—He dejado bien en claro que pueden cavilar sobre el manejo de los datos, pero que no podrán manejarme a mí —manifestó Nigel. Apoyó una bota sobre el banco vecino a la mesa y volcó allí todo su peso, con el brazo montado sobre la rodilla levantada.
—Quizá porque todo es muy confuso —comentó Ichino delicadamente.
—En efecto. —Nigel sonrió.
—¿Qué...?
—¿Qué sentí?
—Sí. Supongo que eso es lo que quiero saber.
—Al principio experimenté una sensación de fuga.
—Hacia algo nuevo.
—En cierto sentido.
—Pero ahora has vuelto.
—No. Nunca he vuelto.
—Entonces... —Ichino se interrumpió, perplejo.
—Lo que sabía está revuelto. O lo que creía saber.
—Y... —Ichino se debatió contra una inhibición interior—. ¿Qué sacaste en limpio de eso? —Inmediatamente agregó—: Algo que se pueda traducir en palabras.
—Oh. Te refieres a hechos. —Se frotó las manos contra la tela basta de los pantalones e irguió el cuerpo, echándose hacia atrás, mirando las vigas del techo y el espacio de la cabaña que se abovedaba sobre sus cabezas, poblado de sombras—. Los deliciosos hechos.
—Háblale de los extraterrestres —dijo Nikka.
Ella había permanecido absolutamente inmóvil frente a la mesa y Nigel captó en esa inmovilidad una tensión que debería vencer con el tiempo, un cúmulo de preocupaciones personales que ahora a él le parecían totalmente transparentes pero que, para ella, eran muy necesarias, una angustia por él que, desplegada a lo largo y a lo ancho abarcaba más de lo imprescindible y más de lo que ella estaba en condiciones de entender. Pero esto, también, se disiparía con el transcurso del tiempo y ella quedaría en su estado natural, la Nikka de antes, vehemente y afable, cuyas conversaciones eran un repiqueteo de observaciones cáusticas, de jerga profesional, matizado de vez en cuando por un epigrama. La Nikka esbelta y briosa, tal como él la recordaba a veces: bajo la embotada luz del fósforo, ligeramente ladeada, con la cuna de su abdomen arqueada, garbosa.
—Los extraterrestres —murmuró Nigel, como si quisiera refrescar su memoria y volver a este mundo lineal.
—Entiendo que has acertado con su origen —manifestó Ichino, espoleándole, y Nigel reflexionó sobre la elección del vocabulario. ¿Acertar? ¿Ese término? ¿Aplicado a algo que estaba extinguido y muerto y vacío? Recordó a Evers y a aquel individuo, Lewis, con sus frases como misión de combate y su sentido en última instancia absurdo de la realidad de las cosas, el
zonk
de los misiles disparados, el
crump
curiosamente silencioso cuando se abría la flor anaranjada detrás del pobre y perplejo Snark fugitivo.
¿Acertar?
Ajeno. Tan ajeno.
—He encontrado su estrella base —dijo.
—¿Calculando su sistema de coordenadas?
—Sí.
—¿Cómo nos encontraron ellos a nosotros?
—Supongo que son una nave de reconocimiento. Automática. Exploraban al azar.
—¿No encontraron nada en el espectro radial? ¿Cómo nos sucedió a nosotros?
—No... Eso concuerda con lo que dijo el Snark.
—¿No había otras... razas orgánicas? ¿Otras razas vivas, en aquella época?
—No las había equipadas con tecnología. De modo que estos tipos salieron a buscar cualquier cosa... quizá con intenciones colonizadoras. Pero fracasaron... y tropezaron con nosotros.
—Crearon el Patón.
—No. Lo aprovecharon. Pero me parece que ese experimento tampoco fructificó.
—¿Porqué?
—Lo ignoro. Sin embargo, el Patón fue un precursor.
—¿De que?
—De nosotros —contestó Nigel, sorprendido—. Nosotros somos el desenlace, ¿entiendes?
—¿De... la programación?
—Ah. —Nigel lanzó una risita, se inclinó y rodeó a Nikka con el brazo—. Veo que has estado hablando con nuestra amiguita. Programar... es un concepto totalmente errado.
—¿Por qué lo hicieron? —Ichino entrecerró los ojos, como si estuviera desconcertado.
—El... ¿cómo dijo el Snark?... el universo de las esencias. La vida orgánica puede disfrutar de él, las máquinas no. Los extraterrestres vinieron para asegurarse de que lo disfrutaríamos antes de... bueno, antes del fenómeno de Águila. Lo que avanza hacia nosotros, sea lo que fuere.
—¡Entonces ya lo sabían! —Ichino golpeó con un nudillo la mesa de madera dura—. Cuando me enviaste esa carta celeste me pregunté si habías perdido totalmente la chaveta.
Nigel exhibió una alegre sonrisa, arrugando las comisuras de los ojos.
—¿Cómo puedes estar seguro de que no la he perdido?
Luego, Nigel lanzó una sonora carcajada al ver la expresión consternada de Ichino.
—No, no, viejo amigo..., no la he perdido. Pero no puedo explicar con precisión lo que sí me ha sucedido.
—Pareces distinto.
—Soy distinto.
—¿Y los restos de Marginis... vinieron para ponerlos a nuestra disposición? ¿Para la defensa?
—Lo ignoro —respondió Nigel—. No pienses que lo entiendo todo. Vinieron a entrar en contacto, porque conocían el proceso de Águila. Porque sabían que toda vida orgánica es frágil. Pero sí, con la esperanza de que existiera alguna afinidad.
—Y algo los detuvo.
—Supongo que ellos mismos. —Nigel suspiró, desplazó sus pies, metió las manos en los bolsillos traseros—. La guerra. En Wasco había armas. Probablemente estaban divididos por un conflicto que desembocó en todo eso. ¿Por qué habrían de traer la muerte nuclear de las estrellas?
—¿Para defenderse de Águila?
—Tal vez. O de otra fracción de su propia sociedad.
—Quizá podremos averiguarlo.
—¿Te parece? Lo dudo. De todos modos... ¿a quién le importa? Las causas han muerto. Sólo tenemos los resultados.
—¿Los resultados?
Ichino frunció el ceño y Nikka alzó la cabeza con expresión interesada. La temperatura había subido en la estancia gracias a que el resplandor difuso del sol proyectaba rayos de luz a través de las dos ventanas que miraban hacia el Sur. Nigel se relajó. Ahora necesitaba salir de ese lugar, librarse de esa insatisfactoria ronda de explicaciones, de modo que procuró sintetizar.
—Sabes, en verdad nuestro pasado consiste en una serie de trucos aprendidos. Aprendimos la conformación de parejas, los mecanismos sociales. Después la caza mayor. Cuando ésta se agotó, porque todos los planetas son finitos, apareció la agricultura. La siguieron la tecnología, los ordenadores, una velocidad de información que se equiparaba con nuestra velocidad de almacenamiento de datos. Pero el mundo no es sólo esto, y aquí es donde encallaron las civilizaciones cibernéticas. En realidad tienen razón: somos inestables. Por que nuestra tensión interior es producto de la forma en que evolucionamos. Los ordenadores no evolucionan: los desarrollan. Los programan para que sean infalibles, precisos, seguros. Si sobreviven al suicidio de sus antepasados orgánicos, conservan esas características. Pero en Águila hay una sociedad cibernética que optó por el ataque preventivo... para aniquilar a las formas orgánicas antes de que éstas pudieran extenderse por las estrellas, encontrar los mundos cibernéticos domesticados y destruirlos, como es inevitable que lo hagan.
Nigel se calló. Dentro de la cabaña flotaba una expectativa asfixiante.
—Entonces nosotros... —empezó a decir Ichino.
—Tenemos que perfeccionarnos —prosiguió Nigel—. Pero diablos, no se trata realmente de eso. Podemos ser más poderosos que la torpe camarilla de robots de Águila. Echando mano al... Ya lo verás, claro que lo verás. Al universo de las esencias. Al ámbito donde se disuelven los sujetos y los objetos.
—Los Nuevos Hijos —insinuó Ichino—. Ellos hablan de...
Nigel alzó las manos y lanzó una risita.
—Ellos son el reverso secundario de un viejo disco: el miedo a la muerte más la acumulación de cosas.
Se volvió y miró el bostezo de la chimenea.
—Necesitamos más leña —dijo.
Cuando hurga en los bolsillos buscando los guantes encuentra una moneda. Jubiloso, la arroja al aire, cercenando el espacio. La atrapa hábilmente entre los dedos y la levanta, como si fuera un círculo de bronce. La moneda, delante del sol amarillento, lo eclipsa. La perspectiva desafía el orden inmediato. La obra del hombre ciega incluso a este horno portentoso que sobrevuela el cielo.
Cuando la puerta de la cabaña se cerró detrás de él, Nikka preguntó:
—¿Qué opinas?
—No lo sé.
—Hace mucho que lo conoces. ¿Crees que ha cambiado mucho?
—Por supuesto.
—Dice que no puede comunicarlo realmente.
—Nadie ha podido hacerlo.
Nikka frunció el entrecejo.
—No sigo tu razonamiento.
—Cuando lo conocí, irradiaba tensión. Ahora ésta ha desaparecido —explicó Ichino—. Antes, siempre buscaba algo. Una respuesta.
—¿La ha encontrado?
El semblante de Ichino se relajó, se alisó, y las arrugas que rodeaban los ojos desaparecieron.
—Creo que ha descubierto que buscar es mejor que encontrar —dictaminó.
La tierra escarchada se le entrega, como un límpido tapiz lavado. Exhala una nube de vapor. La nieve cruje, el aire cortante le raspa la garganta, alegre cantar eterno amar, saltar, bullir, volar, morir, resquebraja la nieve endurecida con cada pisada, hundiéndose en el abrazo algodonoso que lo aguarda abajo, y el mundo dócil lo atrae obedientemente hacia sí al final de cada paso, hacia el hogar, hacia el centro de la Tierra misericordiosa
un hilo de sudor cálido que le escuece al correr
por su cuello arrugado
el sol ardiendo detrás del cielo velado
un vasto océano azul poblado por la aleteante
vida de los pájaros
... se vuelca sobre él y lo atraviesa...
—Estoy preocupada por él —dijo Nikka. Sus manos entrelazadas sobre la mesa temblaban.
—No tienes por qué preocuparte —respondió Ichino—. Ya me has dicho que Nigel hizo cosas que ningún otro pudo entender. Descifró la carta estelar. Ve configuraciones que los demás...
—Sí, sí. Sólo quiero estar segura de que se encuentra bien.
—Sabes, Nikka, cuando era niño tenía un ciclomotor de dos tiempos. Mis padres me lo regalaron. Lo necesitaba para ir a la escuela.
—¿Y?
—Esta historia tiene una moraleja.
Le apoyó una mano encima, para consolarla. A través de la ventana empañada vio que Nigel sopesaba el hacha y se encaminaba hacia la pila de leña. La nieve profunda de los últimos días del invierno dificultaba sus movimientos. La ventana cuadrada enmarcaba la escena como si se tratara de un grabado Sumaro unidimensional.
—Esperé una semana antes de usarla —continuó—. El artefacto me inspiraba mucho miedo. Tenía 150 centímetros de cilindrada y quedé muy sorprendido cuando apreté por primera vez el pedal de arranque y cobró vida. Monté en ella y recorrí orgullosamente la calle de mi casa, de uno a otro extremo, agitando la mano para saludar a mis padres y a los vecinos. Hasta que se detuvo el motor. No pude volver a ponerlo en marcha, a pesar de todos mis esfuerzos. Tuve que volver a casa empujándolo.
Levanta el hacha y la descarga limpiamente zonk mordiendo de veras el tronco seccionado. La madera se astilla, se parte, y Nigel siente que sus músculos tensos llegan al apogeo en el curso de esa maniobra, convergiendo en la curva descendente de su espalda a medida que él sigue el movimiento y la hoja se hinca profundamente en dirección a la tierra cantarina y lo clava amorosamente a la jornada.
Se funde.
Y él se yergue sobre una elevada cornisa, un acantilado de roca plegada y granulosa. Contempla la danza palpitante de los seres hirsutos en el valle que se extiende a sus pies mientras la estruendosa cadencia se eleva hacia él y lo envuelve y él baila inmediatamente, partiendo leña con un hacha refulgente tajante que cae con un martilleo rítmico de saltar, bullir, volar, morir, un plano primordial de madera que se desploma cuando él siente en ese único instante fugaz el nexo entre el acto y el origen de ese placer tensante que le produce el solo trabajo físico, el júbilo del movimiento...
... levanta el hacha, con el
zonk
de la madera vencida aún en sus oídos e ingresa en otro instante...
Se funde.
—Entonces investigué para verificar si el combustible llegaba al carburador y si la bujía funcionaba correctamente. Limpié los inyectores y pisé el pedal de arranque y volvió a partir, con un estupendo rugido entrecortado. De modo que me pareció obvio que una pelusa de un trapo de limpieza o algo semejante había obstruido un delgado tubo de gasolina.
Nikka hizo un ademán de asentimiento.
—De modo que volví a salir y después de dos minutos tartajeó y se detuvo nuevamente.
... y sin embargo, y sin embargo se da cuenta de que esta danza aullante y este éxtasis del deslizamiento muscular es un fragmento pero no la totalidad de su ser y al alzar de nuevo el hacha, al sentir que se remonta en el pozo de gravitación potencial de la Tierra devoradora recuerda el trabajo de antaño en la remota y gris Inglaterra, maravillosa isla inexistente, recuerda los ritmos elásticos de las cuadrillas que cargaban pardos sacos de carbón en las mañanas frías y lúgubres, mientras una delgada capa de nieve se desplegaba sobre las inmensas pilas negras de carbón corroídas por los camiones y los hombres, y Nigel que trabajaba sólo por el dinero, para pagarse la rara serenidad de las horas en casa, abrigado y leyendo bajo la luz amarillenta mientras las frágiles matemáticas se desovillaban delante de él, esa nueva lengua que encerraba la promesa de elevarlo a un nuevo continente de dicha euclidiana, las bodas trascendentes del pensamiento económico y limpio con los ritmos subyacentes del mundo, que destilaban orden de la escabrosa confusión de la existencia, amalgamándose sin embargo en ese momento con la vida, sin dividir el mundo en sujeto y objeto, abarcándolo en cambio, amalgamándolo, con el hacha hiperbólicamente impulsada por los átomos de la piel de sus manos que se hundían en la trama molecular del mango de madera, con todas las esencias extraídas de la misma materia delicadamente urdida, sin yuxtaposiciones, en tanto las viejas dualidades lamen sin razón la mole granítica de la única solución matemática coherente consigo misma que postula el Universo, alegre cantar eterno amar, y a través de esta lente ve el desierto, el Snark que navega detrás de sus ojos premiosos y que le muestra una fracción de todo esto sin que el pobre difuso, vago Snark se amalgame, ni se confunda reverberando, no sólo fragmentos, astillas que atraviesan el mar de categorías que era el viejo Boojum Snark y que lo clavaron para siempre al mundo encasillado del sujetoobjetovivirmorir...