Había empezado a caer el largo crepúsculo. Ya no veía la cordillera que se levantaba a muchos kilómetros de allí. Desde el océano avanzaban densas nubes blancas: probablemente esa noche nevaría.
Un movimiento fugaz atrajo su atención. La ventana del fregadero estaba parcialmente empañada y estiró la mano para limpiarla un poco. Un hombre salió trastabillando del bosque situado a un centenar de metros. Dio unos pasos, con gran dificultad, y se desplomó sobré un montículo de nieve.
Ichino se secó las manos y corrió hacia la puerta. Mientras salía se puso la pesada cazadora y parpadeó cuando el frío repentino le azotó la cara desabrigada. Ahora apenas veía al hombre entre la nieve. Ichino salvó la distancia con largas zancadas, resollando apenas. Los trabajos que había realizado en la cabaña le habían hecho perder kilos y habían aguzado su tono muscular. Cuando llegó junto al hombre comprendió por qué había caído. Tenía una quemadura en el costado. Había atravesado las capas sucesivas del anorak, la camisa y los aislantes adicionales. Una zona de treinta centímetros de ancho estaba tostada y empapada en sangre. Las facciones rubicundas del hombre se hallaban crispadas y tensas. Cuando Ichino le tocó cerca de la herida, gimió débilmente y respingó.
Era obvio que no podría hacer nada por él si no le llevaba a la cabaña. Le sorprendió descubrir cuánto parecía pesar, pero consiguió pasarse los brazos del desconocido sobre su propio hombro, en una buena posición para transportarlo, y recorrió el trayecto de regreso a la cabaña sin tropezar ni dejar caer el cuerpo sobre la nieve. Lo acostó sobre el suelo y empezó a desvestirlo. Le resultó difícil quitarle las ropas porque el correaje de la mochila se había enredado alrededor de la herida. Utilizó un cuchillo para cortar la camisa y la camiseta.
Tardó más de una hora en limpiar, tratar y vendar la herida. Entre la piel ennegrecida y descamada había polvo y agujas de pino, y cuando la alcanzó el calor de la cabaña, los capilares se abrieron y empezaron a sangrar.
Alzó nuevamente al hombre y lo tendió sobre la segunda cama. Hasta ese momento no había vuelto en sí. Ichino estudió durante largo rato sus facciones, ahora relajadas. No entendía cómo alguien podía haber sufrido semejante herida en medio de un bosque desierto. Y esto no era todo. ¿Qué estaba haciendo allí, para empezar? La primera idea que se le ocurrió fue trasladarse hasta la central telefónica de emergencia, situada a poco más de veinte kilómetros. La carretera comarcal más próxima estaba a sólo cuatro kilómetros y era posible que los guardabosques ya hubieran barrido la nieve. Ichino tenía aparcado allí un pequeño jeep.
Empezó a vestirse para la expedición. Casi todo el trayecto era cuesta arriba y probablemente tardaría varias horas. Cuando se disponía a prepararse un termo con café miró por la ventana y vio que nevaba una vez más, esta vez con un viento fuerte que doblaba las copas de los pinos. Una ráfaga ululó en los ángulos de la cabaña.
A su edad, esa marcha entrañaría un riesgo excesivo. Vaciló un momento y resolvió quedarse. En lugar de café preparó un caldo de carne para su paciente y le hizo sorber unas pocas cucharadas. Después esperó. Reflexionó sobre la extraña naturaleza de la herida, que era casi un corte por sus bordes nítidos. Pero se trataba, sin duda, de una quemadura, y grave. Quizá le había caído encima un tronco incendiado.
Tardó un rato en dirigir su atención hacia la mochila que había arrojado a un lado. Era voluminosa, con armazón de aluminio, muchos bolsillos y aislamiento. Muy costosa. La cartera superior estaba desabrochada. Por la abertura asomaba un tubo de metal gris, aparentemente insertado deprisa.
Ichino lo extrajo. El tubo se engrosaba en la base y a lo largo del costado se alineaban unos pequeños arcos metálicos, que parecían destinados a servir de apoyo a los dedos. Medía un metro y tenía varías protuberancias semejantes a interruptores de presión.
Nunca había visto algo así. Las líneas del objeto parecían poco refinadas. Era imposible determinar de qué se trataba. Volvió a guardarlo cuidadosamente.
Examinó a su paciente, que parecía dormir profundamente. El pulso era normal, los ojos no dejaban entrever nada inusitado. Ichino lamentó no tener más medicamentos. Encontró un nombre grabado en la mochila. PETER GRAVES.
No había nada que hacer, excepto esperar. Se preparó un poco de café. Fuera arreció la tormenta.
Sanges volvió a verse en apuros cuando se arrastró por el tubo en sentido contrario, al terminar el turno. Nikka tuvo que empujarlo en uno de los tramos estrechos del pasaje y cuando llegaron a la compuerta Sanges la fulminó con la mirada. Se cambiaron en silencio y salieron al lecho liso y polvoriento de la Luna.
A doscientos metros de allí, no lejos del lugar donde se había estrellado Nikka, una esclusa de presión del Emplazamiento Siete estaba implantada en la roca lunar. A lo lejos se veían más excavaciones parcialmente terminadas. Los lásers estaban perforando gradualmente una red de tubos diez metros por debajo de la roca protectora y el polvo. A esa profundidad las dependencias experimentaban pocas variaciones de temperatura entre el día y la noche lunares, e incluso los niveles de radiación eran apenas mayores que los de la Tierra, a pesar de la lluvia incesante de partículas del viento solar.
Nigel Walmsley salió al encuentro de ellos en el momento en que se dirigían al compartimiento que hacía las veces de vestuario. Sanges devolvió el saludo de Nigel pero se quedó callado, como si aún estuviera pensando en los túneles de la nave.
—¿Mañana estarás libre para cenar en París? —le preguntó Nigel a Nikka.
—Hummm.
—Bueno, ¿qué te parecen entonces unas elegantes raciones precalentadas y un poco de agua refinada?
Nikka lo miró dubitativamente y accedió. Se encaminó hacia la ducha mientras, fiel a la convención tácita, Nigel escribía la reseña de lo que habían descubierto durante ese turno. Exceptuando la aparición del enorme animal con aspecto de rata y la determinación del período de rotación de 7:15 horas, había pocas novedades dignas de mención. El progreso era lento.
Cuando apareció Nikka, seguida por Sanges, los tres se internaron por el corredor de comunicación. Éste era un vórtice de amarillos y verdes que se arremolinaban y se volcaban sobre la cubierta, en razón de lo cual el pasillo parecía engañosamente largo. En la cafetería arrinconada. Nigel le abrió aparatosamente la puerta a Nikka con una cierta gracia para burlarse de sí mismo. En un mundo donde se seleccionaba a los individuos con el fin de reducir al mínimo el consumo de los elementos que sustentaban la vida, él parecía alto y pesado.
Escogieron sus raciones entre las escasas alternativas disponibles, y cuando volvieron a ocupar una mesa Nigel oyó la conversación que mantenían tres hombres sentados cerca de ellos. Escuchó un momento y luego intervino.
—No, fue en
Revolver
.
Los hombres levantaron la vista.
—No, en
Rubber Soul
—dijo uno de los hombres.
—¿En
Eleanor Rigby
? —aventuró otro—. El segundo disco del álbum blanco.
—No, en ninguno de los dos —insistió Nigel—. Os equivocáis ambos. Fue en
Revolver
y le apuesto doscientos dólares a quien lo dude.
Los tres hombres se miraron entre ellos.
—Bueno... :—empezó a murmurar uno.
—Acepto —exclamó otro.
—Estupendo, vete a averiguarlo y después hablaremos. —Nigel se volvió y se encaminó hacia donde Nikka y Sanges le esperaban sentados, escuchando.
—Usted es inglés, ¿verdad? —preguntó Sanges.
—Por supuesto.
—¿No es un poco injusto aprovecharse de los demás cuando se habla de un grupo musical que también era inglés? —prosiguió Sanges.
—Probablemente. —Nigel empezó a comer.
—¿Alguna novedad? —inquirió una voz junto a él. Los tres levantaron la mirada. José Valiera los miraba sonriendo.
—Ah, doctor Valiera —dijo Nigel—. Siéntese, por favor.
Valiera aceptó la invitación y les sonrió a los otros dos.
—Siento no haber tenido tiempo de leer el informe que presentaron.
—No agregaba nada importante —comentó Nikka—. Pero deseo formularle una pregunta. ¿Existe alguna posibilidad concreta de conseguir una asignación suplementaria, para traer más personal aquí?
—Sé tanto como usted —respondió Valiera afectuosamente—. Pero sospecho que no. Al fin y al cabo hace apenas dos meses recibimos una suma considerable de dinero.
—Pero la calcularon fundándose sobre lo que sabíamos entonces, cuando desapareció la barrera visible —intervino Nigel—. Desde entonces los técnicos han exhumado un cúmulo de materiales que debemos investigar. —Frunció el entrecejo—. Me parece tonto que no aumenten el presupuesto.
—Bueno, hemos descubierto el empalme cibernético —subrayó Nikka—. Seguramente eso causará conmoción.
Valiera parecía incómodo.
—La causará cuando haya resultados prácticos. Deben comprender que no se comunica inmediatamente a la prensa todo lo que descubrimos. Hay aspectos que incluso el Congreso ignora.
—¿Por qué? —preguntó Nigel.
—Han llegado a la conclusión de que hay razones sociométricas para no divulgar con excesiva premura los resultados que hemos obtenido aquí, aunque parezcan muy interesantes. Algunos asesores del Congreso opinan que si descubriéramos algo realmente revolucionario, las consecuencias podrían ser críticas.
—Pero estamos aquí precisamente para eso —exclamó Nigel, mirando fijamente a Valiera—. Para descubrir algo revolucionario. Revolucionario, se entiende, desde el punto de vista de los principios fundamentales.
—No, yo creo entender de qué se trata —dijo Sanges—. El problema de la vida extraterrestre y de las inteligencias superiores a la nuestra tiene una fuerte carga emocional. Hay que abordarlo con delicadeza.
—¿De qué nos servirá la “delicadeza” si no podemos conseguir el dinero para proseguir las investigaciones? —se apresuró a preguntar Nikka.
—Según los cálculos realizados sobre la base de la erosión del viento solar sobre el fuselaje exterior, hace por lo menos medio millón de años que esta nave descansa aquí —explicó Valiera pacientemente—. Pienso que no desaparecerá de un día para otro, y no es necesario que se convierta en un hervidero de hombres.
—Después de todo —agregó Sanges con tono razonable y haciendo un ademán generoso—, trabajamos en tres turnos, durante las veinticuatro horas, para sacar el mayor provecho al módulo del ordenador. Ya estamos explotando la nave al máximo.
—En muchos de los pasajes, no hemos hecho más que asomarnos —protestó Nikka.
Sanges hizo una mueca de disgusto y proclamó con tono solemne:
—Nuestro Primer Obispo habló precisamente hoy de la nave. Él también aconsejó proceder con prudencia. De nada sirve descubrir cosas cuyas connotaciones no entendemos cabalmente.
Nigel sonrió con la boca torcida.
—Es una lástima, pero ese argumento no me impresiona.
—Deploro que no haya encontrado motivaciones interiores para abrir los ojos, señor Walmsley —dijo Sanges.
—Ah, sí. Postulo el dualismo cartesiano y por tanto no se puede confiar en mí. —Nigel sonrió—. Realmente nunca he entendido cómo un científico o un técnico puede tragarse esas historias macabras de demonios y muertos que se levantan de las tumbas. —Se preguntó si se daría cuenta de que se refería a Alexandría.
—Debe entender —intervino Valiera afablemente—, que el señor Sanges no es miembro de la facción más ortodoxa de los Nuevos Hijos. Estoy seguro de que sus creencias son mucho más sutiles.
Nigel lanzó un gruñido y contuvo el impulso de seguir provocándolos.
—Siempre me ha sorprendido que los Nuevos Hijos pudieran englobar tantas ideas distintas en una misma religión —dijo Nikka—. Casi me parece que les interesa más la religión como elemento de orden que una doctrina particular. —Sonrió diplomáticamente.
—Pues sí, verás, se trata precisamente de eso —asintió Nigel—. No se reúnen sólo para intercambiar chismes teológicos. Les gusta modificar la sociedad para acomodarla a sus creencias.
—Difundimos el inmenso amor de Dios, la Fuerza que mueve el mundo —dictaminó Sanges con tono grandilocuente.
—Escuche, no es el amor el que hace girar el mundo, sino la inercia —respondió Nigel hoscamente—. Y toda esta mierda sentimental en virtud de la cual ustedes dedican dos horas diarias para rezar, y días festivos especiales...
—Son medidas religiosas dictadas por nuestra fe.
—Sí, y son curiosamente populares, ¿no es cierto? —comentó Nigel.
—¿A qué se refiere? —preguntó Sanges.
—Sencillamente a esto. En las últimas décadas la mayoría de los seres humanos ha tenido que hacer grandes sacrificios. Muchos han muerto, ya no somos ricos, ninguno de nosotros lo es, y tenemos que deslomarnos para salir a flote. Los tiempos difíciles engendran malas religiones: ésta es una ley de la historia. Incluso quienes no creen en estas cosas saben reconocer una buena coartada cuando la tienen delante de las narices. Si se convierten en Nuevos Hijos disfrutan de horas adicionales de descanso, de pequeños privilegios, de algunas influencias políticas.
Sanges crispó los puños.
—Ésas son acusaciones bajas y viles...
—Creo que deben serenarse, caballeros, y... —intervino Valiera.
—Sí, tiene razón —asintió Nigel. Se puso en pie—. ¿Me acompañas, Nikka?
Apenas hubieron salido al corredor Nigel hizo una mueca y descargó el puño contra la palma de su mano.
—Lo siento —dijo—. Por lo general me dejo llevar por mis emociones.
Nikka sonrió y le palmeó el brazo.
—A menudo ése es el recurso más fácil. Los Nuevos Hijos tampoco son precisamente los sujetos más tolerantes. Pero debo decir que la opinión que tienes de ellos es bastante cínica, ¿no te parece?
—¿Cínica? “Cínico” es una palabra que inventaron los optimistas para criticar a los realistas.
—No tengo la impresión de que seas muy realista.
Él le abrió la puerta del corredor con modales exageradamente galantes.
—Ojalá tuvieras razón. No es casual que Sanges sea un Nuevo Hijo de pies a cabeza y que le hayan asignado a esta base. Valiera no lo dijo, pero según los rumores, si el Congreso aprobó esta vez nuestro presupuesto ello se debió a un acuerdo de alto nivel con la facción de los Nuevos Hijos. Éstos exigieron que su propio grupo estuviera bien representado aquí, antes de dar sus votos. Sí, es cierto que se trata de científicos y técnicos, pero también son Nuevos Hijos.