En el océano de la noche (41 page)

Read En el océano de la noche Online

Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
9.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Inferencia, deducción, evidencia circunstancial. Un chico de unos dieciséis años yace sobre el flanco derecho, con las rodillas ligeramente replegadas y la cabeza apoyada sobre el antebrazo, como si durmiera. Parece pequeño en el fondo de la zanja oscura. Una pila de fragmentos de pedernal forma una almohada de piedra bajo su cabeza y cerca de su mano descansa un hacha de piedra bellamente tallada. También hay costillas asadas y patas de antílope, envueltas en hojas: el chico necesitará alimentos en el país de los muertos.

Círculos y animales dibujados sobre los muros, rostros y guijarros embadurnados con arcilla coloreada. El arte sigue a la religión, por lo menos hace cien mil años. Animales domesticados, las legiones auxiliares de perros y gatos y ganado. Y siempre la ansiedad, el ímpetu expansivo, la agresión, la guerra.

El hombre preferiría matarse antes que morir de hastío. Por tanto... las novedades, los juegos de azar, la exploración, el arte, la ciencia...

—¿Qué... mmm... haces? —preguntó Nikka. Lo miró con expresión adormilada.

—Estudio. Busco pistas.

Nikka apartó las sábanas a un lado y se quedó mirando el techo. Inhaló profundamente, para despejarse, y se sentó. Su cabello negro se onduló y cayó despacio en la escasa gravedad.

—Fue estupendo.

—Hummm.

—Nunca había disfrutado tanto, ¿sabes?

Él levantó la vista.

—¿Cómo?

—Bien, me siento mucho más distendida. Supongo que hay amoríos y amoríos.

—Es cierto —murmuró Nigel, distraído—. Dios se vale del sexo para reírse de los ricos y los poderosos, como dijo Shaw o Wilde o no sé quién.

—No somos ni lo uno ni lo otro.

—Sí. —Nigel continuó leyendo.

—Bueno, supongo que no sé realmente cómo expresar...

Nigel dejó sus papeles a un lado y sonrió.

—No es necesario que lo hagas. Verás, es demasiado temprano para juzgar las cosas. Y a veces se aprende más zambulléndose en la vida que disecándola.

—Yo... oh.

—¿Lo entiendes?

—Un poco.

—Hummm. Bien. —Nigel volvió a coger sus notas.

—¿No tienes un interruptor que te haga suspender el trabajo?

—Sí —murmuró él con tono distraído—. Está en la punta de la verga.

—Ya lo he probado.

—Oh, ámame, ama mi fanatismo.

—Muy bien. —Nikka dejó escapar un fuerte suspiro—. Me doy cuenta de que no hay nada que hacer con el romance. Nunca he visto a alguien que trabaje tanto. Los otros no...

Nigel resolló.

—Ellos no tienen una pista acerca de lo que importa.

—Y tú sí.

—Quizá. Hay muchas cosas con las que aún quiero llenar mis sinapsis envejecidas. Escucha. —Se meció hacia delante, entrelazando las manos—. Está claro que quien pilotó esta nave sabía muchísimas cosas acerca de nuestros antepasados. Debían de estar realizando alguna operación aquí, porque de lo contrario, ¿cómo se explica que hayan aprendido tanto? ¿Y por qué no estudiaron también a los delfines, que son inteligentes? Aunque la suya sea una inteligencia muy distinta de la nuestra.

Nikka se puso una de las camisas de Nigel y se sentó junto a él.

—Muy bien. Jugaré tu juego. Quizás era más fácil hablar con nosotros.

—¿Porqué?

—Bueno, ellos debían de parecerse un poco a nosotros. En los restos de esta nave hay muchas cosas que podemos entender. Su tecnología no es totalmente misteriosa. Debían de tener algunas formas sociales semejantes a las nuestras. Incluso debían de conocer la guerra, a juzgar por su pantalla defensiva y su sistema de ataque.

Nigel hizo un lento ademán afirmativo.

—Además, alguien recogió a los sobrevivientes de esta catástrofe, porque de lo contrario habríamos encontrado algún rastro de sus cadáveres.

—De modo que hubo algo más que una expedición de una sola nave.

—Tal vez. Es difícil determinarlo. Medio millón de años es un larguísimo período de tiempo. Ni siquiera podemos saber con certeza muchas cosas acerca de cómo era nuestra propia vida hace medio millón de años. ¿Cómo domesticábamos los animales? ¿Cómo evolucionó el sistema familiar y cómo salimos de los bosques a la pradera? ¿Cómo aprendimos a nadar? Diablos, los monos se resisten a cruzar un río de más de medio metro de profundidad o diez metros de ancho. Sin embargo, todo eso ocurrió muy rápidamente.

Nikka se encogió de hombros.

—La evolución forzosa. La gran sequía de África.

—Sí, ésa es la historia de siempre. Pero todo esto —abarcó el entorno con un ademán—, las bases lunares, la ciencia y la tecnología y la guerra y las ciudades. ¿Todo esto refleja una consecuencia de la caza mayor? Me parece poco verosímil. Escucha esto.

Cogió un pequeño magnetófono y lo apoyó en su rodilla.

—Mantendré el volumen bajo para no despertar a los demás. Es un himno guerrero de Nueva Caledonia. Forma parte del envío de materiales antropológicos. Supongo que Kardensky pensó que lo encontraría divertido, porque cree que mis gustos en materia musical van en este sentido.

La cinta grabada se puso en marcha. Empezó una larga canción monótona, sonora y profunda y casi gritada al compás de los tambores. La entonaban con sentimiento pero con una extraña falta de modulación. No había un ritmo sostenido, sino sólo ocasionales suspensiones fortuitas de cadencia que parecían interrupciones. Un opaco ruido grave llenó la habitación. Durante un rato los intérpretes cantaron al unísono y sus voces y el retumbar del tambor parecieron adquirir fuerza e intención. Después el ritmo volvió a quebrarse.

—Sobrecogedor —comentó Nikka—. ¿Qué pueblo cantaba esto?

—La sociedad humana más primitiva que conocemos. O que conocíamos... Esta cinta fue grabada hace cuarenta años y desde entonces la tribu se ha desintegrado. Son los perdedores... los individuos que no se adaptaron a la formación de grupos cada vez más numerosos y a los mejores sistemas para guerrear y fabricar herramientas. Parecían carecer de un elemento de agresividad que las sociedades “triunfantes” como la nuestra exhiben en exceso.

—¿Por eso han desaparecido?

—Supongo que sí. En alguna época lejana todos debimos ser como esas tribus, pero algo hizo que cambiáramos. ¿Y qué fue ese algo? La evolución, dicen los científicos. Dios, piensan los Nuevos Hijos. Ojalá yo lo supiera.

La fatiga los venció.

Nigel murmuró las buenas noches y se durmió enseguida. Pero Nikka permaneció despierta. Se quedó mirando la oscuridad y la monótona y deshilvanada melopea siguió dando vueltas por su cabeza.

Tuvieron que suspender durante dos días la exploración de la nave cuando todo el personal sumó sus esfuerzos y completó la instalación de los sistemas de sustentación vital. Nigel y Nikka trabajaron en las burbujas hidropónicas, inmensas cavernas excavadas con vaporizadores nucleares en la roca lunar. Sellaron las paredes resquebrajadas, embadurnándolas con una crujiente tintura roja que adquiría una dureza aceitosa al secarse. Al terminar el segundo día, Nigel estaba dolorido por los esfuerzos, y un músculo lacerado de su espalda le hacía cojear. Abandonó el festejo espontáneo que se desarrollaba en el refectorio y volvió a la sala de consolas. Nikka notó su ausencia y lo siguió. Lo encontró dormitando en el sillón, con el rostro oculto por las sombras que proyectaban las titilantes luces verdes.

—Deberías dormir en casa.

—He venido a reflexionar.

—Ya me he dado cuenta.

—Hummm. Allá no exhibía un ingenio deslumbrante, ¿verdad? El interludio en la burbuja hidropónica me dejó extenuado.

—No deberías haberlo hecho. Valiera se eximió y no es más viejo que tú.

Nigel amenazó con el dedo a un rival imaginario que estaba en ese recinto frío y estratificado.

—En eso te equivocas. Nada le gustaría más a Valiera que tener una prueba de mi incapacidad física para... ¿cómo se dice habitualmente...? “aportar todos mis esfuerzos al trabajo común”. No, debo cuidar mucho los detalles. Pueden resultar fatales.

—Deberíamos tener
más
personal, para no vernos obligados a... bueno, supongo que no importa. Sin embargo, me gustaría contar con uno o dos especialistas estables, para que nos respalden. En disciplinas como la antropología cultural, por ejemplo —dijo Nikka.

—Eso es demasiado prosaico —murmuró Nigel.

—¿Porqué?

—Aquí hay cosas más importantes que están en juego.

—Hasta ahora todo parece muy inocuo.

Nigel resopló, con una especie de risa brusca.

—Quizá.

—Pero tú no crees que sea así.

—Es sólo una conjetura.

—¿Sabes algo que yo ignoro?

—Lo que importa no es lo que sabes. Se trata de los nexos.

—¿Por ejemplo?

—¿Has leído el estudio sobre el Snark?

—Casi todo. No había muchos datos.

—Nunca los hay en el campo de la investigación, por lo menos hasta que ya has resuelto el problema. No, me refiero a su trayectoria inicial.

—No sabía que la conocíamos.

—No con precisión. Tenía orden de borrar sus huellas. Pero algunos científicos trazaron una proyección en sentido inverso, utilizando como puntos de referencia sus diversos sobrevuelos planetarios, y determinaron con bastante aproximación su trayectoria.

—¿La porción del cielo de donde provenía, quieres decir?

—Sí. El viejo Snarky partió de la constelación Águila. Se trata de un grupo de estrellas que ha sido bautizado así por su forma. Entre ellas se cuenta Altair.

—Fascinante —respondió Nikka secamente.

—Espera, esto no es todo. Estudié los antecedentes de Águila, remontándome unos años atrás. En el
Star Atlas
de Norton verás que entre 1899 y 1936 hubo veinte novas bastante brillantes, distribuidas por todo el cielo. Son estallidos de estrellas.

—Hummm.

—Cinco de ellas fueron localizadas en Águila.

—¿Y bien?

—Águila en una constelación pequeña. Abarca menos de la cuarta parte de un uno por ciento del cielo.

Nikka levantó la vista con renovado interés.

—¿Alguien más lo sabe?

—Supongo que sí. Un individuo llamado Clarke lo hizo notar en una ocasión... Yo encontré la mención.

—¿Novas de grandes dimensiones?

—Respetables. La nova de Águila de 1918 fue una de las más brillantes de las que se tiene noticia. Sólo en 1936 hubo dos novas en Águila.

—¿De modo que el Snark estaba haciendo de las suyas?

—El Snark no. Estoy convencido de que no es más que una nave de reconocimiento.

—¿O un pointer?

—¿A qué te refieres?

—Un perro pointer. Uno de esos que señalan la perdiz.

—Carajo. —Nigel se quedó inmóvil—. No lo había pensado en esos términos.

—Es posible.

—Diablos, claro que lo es. El Snark no tenía por qué conocer las intenciones de quienes lo habían diseñado.

—De vez en cuando sí les comunica sus descubrimientos.

—Y ellos... utilizan la información.

—No es más que una suposición —se apresuró a decir Nikka—. Esas novas... ¿a qué distancia estaban?

—Oh, a distancias variables —respondió Nigel distraídamente—. Lo importante es que todas estaban sobre el mismo vector, vistas desde aquí. Como si la causa se desplazara hacia nosotros.

—Nigel, es sólo...

—Lo sé. Es sólo una suposición. Pero... encaja.

—¿Con qué encaja?

—Con los restos que hay fuera. —Hizo un ademán enérgico—. Unos seres vivientes vinieron aquí, en un pasado remoto. La nave transportaba lo que el Snark denominó formas orgánicas, y no superordenadores.

—Animales, creo que dijiste.

—Sí, el Snark también nos llamó animales. Sin intención de insultarnos. Nos consideraba especiales.

—¿Por qué?

—Para empezar, somos inusitados. Dijo que casi toda la vida es vida mecánica. Y nosotros pertenecemos...

—¿A qué pertenecemos?

Nigel se sintió curiosamente incómodo al emplear la expresión.

—Al universo de las esencias.

—¿Qué significa eso? He leído tu resumen secreto, pero...

—No tengo la menor idea acerca de lo que suma todo esto.

—Entonces los seres que viajaban en la nave accidentada también pertenecían al universo de las esencias. Vinieron a buscar algo.

—O a dar algo.

13

Después de un día de balbuceos confusos, Graves se despertó por la mañana en condiciones de hablar de forma coherente. Ichino frió un bistec de levadura sintética y mientras comían, Graves confirmó casi todo lo que Ichino había deducido del microfilme.

—Hace varias semanas que les sigo la pista —dijo Graves sentado en la cama—. Primero en helicóptero, después a pie. Tomé algunas fotos desde larga distancia, e incluso encontré algunas de las verduras que habían mordisqueado, unos huesos de conejo, cosas parecidas. Mis rastreadores señalaron los lugares más probables. Mi guía y yo descubrimos a algunos en el momento en que empezaba a caer esta maldita nieve. Fue endemoniadamente difícil seguirlos en medio de la borrasca.

—¿Por qué no se detuvieron? —preguntó Ichino.

—En algún momento ellos tendrían qué reducir el ritmo de su marcha. Aquí todo se para, en invierno. Pensé que si resistía más que ellos tal vez los sorprendería mientras hibernaban o hacían algo parecido. Pensé que podría tomar prisioneros.

—¿Y fue así como le hicieron esto? —Ichino señaló el vendaje que ceñía la costillas de Graves.

Graves hizo una mueca.

—Sí. Quizá no se habían guarecido sino que sólo habían hecho un alto. Los encontré en uno de esos claros de forma circular donde hincaban sus raíces los pinos. Me acerqué mucho. Estaban sentados alrededor de una especie de bloque de piedra sobre el que descansaba un objeto metálico. Todos parecían mirarlo y canturreaban, meciéndose, en tanto que algunos de ellos aporreaban el suelo.

—Habló de eso antes, cuando se despertó por primera vez.

—Aja. Pensé que pasaría inadvertido con todos esos ruidos, esos cánticos. Mi guía dio un rodeo para acercarse desde otro ángulo. Estaban venerando ese condenado instrumento, esa vara. Saqué una foto y me moví, y el que encabezaba el grupo me vio. Me asusté. Le disparé con mi fusil, pensando que quizá los espantaría. Entonces el jefe cogió la vara. Me apuntó con ella. Supuse que se trataba de un garrote y volví a disparar. Me pareció que había dado en el blanco. Pero el jefe maniobró con el extremo de la vara y de ésta brotó un rayo, tan próximo que sentí el calor en el aire. Algo semejante a un láser, pero con un radio de acción mucho más amplio. Apreté frenéticamente el disparador y lo acribillé a balazos, pero se resistía a caer. Le acertó a mi guía... y lo mató. Su descarga siguiente me alcanzó en el costado. Sin embargo en ese momento yo ya lo había rematado. Cayó muerto. Los otros habían huido. Me acerqué a él, le arrebaté la vara y me alejé, sin mirar siquiera hacia dónde iba. Supongo que después de un rato encontraron mi huella... vi que me seguían. Pero habían aprendido la lección. Se mantuvieron alejados, fuera del alcance de mi fusil. Probablemente calcularon que al fin caería y podrían recuperar la vara. Pensé que no tenía salvación, hasta que vi el humo de su cabaña.

Other books

Summer of the Gypsy Moths by Sara Pennypacker
Steinbeck’s Ghost by Lewis Buzbee
Real Life & Liars by Kristina Riggle
The War for Late Night by Carter, Bill
The Gazebo by Wentworth, Patricia
Let Loose by Rae Davies
The Egg and I by Betty MacDonald