En el océano de la noche (31 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Las sombras negras ocultaban algunos detalles, pero estaba segura de que las articulaciones desmontables próximas al asiento estaban intactas. El vehículo había sido diseñado de forma que pudiera efectuarse un desmantelamiento rápido, fragmentado en módulos que se separaban para el mantenimiento.

¿Levantarlo? Imposible. Su masa sumaba casi mil kilogramos. Nikka puso manos a la obra. Desconectó los sistemas de tuberías y las configuraciones de cables y desprendió varios receptáculos con provisiones. Trabajaba rápida, metódicamente, calculando bien cada movimiento para economizar energía. Las válvulas estaban sólidamente encajadas y los puntales se plegaban. Las articulaciones desmontables se desprendieron limpiamente y el deslizador se partió en dos. La chatarra retorcida de la proa estaba suelta.

Las ruedas de aterrizaje estaban irremisiblemente trituradas, pero la sección de proa era más liviana que las otras dos terceras partes del vehículo. El motor iónico constituía la mayor parte de la masa del deslizador.

Nikka contorneó el parachoques abollado y encontró dos buenas agarraderas. Aun agachada en ese mundo de escasa gravedad, pudo apoyar bien los pies con sólo apartar el manto de polvo que había debajo de sus botas. Se afirmó, cogió la lámina metálica y tiró. La sección de proa pareció resistirse, atascada en un pequeño afloramiento rocoso, y después resbaló, resbaló sobre el polvo. Nikka gruñó, tiró, la chatarra siguió resbalando. El polvo era un buen lubricante, y una vez iniciado el desplazamiento, la sección de proa del deslizador resbalaba varios metros con un sólo tirón.

La arrastró gradualmente hacia la ladera. Dejaba una huella mellada sobre el polvo marrón, y Nikka adoptó un ritmo uniforme: pegaba un tirón, daba dos pasos, apartaba el polvo para poder apoyarse sólidamente sobre el lecho de roca, volvía a tirar. Tenía los brazos y las piernas agarrotados y le dolía la espalda. Su aire empezaba a viciarse, y se arremolinaba dentro del casco con peso propio. La marcha hacia la coraza invisible era larga y penosa, pero cada paso la acercaba un poco más, y al cabo de un rato la euforia hizo que la sección delantera del deslizador le pareciera más liviana. Casi creyó oír el roce del bronce contra las rocas, mezclado con el crujido del polvo bajo sus pies.

Podría haber llamado a Alphonsus. Convenía que supieran lo que estaba haciendo. Pero llegaran a tiempo o no, igualmente encontrarían la cúpula. Ella estaba totalmente sola, y su vida sólo dependía de sus propios esfuerzos.

Cuando Nikka llegó a la demarcación invisible, jadeaba fuertemente. Chocó con el muro, y su nariz se aplastó contra la visera. Recordó la nariz ensangrentada y sintió por primera vez la sangre coagulada dentro de las fosas nasales. Tuvo la impresión de que eso había sucedido hacía un año.

Se detuvo y estudió los cilindros de aire, desechando aquellos que tenían rajaduras visibles o costuras reventadas. En un extremo había dos que parecían intactos, pero no podía ver los indicadores porque las láminas de metal retorcido estaban enroscadas alrededor de ellos. Se detuvo sólo un instante para juzgar la situación, y luego desprendió un puntal y lo encajó debajo de la sección del deslizador. Apoyándose sobre la improvisada palanca empujó la parte delantera del deslizador contra la coraza, invisible.

No podía estar segura del éxito de la maniobra. El tubo de aluminio se había derretido, pero el deslizador tenía componentes de acero y aleaciones que quizá resistirían. Descargó todo su peso sobre la palanca, manteniendo la presión sobre la parte del deslizador más próxima a los cilindros. En un medio con más fuerza de gravedad no habría podido levantar el artefacto, ni siquiera con esa palanca, pero allí la escasa gravedad facilitaba las cosas. Le dolían los hombros.

Por su espalda circulaban breves descargas quemantes. No veía ningún cambio en el parachoques del deslizador, pero luego se ladeó ligeramente hacia la izquierda. Se apoyó mejor, desplazó la palanca para sostener el peso del artefacto, y al fin vio que un fluido oscuro chorreaba lentamente desde el lugar donde había estado apoyado el deslizador. Debía de ser metal derretido que corría por la superficie de la coraza. Nikka inclinó la palanca hacia delante, aumentando la presión.

Al cabo de un rato la cara frontal del deslizador empezó a desdibujarse y fundirse. El metal retorcido cedió en un punto, después en otro. Un hilo fino de metal licuado chorreó lenta, angustiosamente, por la superficie de la barrera invisible. Se desprendió una tenue nube de vapor gris. El líquido se acumulaba formando charcos dispersos sobre el lecho de polvo. El deslizador se ladeó de nuevo, y en cada oportunidad Nikka recomponía su equilibrio, torcía la palanca y aumentaba la presión.

A través de la película de transpiración que se había condensado sobre su visera calculó el peso cambiante de la proa del deslizador, y procuró compensarlo. Su aire era más y más espeso y sofocante. Debía esforzarse para concentrar la atención. De vez en cuando miraba hacia la cúpula de cobre abollado. Hacía una o dos horas no la había visto, no había sospechado que encontraría algo tan extraño y ajeno en una exploración selenográfica. Si salía con vida no descansaría hasta averiguar qué significaba esa cúpula y por qué estaba recubierta por una coraza. Quizá sus sistemas defensivos reaccionaban de forma esporádica e inconsciente.

El deslizador volvió a ladearse hacia la izquierda y Nikka hizo girar rápidamente la palanca para corregir la estabilidad. Ahora el metal fundido chorreaba sin parar y sobre el deslizador se había formado una nube de vapor. El metal retorcido cedió lentamente, se combó y se disolvió. El último obstáculo que la separaba de los cilindros de oxígeno se derritió y desapareció en un santiamén.

Nikka dejó caer la palanca improvisada y trepó frenéticamente sobre el deslizador. Tironeó de los cilindros pero éstos se resistieron a ceder. Se agachó, sintiendo que la sangre se le agolpaba súbitamente en la cabeza y se esforzó por enfocar la vista. Un tubo se había encajado contra los cilindros, inmovilizándolos en sus monturas. Forcejeó infructuosamente, tratando de desatascarlo. Estaba trabado.

Volvió a bajar por el costado del deslizador y recuperó la palanca. Si la apoyaba contra una roca —así, de esa manera— y ladeaba el deslizador, tal cual. Sí, se alzó nuevamente, arrimando el tubo al muro invisible. Insertó la palanca donde correspondía y después contorneó el deslizador para colocarse cerca de la coraza y poder volcar su peso contra el artefacto e inclinarlo aún más. Lo empujó. El deslizador cedió un poco y el tubo tocó la coraza. Sus manos estaban bien asentadas sobre el tubo y notó que su muñeca derecha se aproximaba lentamente a la coraza. El peso del deslizador se desplazó aún más y le atrapó la mano.

Debía elegir: soltar y empezar de nuevo, o dejar que el calor actuara simultáneamente sobre el tubo y la mano. Optó por lo segundo. El tubo ya estaba caliente. Vio que despedía vapor a medida que se disolvía el metal. Movió la mano cuanto le fue posible para aliviar la presión, pero no pudo retirarla totalmente.

Esperó, se afirmó de nuevo sobre los pies y estudió atentamente el tubo. Sus bordes sólidos empezaron a desdibujarse y fundirse. No sentía nada en la mano derecha. Trató de mover los dedos y a cambio de ello experimentó una sensación vaga. Tomó apoyo y empujó el tubo con todas sus fuerzas. Cedió poco a poco, combándose en dirección contraria a la coraza invisible, y un cilindro de oxígeno salió de su montura bajo la presión.

Estaba jadeando. Cogió el cilindro cuando éste ya rodaba sobre el deslizador y abrió de un tirón la válvula de seguridad. No hubo ninguna reacción en el indicador astillado. Acercó un dedo a la boquilla y no sintió ninguna presión. El cilindro estaba vacío. Sin pensar dos veces, sin permitirse el menor sobresalto de desesperación, manoteó el cilindro contiguo.

El tubo seguía apretando la montura pero Nikka lo apartó y el cilindro se desprendió. Pensó que ése era el momento decisivo. Todos los otros cilindros estaban rajados. Lo abrió y el indicador marcó un registro positivo. Se lo echó a la espalda, sin vacilar, y empalmó automáticamente las conexiones.

La corriente de aire la bañó con un soplo fresco y constante. Se desplomó sobre la proa del deslizador, indiferente a la coraza invisible, al metal retorcido que la aguijoneaba incluso a través del uniforme, al resplandor del Sol que brillaba sobre su cabeza. El contenido del cilindro duraría por lo menos tres horas. Si descansaba y se quedaba quieta quizá Alphonsus podría enviar una partida de rescate.

Algo le escoció en la muñeca y alzó la mano derecha para mirarla. Una mancha roja se extendía contra los colores moteados del plastiforme.

El escozor se intensificó hasta convertirse en un dolor sordo, palpitante. Mientras miraba, la sangre le chorreó por la muñeca hasta el codo. Permaneció totalmente inmóvil. Se desangraba en el espacio libre. El uniforme se le adhería fuertemente a la piel, de modo que el resto de su cuerpo no sintió una caída inmediata de tensión.

Vio cómo en la sangre se formaba un racimo de burbujas que estallaban lentamente. Un tenue velo gaseoso se desprendió de su mano a medida que se evaporaba la sangre.

Miró, alelada. Ciertamente el contacto con el vacío implicaba la muerte. ¿Cuánto tardaría? Una súbita caída de tensión produciría una narcosis nitrogenada. ¿En cuánto tiempo? ¿Un minuto, dos? Inhaló profundamente. El aire era bueno. Le despejó la mente y volvió a mirar la cúpula. Ésta parecía empinarse sobre ella.

Sangre contra metal. Vida contra máquina. Levantó los pies y rodó fuera del deslizador. Le chasquearon los oídos. La tensión de su organismo bajaba. Estaba a cien metros del resto del deslizador. En la caja de herramientas había esparadrapo, obturadores orgánicos... algo que le serviría para cerrar la herida.

Dio un paso. El horizonte se inclinó demencialmente y casi perdió el equilibrio. Cien metros, paso a paso. Concéntrate en uno, sólo en uno. Un paso cada vez.

Sus oídos volvieron a chasquear pero ya estaba avanzando. Unas gotas de color escarlata salpicaron el polvo. El dolor se había transformado en una feroz lanza quemante.

Resbaló y recuperó rápidamente el equilibrio, y mientras ejecutaba ese mismo movimiento echó una mirada fugaz por encima del hombro. La cúpula silenciosa e impersonal estaba agazapada detrás de ella. En menos de una hora le había hecho todo eso, la había colocado al borde de la muerte. Quizás aún podía hacerle algo más. Pero por fin ella era dueña de su vida. No permitiría que las cosas sucedieran espontáneamente. Y que el diablo se la llevara si se dejaba morir precisamente ahora.

4

Ichino dejó la bolsa de la comida a un lado y se tumbó sobre el césped que allí crecía formando parches. Entrecruzó las manos detrás de la cabeza y contempló el dosel que formaba el frondoso pimentero que susurraba suavemente, mecido por la brisa de mediodía. Estaba moteado por pinceladas amarillas de sol que fluctuaban y danzaban. Ichino sentía una serenidad interior que se explicaba por el hecho de que había tomado una decisión y había roto definitivamente con el pasado. Sospechaba que la llamada telefónica de Nigel, desde Houston, había sido hecha con el propósito de evitar que quemara las naves y presentara la renuncia. Pero si era así, Nigel llegaba demasiado tarde. La carta de Ichino ya seguía los cauces estipulados, y dentro de un mes estaría libre de las tensiones que le hostigaban en el trabajo y podría vivir con más despreocupación los años que le quedaban. No le inquietaba demasiado saber cuántos serían exactamente aunque la incidencia de las enfermedades provocadas por la contaminación no parecía tranquilizadora. Él nunca había fumado y había vigilado escrupulosamente su alimentación, de modo que...

—Disculpa mi retraso —dijo la voz de Nigel desde arriba.

Ichino parpadeó perezosamente y salió de sus cavilaciones. Saludó con una inclinación de cabeza. Nigel se sentó junto a él.

—Me ha resultado muy difícil viajar desde el aeropuerto.

—Entiendo —murmuró Ichino.

—Comí algo en el trayecto —agregó Nigel, señalando la bolsa de papel—. Come tranquilo.

Ichino se sentó y desenvolvió cuidadosamente su bocadillo y sus verduras.

—De modo que en realidad no tenías el propósito de comer aquí.

—No. —Nigel lo miró avergonzado—. Cuando te telefoneé necesitaba una justificación para sacarte del JPL. No quería que me oyeran oídos indiscretos o que alguien pudiera preguntarse de qué hablábamos.

—¿Y eso por qué?

—Bien, en primer término tu predicción fue correcta.

—¿En qué sentido?

—La NASA guardará el mayor secreto acerca de la operación Marginis. Utilizarán a recauchutados como yo... no les queda otro recurso. No hay muchos tipos jóvenes adiestrados para tareas múltiples.

—¿Las ciudades cilíndricas están demasiado especializadas?

—Eso es lo que dice la NASA —contestó Nigel.

—No parece un argumento muy sólido.

—Estas operaciones no son inexorablemente lógicas. Se trata de una cuestión política.

—La vieja guardia —dictaminó Ichino.

—A la que yo, afortunadamente, pertenezco.

—¿Tuviste éxito?

—Sí. —Nigel sonrió—. Tengo que deslomarme estudiando el ordenador de interferencias y otras bazofias.

—Conoces bien el material.

—No lo bastante, dicen los especialistas.

—Los especialistas quieren ir ellos en persona —murmuró irónicamente Ichino.

—Correcto. Me he enterado de que se están degollando encarnizadamente. Debo pisar con cuidado para no resbalar en la sangre.

—Sin embargo, has sobrevivido.

—Me he cobrado muchas viejas deudas.

—La herencia del señor Evers.

Nigel sonrió astutamente.

—Sabes que nunca he aprobado esos métodos —dijo Ichino con prudencia.

—Yo tampoco me siento muy orgulloso —respondió Nigel con tono inseguro, cauto.

—Todos hemos conspirado, implícitamente, para ocultar la verdad.

—Lo sé —asintió Nigel, con un cierto tono de fastidio—. Pero fue necesario.

—Para proteger a la NASA.

—Ése fue el efecto de primer orden. A mí me interesaba el de segundo orden: evitar que la NASA fuera destripada por intrusos, y asegurarle libertad de maniobra y un presupuesto suculento. Dinero para explorar la Luna.

—Y ahora se demuestra que tenías razón.

—Bueno... —Nigel se encogió de hombros—. Muchas otras personas pensaban como yo. El hallazgo de estos restos fue accidental.

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