Ella, que todo lo tuvo (23 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Entonces, si podía hablar, ¿por qué no le contestaba?

Trató de evocar la única vez que le había hablado. ¿Qué le dijo? ¡Ahhh, sí!, lo recordaba. Comentaron su encuentro en la via Maggio. Él le preguntó si el profesor Sabatini era su marido, y al enterarse de que no lo era había enmudecido; sólo eso. Luego fue imposible sacarle una sílaba más.

¿Cómo era su voz? Buscó en los archivos de su memoria y le llegó perfecta. Era lo contrario a él: acogedora y cálida. Quería volverla a oír.

¿Le dejaba escrito algo? ¿Y si le contestaba con otro texto, otro del mismo libro?

Cogió la cinta de seda que hacía de separador y después de leer algunos poemas eligió, de entre los veinte, el número 17.

67

En busca del tiempo perdido
de Marcel Proust. ¿Qué podría gustarle?… ¿El episodio de la madalena en el café? No; ése era demasiado obvio. Graduó sus binóculos y, a pesar de hacerlo, no pudo distinguir la página que en ese momento ella leía. Buscó entre su colección de lentes, lupas y prismáticos, el catalejo que había adquirido hacía años en una subasta; decían que había pertenecido a Simón de Utrecht, jefe de la escuadra hanseática contra los piratas, y tenía una mira capaz de adivinar hasta los poros del papel. Lo encajó en su ojo y apuntó de lleno al libro. Miró el número de la página y lo anotó en un papel. Ya lo tenía. Después, decidió observarla. Acababa de descubrirle un lunar en el cuello; llevaba el cabello recogido y un mechón caía sobre su nuca, al descuido. Se había sentado y levantaba el sobre del pequeño escritorio. Sus ojos se maravillaron, su boca sonrió.

Era como él; sabía apreciar las cosas.

Los solitarios eran una raza especial. Tenían el don de ver lo invisible. La mayoría, a falta de compañía, desarrollaban la capacidad de emocionarse y percibir. ¿Cuántas veces él había corrido tras una página suelta y la había visto convertirse en pájaro mientras el viento la elevaba? Todas las cosas tenían su propia alma.

Las hojas, las piedras, una lata en el suelo, una bolsa vacía, una copa rota, una botella abandonada en un rincón de la calle, los postes de la luz, las ventanas abiertas, una cama deshecha, un helado derretido. Detrás de cada objeto había una historia. Eran los ojos de los observadores los que tenían la potestad de infundirles la vida.

Ella y él sabían encontrar en un poema lo que escondían los silencios, los espacios en blanco. Las mayúsculas y minúsculas, el punto aparte, los suspensivos, las comas. Los adjetivos y sustantivos; la música del verbo.

La vio oler la postal, llevarla al oído, cerrar los ojos y sonreír. La imaginó pequeña, corriendo con su pelo al viento y su risa limpia y sonora. Hermosa en su fresca ingenuidad.

Nunca había podido observar a ninguna niña y menos jugar con ellas. Su madre se lo había prohibido.

Él era el «niño santo» y no se pertenecía. Era el regalo de Dios a trece años de esterilidad, espera y súplicas, que en agradecimiento debía volver a Dios. En definitiva, era un obsequio prestado.

Desde antes de nacer había sido consagrado a no ser lo que él quisiera; los designios de su madre habían caído sobre el peso de sus pequeños hombros. Sólo abrir sus ojos sietemesinos, en aquel cuarto lúgubre había visto el crucifijo que siempre llevaría colgado al cuello y, más tarde, colgado en su alma.

Ahora quería que la vida le devolviera lo que le había quitado: la mejor parte de sí mismo. La parte que había estado prisionera en una promesa ajena: la que le había arrebatado el miedo de su madre.

Volvió el catalejo hacia al pupitre y enfocó la orquídea. Faltaba muy poco para que se tiñera completamente de rojo; cuando esto ocurriera, ¿sería capaz de hablarle?

Siguió espiándola. Adivinó todo su sufrimiento. Esa mujer había sido madre y esposa; lo había leído en el viejo periódico; llevaba a sus espaldas una doble ración de pérdida. Cuando conversaran, cuando se hicieran amigos, ¿podría hablarle de ello? Quienes inventaban historias de sufrimientos, dudas y alegrías, ¿sentirían igual que los demás mortales? Además del revólver, ¿podría ver ella otra salida? ¿Eran los escritores de carne y alma?

Se movía; la siguió a través del lente. De nuevo abría el libro de Neruda. Se puso en pie y su espalda le tapó toda visión. No pudo continuar espiándola. Cinco minutos después, marchaba.

Esperó hasta oír que la puerta se cerraba y bajó las escaleras.

Al llegar, sobre el pupitre le esperaba el poemario abierto en el número 17.

68

Pensando, enredando sombras en la profunda soledad.

Tú también estás lejos, ah más lejos que nadie.

Pensando, soltando pájaros, desvaneciendo imágenes,

enterrando lámparas.

¡Campanario de brumas, qué lejos, allá arriba!

Ahogando lamentos, moliendo esperanzas sombrías,

molinero taciturno,

se te viene de bruces la noche, lejos de la ciudad.

Tu presencia es ajena, extraña a mí como una cosa.

Pienso, camino largamente, mi vida antes de ti.

Mi vida antes de nadie, mi áspera vida.




Pensando, enterrando lámparas en la profunda soledad

¿Quién eres tú, quién eres?

69

Estaba a punto de quedarse dormida cuando los oyó. Venían en dirección a ella. Un zumbido enloquecedor, como el de los gigantescos cucarrones negros que sobrevolaban las calles de Cali después de una tormenta y quedaban amontonados en las cunetas de la avenida Roosevelt.

La plaga a la que tanto temía taladraba sus tímpanos. No eran cucarrones; eran voces diciendo, gritando, opinando todos al tiempo, dándole órdenes, susurrándole frases que no lograba comprender o no quería obedecer. Entre ellas, las de Chiara y Marco, las de su padre y su madre, las del maldito abuelo y las de La Otra.

Ella les suplicaba que callaran, que la dejaran descansar, que necesitaba dormir, pero no le hacían caso.

Trató de silenciarlos cantando —«quien canta sus males espanta», le decía su madre—, primero suave y después fuerte, pero no lo consiguió. Sabía que si se hundía en el pozo negro del sueño se la iban a comer, y necesitaba la luz. Trató de levantar el brazo, pero no le respondió. Finalmente, tras un gran esfuerzo consiguió pulsar el botón de la lámpara de la mesilla de noche y, al iluminarse la habitación, las voces se fueron.

A pesar de tener las manos y los pies helados, se levantó empapada de sudor. Fue al baño y mojó su cara, evitando mirarse al espejo por temor a encontrarse con La Otra. Abrió el minibar y, como una autómata, sacó el vodka. Llamó a la recepción y pidió una cubitera con hielo. Mientras la traían, desenroscó la tapa y se bebió a pico de botella un trago. El líquido entró con furia quemándole su estómago vacío. Salió al balcón sin abrigarse y el frío de la noche la despejó.

La ciudad dormía un sueño placentero. Sobre un cielo de petróleo, el perfil de la cúpula de San Miniato al Monte se dibujaba a lo lejos, leve, como un gigante sin ojos. Todo era paz; una luna creciente sonreía, paseándose de puntillas por los tejados. Se apoyó en la baranda y sintió que el río la llamaba. Se sentó en la barandilla y jugó a balancearse. Por una fracción de segundo tuvo la sensación de que podría hacerlo; era fácil, sólo llevar el peso de su cuerpo hacia adelante. Una voz sibilina le susurró al oído: «No te detengas, será maravilloso; es sólo un vuelo. Tu gran y único vuelo.» La reconoció. Era La Otra; trataba de engañarla empleando un tono seductor. Entonces, cuando estaba a punto de dejarse caer, oyó el timbre y una voz que la llamaba.

—Señora Ella, le he traído el hielo. Soy Fabrizio…

El hechizo acababa de romperse. El río seguía abajo, con los brazos abiertos, esperándola.

—Señora Ella…

Abandonó el balcón y se dirigió a la puerta.

—Hace una noche espléndida —le dijo el conserje, al tiempo que dejaba la cubitera sobre la mesa—. ¿No le parece?

Ella asintió.

—Es una lástima que sólo los que estamos de vigilia podamos disfrutarla. Hacía mucho tiempo que la luna no se dejaba ver.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Desde luego, señora.

—¿Cómo era yo?

—Excúseme, debo de ser muy torpe; no la entiendo.

Ella le repitió.

—¿Cómo era yo… antes?

—¿Antes de qué…?

—Cuando vine la primera vez. Usted es el único que queda de aquella época.

—Magnífica, señora. Era usted magnífica —la miró compasivo—, y lo sigue siendo, sin duda. Aunque por respeto no se lo digamos, quiero que sepa que aquí la queremos.

Ella le agradeció.

—¿Desea que me quede un rato? Abajo todo está controlado. Si quiere…

—No importa.

—A veces no sabemos pedir compañía; creemos que si lo hacemos somos débiles. Señora Ella…

—¿Sí?…

—¿Se encuentra bien?

Ella asintió y abrió la puerta.

—Buenas noches, Fabrizio.

El conserje se retiró y, antes de perderse en el ascensor, la miró.

—Pedir es de valientes —le dijo—. Me lo repetía mi abuela.

Una vez el hombre se marchó, fue al armario, buscó el paquete que le había enviado su madre y releyó la carta. Mientras lo hacía, sintió una punzada de nostalgia. Echó de menos el olor a cebolla de sus manos cansadas de cocinar y el roce de la cobija cayendo sobre su cuerpo en la oscuridad; la única caricia que recordaba. ¿Por qué culpaba a su madre de lo que le había pasado? Porque tenía la culpa, maldita sea; porque no se había dado cuenta; porque no la había cuidado lo suficiente; porque, tras superar el miedo, cuando se lo dijo, la tildó de mentirosa. Inventarse aquella monstruosidad del abuelo, ¡qué imaginación tan retorcida tenía esa niña! Porque cuando volvió a orinarse en la cama, en lugar de entender que le estaba sucediendo algo, la hacía cargar con el colchón hasta el patio, convirtiéndola en el hazmerreír de sus hermanas. Porque la castigaba continuamente por todo y la encerraba en aquel cuarto repugnante.

Dobló la carta y abrió el cajón donde guardaba las dos páginas del antiguo diario. Las sacó y extendió sobre la mesa. Buscó un vaso, lo llenó de hielo y dejó caer un chorro de vodka.

Bebió un trago largo y se dedicó a observarlas, tratando de encontrar alguna otra relación aparte de saber que la letra era de la misma persona.

La que le había enviado su madre tenía en el centro el dibujo del diamante azul, y alrededor el desesperado texto del amante que desfallecía de amor.

La que le había entregado el profesor Sabatini tenía la peculiaridad de estar a la luz del día casi invisible, aunque ella sabía muy bien las palabras que escondía. Allí había encontrado también la frase con la que L. cerraba sus cartas: «…el único futuro que nos queda, enigmática señora, es el presente». Seguramente ahora le intrigaba, más que lo que contenía el diario, la relación que L. podía tener con él.

No sabía qué hacer con esa historia que en verdad no era suya; era el proyecto frustrado de su padre, y a él no le debía absolutamente nada. En sus años de adolescencia se había encargado de repetírselo hasta la saciedad: ella había nacido por equivocación, por un gatillazo; un fallo a la hora de dar marcha atrás. Había dejado preñada a su madre y había nacido. Era verdad que le había dado la vida, a regañadientes, pero ella ni se la había pedido ni la quería.

Le faltaba lo más importante para seguir con la búsqueda del diario perdido: tener ganas. Además, había otro tema mucho más importante que la acosaba día y noche: saber si su niña aún seguía con vida para tomar su última decisión. Estaba convencida de que aquel diario no le devolvería el interés por la vida. Su carrera como escritora había muerto; le faltaba tener fe en su capacidad creadora. Ya no sabía contar historias. Una página en blanco ahora era sólo la sábana con la que, en la morgue, cubrirían su cuerpo desnudo ensangrentado.

Lo único que tenía claro era que no podía vivir, pero tampoco sabía morir. Eso sí lo tenía clarísimo.

En otro momento, aquellas páginas hubiesen dado lugar a un gran libro. Sintió nostalgia por el tiempo pasado, cuando de un gesto o una noticia vieja había sido capaz de crear una novela.

Alzó el antiguo folio y por un momento se forzó a pensar. Imaginó la fina mano de la escribiente, su cuerpo entregado a la labor prohibida de copiar la carta de su amado, el diamante colgado de su cuello, un corpiño ciñendo sus senos, la respiración agitada, su larga cabellera cayendo por su espalda en cascadas, la ventana abierta por donde había escapado él y el velo de la cortina creando cabriolas por el viento. Un mensaje hinchado de adioses. La hermosa doncella, con el calor del cuerpo de su amado todavía entre las sábanas. Qué bello hubiese sido empezar ese libro, diciendo:

«Se habían quedado dormidos, cubriendo con sus respiraciones la rotunda desnudez de sus cuerpos…»

No, no, no.

«La carta era obscena. Llevaba el enigma de una flor abierta. Cada letra rozaba la punta de…»

No, no, no.

«El destemplado canto de los gallos anunció la llegada del día. De un momento a otro, la dama de compañía abriría las cortinas y descubriría sobre ella el hermoso cuerpo de…»

No, no, no.

«Tenía miedo de que su padre encontrara la carta que Lorenzo le había dejado esa mañana escondida bajo su almohada. Miedo a que se le notara la dicha en sus labios. Corrió a la chimenea y antes de lanzarla a las brasas que aún ardían…»

No, no, no.

«Lo vio descender por los muros a plena luz de luna y huir entre los olivos, tratando de esconderse de los búhos que esa noche lo vigilaban todo. Le dolía el alma saberlo tan imposible…»

No, no, no.

Por más que trataba, nada le sonaba interesante. De ninguna manera podía escribir la historia; tal vez porque todo aquello había existido. No conocía su partitura, y sin partitura era muy difícil interpretar nada.

La vida real poseía otro ritmo, más lento y aburrido. Días planos que no merecían la pena ni siquiera de ser mencionados por su nombre de pila. Lunes, Martes, Miércoles, muchos nadas vividos… Quizá aquellos pobres amantes no podían verse sino una sola vez al mes, y a lo mejor con el miedo palpitándoles en la yugular. La realidad llevaba un tempo narrativo diferente, y para poderlo escribir necesitaba conocerlo, investigar, saber más, mucho más.

¿La archivaba definitivamente?

Antes de decidirlo, se bebió de un sorbo el resto de vodka que quedaba en el vaso y miró por la ventana pensando en la mujer que las había escrito. ¿Querría ella que su secreto viera la luz? Quien escribía un diario, ¿lo hacía con la intención de que algún día fuese descubierto? Quizá sí. De todas maneras, no era ella la indicada. No, no iba a hacerlo. Volvió a guardar las páginas en el cajón.

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