó un botón y el tablero despachó una señal de identificación. Su detector reaccionó emitiendo una serie de “bips” en su oído.
Ordenó que el Monitor de Venus empezara a transmitir la señal al Snark.
La nave flotaba plácidamente cuando le llegó la potente señal.
Era un código inteligente, que empezaba con un diagrama de la trayectoria de la propia nave por ese sistema planetario. De modo que los seres del tercer planeta la habían seguido constantemente, manteniéndose a la expectativa. Revelarlo ahora era un claro testimonio de que no tenían intenciones hostiles: podrían haber ocultado su habilidad técnica.
La nave localizó rápidamente la fuente de la pulsación, que giraba alrededor del planeta nuboso. ¿Ese mundo también estaba habitado? La nave recordó una antigua raza anfibia que había evolucionado en un planeta no muy distinto de ése, una raza cuya incapacidad para ver las estrellas a través del manto de nubes había sido un factor de estancamiento definitivo. Y pensó en otros mundos, sepultados bajo capas de gases incandescentes, donde la misma roca veteada había desarrollado inteligencia, interconectada por metales conductores y cristales recalentados al rojo blanco.
Los aparatos estudiaron la pulsación radial durante una fracción de segundo. Allí había mucho para entender. Complejas secuencias de deducción e inferencia llevaron a una única conclusión: el tercer planeta era la clave. La cautela era ya innecesaria.
Los ordenadores tendrían que revitalizar la inteligencia aletargada que era capaz de abordar esos problemas. Se integrarían a esa mente colosal. El éxito de la misión tenía un sabor agridulce: su identidad caducaría. La supermente buscaría el canal necesario para entender a la nueva especie, y los ordenadores más sencillos quedarían sumergidos en sus corrientes.
Comenzó la revitalización.
La nave se preparó para responder.
El cubo de ferrita se vació. Nigel oyó un rumor confuso de chirridos entrecortados.
—¡Eh! ¿Qué hace...?
Lubkin había descubierto la transposición de los cubos. ¿Un error de encasillamiento? Estiró la mano por encima del hombro de Nigel, hacia los controles del tablero.
Nigel se alzó bruscamente. Cogió el brazo de Lubkin y lo apartó del tablero.
Alguien gritó. Nigel abandonó su asiento y tiró del brazo de Lubkin, despidiéndolo contra otro hombre. La manga de la americana de Lubkin se desgarró.
Oyó los “bips” de su auricular. El Snark estaba contestando. Nigel se puso rígido. La configuración era clara, aunque estaba acelerada: el Snark devolvía el mensaje originario de Nigel.
Nigel se tambaleó. Bajo la luz esmaltada, los rostros de Evers y Lubkin navegaron hacia él. Se concentró en el borboteo de su cabeza. Listo: el Snark había terminado de retransmitir la señal de Nigel. Experimentó un acceso de júbilo. Había roto la barrera. Podían responder con...
Alguien le cogió el brazo, le golpeó las costillas. Abrió la boca para decir algo, para apaciguarlos. Hubo una avalancha de voces.
Su detector chilló. Ululó.
El sonido estalló dentro de su mente. El mundo se contorsionó y giró.
Sintió que algo oscuro y desmesurado circulaba dentro de él. Una ola se dilató, llenando... El torrente devoró su identidad.
Nigel boqueó. Manoteó al aire. Cayó desvanecido.
Lubkin le hablaba. Mientras tanto unas luciérnagas de color blanco y azul planeaban y revoloteaban y le picoteaban los ojos. Lo distraían. Nigel contempló la nube de luciérnagas canoras que danzaban entre él y el cielo raso opaco. La voz de Lubkin era como un bordoneo. Inhaló profundamente y las luciérnagas desaparecieron, para reaparecer enseguida. Las palabras de Lubkin adquirieron mayor nitidez. Un peso se asentó sobre sus entrañas.
Lubkin dijo que habían entendido el estado de ánimo de Nigel. Por su esposa y todo lo demás. Eso explicaba muchas cosas. Evers ni siquiera estaba enfadado por la transmisión en clave que Nigel había irradiado al J-27. Después de estudiar la idea, la Comisión había confesado que era la mejor. Qué diablos, entendían...
Nigel sonrió irónicamente, aturdido.
Las luciérnagas cantaban. Danzaban.
A Evers no le había hecho gracia que Nigel les tomara el pelo, agregó Lubkin, frunciendo el ceño. Pero ahora el J-27 había contestado. Eso cambiaba las cosas. Evers estaba dispuesto a olvidar la trampa de Nigel. Pensando, claro está, en Alexandría.
—¿Cómo? —Nigel se irguió en la cama del hospital.
—Bien, yo...
—¿Qué ha dicho acerca de Alexandría?
Nigel vio que estaba desnudo hasta la cintura. Lubkin se humedeció los labios con expresión insegura, nerviosa. Apartó los ojos de los de Nigel.
—El doctor Hufman quiere verle apenas me vaya. Le trajimos aquí desde el JPL, después de que nos telefonearon preguntando dónde estaba. Quiero decir que entonces entendimos.
—¿Qué entendieron?
Lubkin se encogió de hombros, incómodo, con la vista desviada.
—Bien, yo no quería ser quien...
—¿Qué demonios dice?
—No sabía que a ella le faltaba tan poco, Nigel. Ninguno de nosotros lo sabía.
—¿Po... poco?
—Por eso le telefonearon. Ella ha muerto.
Una enfermera le trajo una bata azul almidonada. El doctor Hufman se reunió con él en el corredor donde se estaba despidiendo de Lubkin, y le estrechó la mano solemnemente, en silencio. Nigel miró a Hufman pero no consiguió descifrar ninguna expresión.
El médico le hizo una seña. Marcharon por el corredor. En alguna parte sonó una campanilla de llamada. Las paredes lustrosas le devolvían a Nigel la imagen de un hombre demacrado, con un día de barba y con una mueca hosca estereotipada en la mitad superior del rostro. Los dos hombres siguieron caminando.
—¿Murió... murió inmediatamente después de mi partida? —preguntó Nigel con un susurro ronco.
—Sí.
—Lamento haberme ido. Usted debió intentar telefonearme...
—Sí.
Nigel miró a su interlocutor. El rostro de Hufman estaba crispado, con los ojos anormalmente dilatados y las facciones tensas como si se las estuvieran apretando.
—¿Me... me lleva a verla?
—Sí. —Hufman llegó a una puerta de metal gris y la abrió. Sus ojos se clavaron en Nigel—. Ella murió, señor Walmsley. Una hemorragia incontrolable. El quirófano estaba ocupado. Había otros pacientes. La dejamos a un lado para que se la llevaran los enfermeros. Transcurrió media hora.
Nigel asintió en silencio.
—Entonces empezó a moverse, señor Walmsley. Se levantó de entre los muertos.
Alexandría estaba sola, sentada en un complicado sillón de ruedas para diagnósticos. Un sillón erizado de dispositivos electrónicos. Su bata de hospital, blanca, estaba recogida sobre las rodillas, y tenía sondas en los tobillos, las pantorrillas, los antebrazos, el cuello, las sienes. Sonrió débilmente.
—Sabía. Que volverías. Nigel.
—Yo... estaba...
—Lo sé —asintió plácidamente—. Hablaste. Con Shirley. Te. Asustaste. Por lo que. Sucedía. —Hablaba despacio, formando las palabras una por una y espaciándolas con una pausa. Debía componer trabajosamente cada sílaba.
—Los Nuevos Hijos... —empezó a decir Nigel, y después no supo cómo continuar.
—No deberías. Haberte. Excitado. Nigel. Él me. Dijo. Que tú lo sentiste. También. Brevemente.
—¿Él? Quién...
—Él. Lo que sentiste. Antes de que. Rechazaras la Inmanencia.
Nigel se dio cuenta de que Hufman cerraba la puerta detrás de ellos y se quedaba donde podía escuchar sin interrumpir. Alexandría parecía suspendida por una certidumbre interior, en precario equilibrio, frágil. Encapsulada.
—Tú lo sentiste. A Él. Nigel. Cariño. Quizá. No. Lo. Reconociste. Durante mucho tiempo. Creíste. Que era. El Snark.
Nigel permaneció un largo rato en silencio, perplejo.
—El detector —dijo por la comisura de la boca, en dirección a Hufman.
—Sí. Sí —prosiguió Alexandría, con voz monótona—. Así fue. Como Él entró en mí. Pero yo. Reconocí. Su auténtica naturaleza.
Alexandría cerró los ojos y la respiración poco profunda, rápida, le agitó el pecho. Nigel miró a Hufman. Tenía las piernas entumecidas y se sentía clavado al suelo, sin poder avanzar hacia Alexandría ni retroceder. Los sensores de su sillón de ruedas parpadeaban y oscilaban.
—¿Alguien... algo... puede hacer eso? —preguntó con un susurro presuroso—. ¿Puede transmitir por el circuito del detector?
Hufman habló con voz grave que resonó en la pequeña sala.
—Sí, por supuesto. El de ella era un contacto acústico y eléctrico con un sistema nervioso. Casi siempre funciona pasivamente, pero podemos utilizarlo para irradiar ecos a través de los nervios centrales.
—¿Eso es lo que sucede?
Hufman se acercó a Nigel y, para mayor sorpresa de éste, le pasó el brazo sobre los hombros.
—Creo que sí. No se lo he contado a nadie porque, bueno, al principio pensé que había cometido un tremendo error.
—Algo está introduciéndose en ella. A través del detector.
—Así es, al parecer. Usted se desvaneció, ¿verdad? ¿En el JPL? Probablemente fue el efecto de una sobrecarga. O quienquiera que sea el que transmite acopló su corriente de entrada y se concentró en ella.
—Pero estaba muerta.
—Sí. Todas sus funciones vitales se interrumpieron. Calculo que sufrió carencia de oxígeno durante cinco o diez minutos a lo sumo. De alguna manera un estímulo transmitido por el detector le movilizó la respiración. La puso nuevamente en funcionamiento. También se ha reducido su sobrecarga renal.
—No entiendo cómo...
—Yo tampoco lo entiendo. Sí, se está estudiando el empleo de activadores neurológicos, pero son muy peligrosos. Y poco fiables.
—Le está devolviendo la vida —comentó Nigel con tono distante.
—¿Qué se la está devolviendo? ¿Quién lo hace?