—Faltó poco para que pereciera. La quemadura era profunda y podría haberse producido una infección. Me sorprende que haya podido soportar el dolor.
Graves dio un respingo al recordarlo.
—Sí. Tuve que seguir marchando, a pesar de la nieve. Si me detenía o me desmayaba, me matarían. Pero valió la pena.
—¿Por qué? ¿Qué ha conseguido?
—Bueno, la vara —respondió Graves, sobresaltado—. ¿No la encontró en mi mochila?
Ichino recordó súbitamente el tubo de metal gris que había examinado y puesto a un lado.
—¿Dónde está? —Graves se incorporó y giró fuera de la cama, mirando en torno.
Ichino se acercó a la mochila y encontró el tubo debajo de ella, en un rincón. Debía de haberlo dejado caer allí.
—Oh, está bien —dijo Graves débilmente, desplomándose sobre la almohada—. Pero no toque ninguno de los dispositivos del extremo. Se dispara con mucha facilidad.
Ichino manipuló el artefacto cautelosamente. No entendía el diseño. Si se trataba de un arma, no tenía una culata para absorber el retroceso ni para asegurar el apoyo contra el hombro del tirador. Tampoco tenía un guardamonte para proteger el disparador. (¿Ni disparador?) Vio una ligera protuberancia lateral que no había notado antes. (¿La mira?)
—¿Qué es esto?
—No me lo pregunte —contestó Graves—. Una nueva arma del ejército. Muy efectiva. Ignoro cómo la obtuvieron.
—¿Dice que los Patones la... veneraban?
—Sí. Se habían congregado en torno a ella y realizaban una especie de ceremonia. Como un rebaño de Nuevos Hijos o algo así, desgañitándose. —Miró rápidamente a Ichino—. Oh, disculpe si le he ofendido. No soy uno de los Hermanos, pero los respeto.
Ichino hizo un ademán de indiferencia.
—No, no pertenezco a la cofradía. Pero esta arma...
—Es del ejército, indudablemente. ¿Quién podría tener un instrumento tan mortífero? Yo necesité gestionar una serie interminable de certificados para poder llevar conmigo aquel fusil. No se preocupe, que lo devolveré cuando lo recupere. Lo único que me interesa son las fotografías.
Ichino depositó el tubo sobre el aparador de la cocina frunciendo el ceño.
—¿Las fotografías?
—Las que les tomé. Quizá tres carretes, muchas de ellas con teleobjetivo. Probarán que el Patón sigue aquí. La prensa se ocupará de mí.
—Entiendo. ¿Cree que bastará con esto?
—Naturalmente. Éste es, con creces, mi descubrimiento más importante. Incluso resultó mejor de lo que había previsto. Los Patones son listos, mucho más veloces que los animales de caza comunes. Quizá no sean el eslabón perdido ni nada por el estilo, pero les falta poco. Muy poco.
La fatiga le apagaba la voz, reducida a un susurro sibilante.
—Creo que debería dormir.
—Sí, claro... claro. Sólo le pido que cuide las películas que hay en la mochila. No deje que nada, usted sabe... la mochila...
Al cabo de un momento empezó a respirar con ritmo regular.
Ichino encontró las películas en un bolsillo lateral de la mochila que antes le había pasado inadvertido. Eran fotos nítidas, bien enfocadas, tomadas con película autorrevelable. La última, del claro, estaba todavía en la cámara. Vistos de espaldas, los Patones no eran más que bultos oscuros, pero el tubo descansaba bien visible sobre una piedra rectangular, en el otro extremo del claro.
Además, los Patones sabían emplearlo. ¿Pero venerarlo? Eso era extraño.
Ichino sonrió. Graves estaba tan abstraído en la búsqueda de los Patones que había perdido de vista su propósito originario. Lo primero que había atraído su atención había sido el fenómeno de Wasco... ¿qué relación tenía con los Patones? Graves no había tenido tiempo de preguntarlo.
Ciertamente, el empleo del tubo gris libraba a los Patones de la interferencia humana. Ay del cazador infortunado que tropezaba con una cuadrilla de Patones provistos del arma fulminante.
De todos modos... parecía muy improbable que esos seres pudieran sobrevivir indefinidamente en ese lugar, donde estaban rodeados de hombres. Claro que eran especialistas en ocultarse, o por lo menos eso daban a entender las crónicas históricas. Pero se limitaban a esconderse en la espesura del bosque... ¿o tenían un refugio especial? Una guarida que los protegía de la tempestad humana...
Un lugar equipado con sistemas de sustentación vital, que aún funcionaban. Una madriguera que amparaba a sus huéspedes, obedeciendo silenciosamente instrucciones remotas. Órdenes que ahora carecían de sentido pero que seguían cumpliéndose.
Un Edén subterráneo para esos hombres primitivos: desbordante de víveres, tibio, ideal para el apareamiento. Un lugar sagrado que se había evaporado un día en medio de una lluvia de polvo nuclear, dejando a una o dos bandas de Patones desamparados en la espesura: pequeñas tribus que se habían evadido casualmente del Edén y que aunque quizá querían regresar estaban condenadas a peregrinar por un océano de árboles y un mundo de hombres, perseguidas por máquinas que batían el aire con paletas giratorias y que transportaban a un cazador fanático, un hombre que seguramente había nacido muy lejos del Edén...
Erguida en la cama junto a él, con los ojos bañados por el cono de la luz de la lámpara de lectura encendida sobre su cabeza, con las rodillas recogidas que levantaban las sábanas hasta formar una tienda, parecía una suma de aristas óseas y delicados fulgores de piel. Estaba concentrada, leyendo las copias de su parte diario, buscando correlaciones. Nigel se alzó por encima de ella y, al verla desde ese ángulo elevado, tuvo la impresión de que era un terreno, una perspectiva de colinas y valles secretos que confluían para formar un conjunto opulento. El valle disperso de un río. Un mundo tan rico que cada tramo de tendones y alineamientos de huesos generaba nuevas parcelas, bosques flamantes, divisiones netas entre los recovecos poblados de arbustos y las recientes montañas nudosas.
—¿Hummm? —Ella intuyó su interés.
—Nikka...
Algo en su voz le hizo levantar la cabeza.
—¿Alguna vez has... sentido que dentro de ti hay alguien que está siempre escondido?
—¿Cómo...?
—Siempre observando. ¿Sientes de vez en cuando... que existe una forma en que deberías ver el mundo? ¿Otra forma?
—¿Quieres decir... mejor?
—Sí, mejor. Diferente.
—Una forma de ver más.
—De ver todo. Como si debiéramos estar... sumergidos en él.
Después de un rato:
—Creo que todos lo sentimos. A veces.
—Claro que sí. —Nigel suspiró—. Pero no cambiamos. Seguimos como antes.
—No siempre, aprendemos algo. O por lo menos algunos aprenden.
—¿Si no, qué sentido tiene envejecer?
—¿Si no aprendemos nada? Supongo que tienes razón.
—Hummm. —Nigel miró distraídamente las copias ininteligibles que tenía en la mano.
—¿Por qué...?
—Realmente no lo sé.
—Quizá tiene alguna relación con esto.
—¿Con esto?
—El trabajo.
—Oh, sí, supongo que sí. Pero siempre me ha sucedido lo mismo, desde el principio. Desde que era un niño.
—Estamos tratando de captar algo nuevo aquí. Algo de más envergadura...
—Sí. Quizás eso es lo que me hace sentir así.
—¿Así? ¿Cómo?
—Hay momentos en que pierdo la esperanza de saber alguna vez algo, cualquier cosa, fundamentalmente.
—Bien —dijo Nikka, buscando las palabras—, con más estudios...
—Diablos. No, es... Nikka, el mundo es denso. Hay estratos. Siento constantemente que debería entenderlo. Y no se trata sólo de esta condenada nave. No, se trata de todo, se trata de la vida. Hay algo granuloso... granuloso, que...
—¿Sí?
—No sé. No puedo expresarlo.
—En tu sociedad —murmuró ella—, no hay muchas maneras de abordar esto. Quizás en la mía hay unas pocas más.
—Exactamente. —Nigel asintió, y un tenue chispazo de irritación cruzó por sus facciones—. Escucha, hablando así no llegaré muy lejos.
—No es algo que se pueda expresar con palabras.
—No. Y vuelve a aflorar en mi mente mientras trabajo con estas copias.
—El hecho de que vemos muy poco.
—Entendemos aún menos que vemos. ¿Qué podemos suponer que tenemos en común con los seres que construyeron esa nave caída? El único punto de contacto consiste en nuestra naturaleza animal... para decirlo con las palabras del Snark.
—Me pregunto si nosotros, nosotros los animales, sentimos entonces lo mismo acerca de los otros.
—¿Los otros? —Nigel arqueó una ceja—. ¿Te refieres a las civilizaciones de ordenadores? ¿A los supercerebros con configuración de ábacos?
—Siempre lo dices como si fuera un chiste.
El se encogió de hombros.
—Quizá lo es.
—Tal vez eso es lo que todos podemos tener en común.
—¿Qué?
—El desdén por las máquinas.
—Supongo que sí. —Nigel asumió súbitamente una actitud cavilosa—. Al fin y al cabo nosotros las fabricamos a ellas, y no ellas a nosotros.
—Sin embargo somos insólitos.
—Inestables. Suicidas. Demasiado ambiciosos. Y las condenadas calculadoras de mesa...
—Nos sobreviven.
—Es humillante, ¿verdad? Si por lo menos nosotros los animales pudiéramos ponernos en orden...
—Y comunicarnos... —Nikka sonrió, completando su pensamiento—. ¿Eso es lo que quieres decir?
—Algo parecido. Quizás esos extraterrestres vinieron en busca de otra forma de vida orgánica inteligente. Tenían las mismas limitaciones que nosotros: la mortalidad, la guerra. Pero vinieron.
—Tal vez querían advertirnos que algo espantoso nos atacaría desde Águila.
—¿De qué habría servido? Hace un millón de años no teníamos tecnología.
—Entonces podrían... bueno, podrían habérnosla dado.
—No lo hicieron.
—No. Pero quizás intentaron legarnos alguna otra cosa.
—Ésa debe de ser la explicación. No podían sacar nada de una sociedad tribal como la nuestra.
—Sí. Aunque podía interesarles el contacto, desde luego. Un animal debe de sentirse tremendamente solo en una galaxia habitada por calculadoras de mesa.
—No veo que lo que nos trajeron nos haya servido para nada.
—Hummm. Abundante tecnología, pero seguimos siendo suicidas. Una guerra...
—Bang.
—Sí.
—Entonces debemos de esforzarnos aquí. Descifrando.
Melancólicamente:
—Sí.
Ichino miró cómo la nieve caía encajonada por la luz que se proyectaba desde la ventana. Las diminutas pinceladas blancas parecían hojas arrastradas por un turbulento río de aire, disparadas a través del rayo amarillo en dirección a la inmensidad. Era una nevada poco intensa, que sólo agregaría algunos centímetros a la capa ya acumulada. Pero era más que suficiente para acorralarlos a él y a Graves durante varios días más en este recinto enrarecido.
—¿Usted... usted... cuida mis cosas...?
—Por supuesto —respondió Ichino plácidamente, mientras se volvía para estudiar las facciones arrugadas de Graves—. No se preocupe por eso. Descanse.
Graves hizo girar débilmente los globos oculares, escudriñando la cabaña.
—No quiero que se...
—Duerma.
Graves giró pesadamente sobre el costado y cerró los ojos. Ichino estudió el arma tubular que ahora reposaba, a salvo, sobre un estante alto de la cocina. Comprendió por fin que era un objeto extraterrestre. Quizás un talismán que les habían entregado a los Patones hacía mucho tiempo, un regalo de despedida, algo que los ayudaría a sobrevivir. Quizá.
—Descanse —dijo—. Descanse.
Nikka descansaba junto a él, ancha de caderas y con los párpados pesados, y de alguna manera el cannabis había sido bien digerido, mezclado con el zumo de fruta, y Nigel se encontraba levantado a altas horas de la noche, descalabrado y con escozores en los ojos, planeando. Realmente, tendrían que hacer algo. Ahora los hechos los estaban arrinconando, y si Valiera —estaba seguro de que se trataba de Valiera, en cuya mirada había captado una expresión huidiza—, si Valiera quisiese, podría acorralarles aún más. Pero por Cristo, todo eso era tan tonto y tradicionalmente estúpido, toda esa bazofia de los Nuevos Hijos que nacía de las comarcas del centro de Estados Unidos y que Nigel nunca había entendido. Esos misteriosos norteamericanos insondables con su coeficiente intelectual de ochenta y siete que pisoteaban las viñas o los viñedos o lo que fuera, esas cosas que teóricamente todo alumno de la escuela secundaria debía saber pero que si sólo llegaran al conocimiento de unos pocos los convertirían en los pelmas más insoportables del mundo, pequeñas fuentes de sabiduría populachera. Era gracioso que hubiera creído entender a esas gentes, que se le habían escabullido una y otra vez con sus ojos velados y sus dichos populares. (“¿Cuál es el animal oficial de Mississippi?”
Un gato aplastado en medio de la carretera
. Nunca había sabido si era o no un chiste.) Y su oscura obsesión por las tradiciones cuando era evidente que no tenían ninguna, corriendo igualmente en torno a la otra punta y promoviendo constantemente lo nuevo, lo más reciente, el delirio de la semana, nuevo nuevo nuevo. Nuevo,
new
en inglés. Neutrinos, pequeñas partículas desprovistas de masa que atravesaban la Tierra como si ésta no existiese. Newtrinos. Nuevos trinos. Sin pensar ni siquiera por un segundo en lo que se había hecho de todos los viejos trinos, quizá descargados sobre alguna estrella como excedentes de Guerra. Nigel lo festejó para sus adentros y lo que emitió fue una risita. Débil y atiplada. Y enseguida se evaporó la apariencia pulida que había conservado y comprendió que otra vez se sentía nervioso, tensado al máximo en ese espantoso hueco, deseando algo y sin saber ya de qué se trataba, en verdad. Sí, allá en Ícaro lo había visto claramente, y de alguna manera la necesidad se había disipado de su ser durante aquellos años que había pasado con Alexandría y, que Dios la ayude, con Shirley. Pero ahora había recorrido al garete años vacíos. Nikka era una ayuda pero bajo la epidermis de las cosas había un elemento resolutorio que no alcanzaba a tocar. ¿O acaso era pura y simplemente un hombre que se estaba volviendo cada vez más viejo, que había vivido tiempos mejores y lo sabía, y que se sentía lastimado, lastimado por el azote de esa verdad?
Nigel se recostó contra la pared, en el fondo de la galería de la tridimensional. Las figuras se atropellaban en la pantalla, pateando un balón, cayendo, practicando maniobras de pinzas y bloqueándose. Nunca le había gustado mucho el fútbol americano pero ahora entendía su lógica, entendía que los hombres lo necesitaran. Un juego de caza en pequeños grupos, corriendo y gritando y sabiendo quién era el enemigo y quién el amigo. Propio del grupo y ajeno al grupo, simple y satisfactorio. Y ni un vegetariano entre todos.