En el océano de la noche (45 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Le acometió desde la pantalla como un alarido vibrante, coloreado como una ampolla verde moteada que se dilataba hacia él.

Le azotó en la cara y Nigel Walmsley se desintegró.

16

El día había pasado rápidamente, poco más que un intervalo de luz mortecina se filtraba a través del manto de nubes. Ahora caía el crepúsculo e Ichino se mecía en su silla, con las facciones trocadas en una máscara solemne, mientras hacía girar el arma entre sus manos flacas, huesudas. ¿Palpaba su peculiaridad, o eso era obra de su imaginación?

Otra conversación con Graves, a la hora de la comida, había aclarado un poco las cosas, pero Ichino estaba seguro de que quedarían muchos misterios sin elucidar. Graves había marcado en un mapa todos los lugares donde habían sido vistos los Patones durante el último siglo, y había descubierto que existían pautas recurrentes, rutas preferidas entre las montañas. Era allí donde había buscado con helicópteros y dispositivos infrarrojos a las bestias bamboleantes. Ichino había elegido ese lugar por la misma razón: al estudiar la zona agreste de Oregón había comprobado que una serie de valles y desfiladeros poco profundos comunicaban esa región con la zona de Wasco. No había sido más que una conjetura, un motivo cómodo para instalarse en esos bosques clementes, pero gracias a ello Graves había llegado hasta él. Y quizás ahí terminaba todo: era posible que no hubiese otras bandas de Patones. El estallido de Wasco debía de haberles atrapado a casi todos, sepultándolos dentro de su madriguera invernal.

Dónde habían... ¿Qué era lo que esperaban allí? ¿Un retorno prometido? ¿La nave caída en Marginis? Evidentemente, los Patones habían conocido a los extraterrestres, y quizás habían trabajado para ellos, habían aprendido de ellos. Era muy posible que aquellos hombres primitivos hubieran venerado a los extraterrestres todopoderosos, de apariencia divina.

Habría sido sencillo, natural, trasladar ese culto a los tesoros que los dioses, los extraterrestres, habían dejado atrás al abandonar la Tierra.

En el pasado remoto los Patones debían de haber recogido las reliquias dispersas de sus dioses y habérselas llevado consigo cuando formas humanas superiores los habían obligado a refugiarse en la espesura de los bosques. Las habían arrastrado durante la colosal retirada, y quizá las habían utilizado para sobrevivir.

Y por supuesto las tribus equipadas con armas habían sobrevivido durante más tiempo. Los Patones que habían venerado una nevera extraterrestre, pensó Ichino, sonriendo, no debían de haberle sacado mucho provecho cuando los habían acorralado y los habían obligado a luchar.

Graves hablaba en sueños, en un murmullo, y se debatía contra las sábanas. Ichino lo miró.

Graves se haría famoso con ese descubrimiento. Por fin había sacado a los Patones a la luz.

Ichino encontró la película en la mochila de Graves. En medio del fuego se convirtió en un fruto anaranjado y enseguida desapareció sin dejar rastro.

Cogió el tubo —¿cómo habían conseguido que fuera tan resistente, tan perdurable?— y lo transportó hasta el claro. Lo sostuvo allí, en la penumbra glacial del crepúsculo.

Pasaron los minutos. Hasta que aparecieron.

No eran muchos. Seis de ellos abandonaron la hilera negra de árboles donde habían estado refugiados y formaron un semicírculo alrededor de él. Ichino tuvo la sensación de que otros esperaban ocultos. Su presencia flotaba en el aire.

Gracias a la luz que fluía por la puerta de la cabaña, abierta a sus espaldas, vio claramente a uno de ellos. Su cabeza era muy humana. La frente estrecha bajaba en declive hasta las ventanas de la nariz. Los ojos refulgentes, hundidos, giraban inquietos, viéndolo todo. Sin embargo, se movía sin ansiedad ni tensión.

Sus brazos enormes, musculosos, colgaban casi hasta las rodillas mientras avanzaba haciendo crujir la nieve bajo su peso. Una pelambre negra y erizada, que brillaba bajo la luz de la cabaña, le cubría todo el cuerpo excepto la nariz, la boca y las mejillas. La brisa suave tenía un vago olor animal, agrio.

Mientras esperaba en medio de esa débil corriente de aire, Ichino recordó el valle brumoso del parque de Osaka, donde las alondras revoloteaban libremente y se posaban, gorjeando. En la pantalla de su mente se confundieron con los pordioseros deformes que comían habas de soja secas y cantaban
chiri-gan
en las calles hacinadas, sucias. Todos marginados por los negocios apremiantes de la humanidad, todos vulnerables y en vías de desaparecer.

No obstante las leyendas que circulaban sobre los Patones, Ichino no experimentó el cosquilleo del miedo. Miró en torno, moviéndose lentamente y estudiando la escena con serenidad. Tenían órganos genitales de aspecto humano y a la derecha vio una hembra con pechos voluminosos. Se detuvieron a diez metros de él y esperaron. Aunque estaban ligeramente encorvados, su porte era digno.

Tendió el arma a un brazo de distancia y se adelantó. No se movieron. La depositó despacio, con delicadeza, sobre la nieve, y retrocedió.

Sería mejor que se la llevaran. En ausencia de pruebas concretas, prácticas, nadie creería la historia de Graves, o por lo menos se demorarían los trámites.

De lo contrario, los fanatismos que poblaban el mundo se empeñarían en buscar una Respuesta, un Camino, en esos maltrechos fósiles. El hecho de que alguien convirtiera a esas criaturas en el centro de la atención pública sería fatal para ellos. Cuando Graves volviera a la civilización con ese tubo saldrían a cazarlas. El arma era el argumento decisivo. Vinculaban incuestionablemente a los Patones con los extraterrestres.

Ichino les hizo una seña para que la recogieran.

“Tomadla. Estáis tan solos como yo. A ninguno de nosotros le aprovecha la locura del hombre.”

Una de las criaturas se adelantó con paso inseguro. Se agachó y alzó el tubo con un ademán elegante, acunándolo entre sus brazos.

Miró a Ichino con ojos que refulgieron iluminados por la luz anaranjada de la cabaña. Inclinó a medias el rostro y la cabeza, como si saludara.

Detrás del Patón los otros emitieron un coro de chillidos modulados. Canturrearon un rato y repitieron la inclinación del torso. Después se volvieron y se alejaron garbosamente. Enseguida desaparecieron entre los árboles.

Ichino miró hacia arriba. Las nubes se deslizaban sobre las estrellas. Entre dos de aquéllas vio la blanca desnudez de la Luna.

Allí arriba había habido alguien que quizá también lo había visto, sepultado en la fría memoria eléctrica. ¿Se había dado cuenta de que esos niños-antepasados formaban parte de la naturaleza, de la misma forma que los árboles y el viento?

Sería mejor que se fueran. La naturaleza casi había terminado su trabajo de trituración, casi los había aniquilado. Pero por lo menos desaparecían gallardamente, solos, lejos de miradas indiscretas. Todo ente salvaje tenía derecho a exigirle eso al mundo.

Después de un largo rato Ichino volvió a entrar, dejando el silencio a solas consigo mismo.

EPÍLOGO

2019

1

Llegaron a tiempo para el desayuno.

El quitanieves se detuvo rugiendo y tosiendo e Ichino se asomó a la puerta de la cabaña, sorprendido, parpadeando para disipar un velo de sueño, porque había pensado que llegarían mucho más tarde. Descargaron los regalos del trineo y los llevaron adentro, en un clima de actividad vehemente que pareció abrir la cabaña al fulgor de la mañana.

Comieron alrededor de la mesa angosta. Bistec, bien cocido; tostadas crujientes; zumos. Ichino manifestó interés por los informes sobre los rápidos progresos que se sucedían en Marginis, y le explicaron cómo habían descifrado la carta celeste. También le describieron la secuencia cronológica ahora ordenada que fijaba la antigüedad de los restos, y la forma en que estaban desentrañando los datos astronómicos. Sin embargo, pese a tan intensa actividad, habían optado por tomarse unas breves vacaciones en la Tierra y bajar en el ocaso del invierno.

Nikka se distrajo con el café. Nigel quitó los platos y los fregó, volvió a la mesa, sediento, y revolvió el zumo de naranja, pensativo.

Hizo girar varias veces la cuchara de madera, golpeándola contra los costados, y observó cómo se formaba una depresión en el zumo, con un agujero parabólico en el centro. Retiró la cuchara. La depresión se desdibujó, empezó a rellenarse. Pensó en el momento angular que pasaba fluidamente del zumo, mediante la fricción, a las paredes del recipiente, que luego se difundía por la mesa de madera dura, que se filtraba hacia fuera y abajo, hundiéndose en la tierra misma. La depresión amarilla se encrespó y perdió impulso. Flecos de pulpa giraban en los torbellinos. En el fondo de la concavidad, en el centro del zumo arremolinado, se formó una resaca blanca. La parábola reluciente y el momento angular se extinguieron juntos, como gemelos dinámicos. Una resaca espumosa se expandió en un disco delgado.

Es posible que a veces veamos fantasmas, pensó Nigel, pero nunca vemos el momento angular. Ni el pasado.

—Me temo que la temperatura es algo baja —comentó Ichino.

—Hummm —asintió Nikka, sorbiendo el café. No se había quitado la chaqueta.

—Anoche consumí los últimos leños y el fuego no se mantuvo hasta que me levanté. Saldré y cortaré algunos más.

—No. —Nigel lo invitó a sentarse nuevamente, con un ademán—. Lo haré yo. Necesito ejercicio.

—¿Estás seguro? —Nikka lo estudió seriamente.

—Claro que sí —respondió Nigel, arrastrando las palabras—. ¿Dónde está el hacha?

—En el lado sur de la cabaña. Bajo los árboles.

—Entonces creo que ejercitaré un poco los músculos.

Cuando la puerta se cerró estrepitosamente detrás de Nigel, Ichino hizo una larga pausa y por fin dijo:

—Tu mensaje fue lacónico.

—Lo siento —contestó Nikka. Se volvió y miró a Nigel por la ventana hasta que se perdió de vista entre la hilera circundante de árboles.

Nikka apoyó ambos codos sobre la mesa y observó a Ichino.

—Todavía no nos dejan despachar información reservada. Datos, quiero decir. Pero no pueden evitar que Nigel o yo hablemos acerca de lo que ocurrió. No ahora, cuando nos encontramos en la Tierra.

—¿Pero qué fue lo que sucedió? Tu telegrama...

—Lo sé, disculpa. Nigel me pidió que lo enviara. Supongo que pensó que ése era el único lujo que podía permitirse. Probablemente tenía razón.

—Comprendo que ésta es la primera vez que nos vemos, de modo que quizá tienes una cierta reticencia...

—Oh, no se trata de eso. Perdón, piensas que te oculto algo, ¿verdad?

—Si no puedes...

—Oh, claro que puedo hablar. Pero no te puedo contar mucho porque en realidad no lo sé. Nadie lo sabe. Excepto Nigel.

—¿Qué es lo que no sabes?

—Cuál era la... bueno, la programación, extraterrestre.

—¿La programación? ¿De nuevos datos?

—Oh, así es como la llamo. Nigel dice que no es la mejor interpretación. Así como las montañas no tratan de programarte para que veas el cielo, dice.

—Pero tu nota... ¿leíste lo que le escribí a Nigel acerca de los Patones? —Ichino se inclinó hacia delante, con la mirada fija en ella, tratando de descifrar su verdadero talante.

—Sí. ¿Ya ha terminado la querella con ese tal Graves?

—Espero que sí. —Hizo una mueca amarga.

—Dijiste que vinieron sus hombres.

—Sí. No había nada que encontrar.

—Te amenazaron.

—Por supuesto. —Ichino levantó las manos, con las palmas vueltas hacia el cielo raso—. No les quedó otra alternativa. Pero después se fueron.

—Es posible que Graves vuelva.

—Es posible.

—Con helicópteros y dispositivos infrarrojos, sónicos... Graves puede rastrear de nuevo a los Patones.

—También eso es posible.

—No crees que lo haga.

—No.

—¿Porqué?

—Ha perdido algo. Su convalecencia en el hospital fue muy larga. Está envejeciendo. La quemadura le bajó los humos. De todas maneras, no descarto...

—¿Crees que ahora teme a los Patones?

—Sabe que tienen la misma arma.

—Y que serán huidizos y precavidos.

—Desde entonces sólo me he topado una vez con él. Ésa fue la impresión que me produjo. Si hubiera conservado todas esas evidencias, estupendo. ¿Pero volver a enfrentarlos? No.

Desde la puerta llegó un golpeteo sofocado de madera. Nikka se disparó como un muelle y la abrió violentamente. Nigel se detuvo con un pie en el aire. Hacía equilibrios sobre el otro y sostenía una brazada de leña. Entró ruidosamente en la habitación, un poco inclinado hacia atrás para sostener el peso de la carga.

—Fue una buena idea desplegar la lona embreada sobre la pila de madera —gruñó—. La nieve ha empezado a derretirse. Sería una pena que se estropease esta vieja leña... Está seca como un hueso.

—La saqué de las leñeras de los alrededores —explicó Ichino—. Durante los años de la crisis esto fue un refugio.

—Ah.

Nigel dejó caer la leña en la tolva y se sacudió los fragmentos de corteza de las mangas. Nikka lo miró inquisitivamente y después volvió a la mesa, sobre la cual desplegó el mapa de la zona que habían utilizado para encontrar la cabaña. Sacó un lápiz y estudió el territorio que se extendía hacia el Norte, hasta Wasco.

—¿Crees que entraron en este valle porque era una ruta natural para alejarse de la explosión? —le preguntó a Ichino, que hizo un ademán de asentimiento.

Nigel sonrió.

Ella se interesó con demasiada naturalidad por los detalles geográficos. Nigel observó, en medio del creciente silencio de la cabaña, cómo ella devolvía a su lugar un mechón de lustroso cabello negro, formando un nuevo estado del casco reluciente que estaba prendido sobre la nuca. Con un movimiento elegante del dedo medio hundió el lápiz en el moño, distraída. Cuando Nigel vio este ademán inconsciente su corazón respingó hasta nuevas alturas.

Arqueó una ceja, reflexivamente, mientras miraba a Ichino, que estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la mesa.

—También puedes hablar de eso conmigo —dijo Nigel, muy divertido.

—Yo... eh... —respondió Ichino, con tono vacilante.

—Me refiero a lo que sucedió.

—No oí nada en el noticiario.

—Sólo había una probabilidad infinitesimal de que lo oyeras.

—La National Science Foundation no ha decidido cómo tratar el tema —explicó Nikka. Dobló el mapa y lo guardó.

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