Ella, que todo lo tuvo (21 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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»Si algo sé es distinguir la verdad de la mentira, señora. Conozco a la perfección cuando alguien está interpretando un papel, y eso es lo que usted está haciendo. Y créame si le digo que lo hace de maravilla. Sí, reconozco que es bastante buena. Soy un actor, no lo olvide, un actor versátil; modestia aparte, el mejor de Firenze, y sé interpretar todos los papeles.

Se puso de pie y
La Donna di Lacrima
levantó la mano y le indicó que volviera a tomar asiento mientras daba otra calada a su pipa.

—Le gusta dominar, ¿verdad? No importa, hace parte del espectáculo. Ésa es la vida, querida. Interpretar, jugar a ser, mantener el interés a costa de lo que sea. Si toca mandar, se manda; si toca obedecer, se obedece; si toca reír, se ríe; si toca llorar, se llora; si toca gritar, se grita; si toca callar, se calla. La vida es el mayor escenario que tenemos para actuar y los que no lo hacen se la pierden. Usted y yo haríamos una extraordinaria pareja:
La Donna di Lacrima y
Angelo Violato juntos, ¿se imagina? O mejor aún: Angelo Violato, yo estaría en primer lugar pues soy el más conocido, y
La Donna di Lacrima.
¿Qué le parece?

El hombre levantó los brazos remarcando sus palabras con un gesto grandilocuente.

—Nuestros nombres brillando en luminotecnia a la entrada de los grandes teatros del mundo. Londres, París, Roma, Venezia, Nueva York… ¡¡¡Ahh…!!! Broadway… el mundo rendido a nuestros pies, gritando vivas. Estoy convencido de que en el fondo suyo hay una gran actriz que está buscando un público; gente que la aclame.

De pronto, el hombre calló, se acomodó en el sillón y, al girar su rostro, la cara trágica que permanecía en penumbra quedó iluminada.

—¡Qué desgraciado me siento! Nadie se fija en mí. Soy un ser que no inspiro nada de nada. Le cuesta creerme, ¿verdad? Usted dirá: tiene todo lo que buscaba. Entonces, ¿de qué se queja? Sí, no lo niego; he alcanzado la fama y la gloria… ¿y de qué me ha servido? Todos me aplauden, quieren mi autógrafo, fotografiarse conmigo, tocarme para saber si existo pero, al final, cuando el telón se cierra y el teatro se vacía, me quedo solo, viviendo entre los ecos de una masa a la que he distraído. Una masa que una vez me ha devorado se va satisfecha. ¡Caníbales!

»En realidad, no sé quién soy. He interpretado tantos papeles en mi vida que he perdido mi propio yo. He sido bueno y malo, inteligente y tonto, sagaz y estúpido, seductor y repulsivo. He abrazado tantos personajes que he olvidado transmitir lo que soy. No sé exponer mis verdaderos pensamientos, ni mis experiencias, ni mis sentimientos: el amor, el odio, la indiferencia, el gusto, el asco… He perdido la posibilidad de emocionarme de verdad.

»Toda mi vida he vivido balanceándome, moviéndome entre dos mundos, verdad e invención, un raro vaivén con mar de fondo. Me he mecido entre la gloria y el fracaso, creyendo que en la gloria estaba la felicidad. He luchado por mantenerme a la orilla de mi realidad, acariciándola, como cuando descansas en la playa y las olas te lamen tímidamente los pies. Mojándome sin sumergirme, sin lanzarme del todo, y el viento me ha arrastrado a la nada. ¿El amor? ¿Quiere saber lo que es el amor? ¿Dónde está el hombre verdadero y la mujer verdadera? Cuando aparezcan, le diré lo que es. ¿Quién no termina actuando cuando hay un acercamiento? ¿Quién no es más dulce y amable cuando quiere seducir? Debemos reconocer que el ser humano es un jodido alien. Si, un extraterrestre imposible de entender. ¿Puede creer que un día estuve enamorado? Cuando nadie sabía de mi existencia y no me importaba ser famoso. —El hombre se queda en silencio, como buscando entre archivos el recuerdo y, tras una larga pausa, vuelve a hablar—. Era una chica dulce y buena; una especie de ángel, quince años, tierna y bella. Me lo dio todo y yo la engañé, la hice sufrir… la arrastré a su destrucción. ¿Sabe por qué? Porque me aburrió soberanamente tanta bondad y tanto amor. Sus manos acariciándome, sus ojos a la espera de mi mirada. Siempre disponible para mí, ninguna dificultad en alcanzarla. Me regaló su vida. La hubiera preferido menos buena, para así sentirme mejor persona. Sí, así de retorcidos somos los seres humanos. Nos gusta lo viciado y truculento, lo complejo y difícil; queremos redimir a los malvados.

»Estoy cansado, querida.

Se puso de pie y, alzando los brazos, dijo:

—Damas y caballeros, les presento al gran fracasado de la historia, el incomparable y maravilloso ¡Angelo Violato!

Después se inclinó ante ella.

—¿No me va a aplaudir?

La Donna di Lacrima
era una estatua de sal. El actor se acercó al gran candelabro de bronce que alumbraba el salón y dos sombras alargadas se proyectaron en el suelo. Aquel rostro ficticio, mitad comedia, mitad drama, quedó bañado por la luz dorada de las velas.

—Y ahora, dígame, ¿quién demonios soy?

El silencio fue roto por el silbo de un pájaro. La mujer se levantó del diván y, al pasar por delante del actor, cerró su capa. Su cuerpo quedó escondido. Antes de marchar, dejó la pipa sobre la mesilla y, tal como había entrado, se perdió entre el humo.

—Espere… me habían dicho que…

Trató de seguirla, pero se encontró con los espejos y su imagen repetida.

—¡Eh!… ¿Dónde se ha metido? ¿No me va a dejar que la acaricie? Sólo he venido a eso. Debería probarme; dando placer, no hay quien me supere. Mire lo que he traído para acariciarla… —De debajo de la capa sacaba libretos que nombraba y lanzaba al aire—.
Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo, Macbeth, La vida es sueño…
¡Vuelva!…

Las hojas subían y bajaban cayendo sobre él, envolviéndolo. De pronto, el sonido quejumbroso de la puerta del recibidor lo obligó a detenerse. Todas las velas se apagaron de golpe y el salón quedó a oscuras. Cuando estaba a punto de irse, gritó.

—Es usted mejor que yo, querida. Vaya si lo es, maldita sea.

Bajó por las escaleras, arrastrando su capa por los mosaicos hasta alcanzar el gran portal.

—Y no ha dicho una sola palabra, ¡la muy puta! —gritó, furioso.

El eco de su voz fue repitiéndose en los techos abovedados hasta morir en el silencio.

63

¿Iba o no iba? Ése era su gran dilema.

Lívido llevaba horas encerrado en el segundo piso de la librería, estudiando la posibilidad de visitar a
La Donna di Lacrima.

Las últimas cartas que había ido deslizando por debajo de su puerta dejaban sutilmente implícitas sus intenciones. Si ella era inteligente, y estaba seguro de que lo era, debería saber que con los pétalos le estaba enviando un mensaje.

Tomó una hoja de papel y, tal como le había enseñado su madre que hiciera cuando una duda lo asaltara, trazó una línea en el centro y creó dos columnas.

En la izquierda escribiría el por qué ir; en la derecha, el por qué no ir.

Comenzó por la columna de la izquierda.

Por qué ir:

  1. Tenía ganas de comprobar lo que decían de ella en el Harry's Bar.
  2. Le seducía la idea de conocer a la mujer que tenía rendidos a sus pies a todos los hombres de Firenze.
  3. Se aburría mucho y aquello podía significar un divertimento.
  4. Estaba solo.
  5. No tenía nada que perder, y tal vez mucho que ganar.
  6. Hacía mucho tiempo que no veía de cerca el cuerpo de una mujer.
  7. Quizá le serviría para comprobar que estaba vivo.
  8. Necesitaba saberse capaz de doblegar a la extraña que todos tildaban de invencible.
  9. Quería superar su enfermiza timidez.
  10. Quería probar su hombría.
  11. A sus cincuenta y nueve años, no tenía nada que perder.
  12. Por llevar la contraria a su madre muerta, que pensaría que estaba cometiendo un pecado.
  13. Porque tenía ganas de saltarse todas las normas del decoro y los buenos modales.

Tras haber escrito los pros que lo impulsaban a ir, pasó a la columna de la derecha y con su vieja pluma escribió.

Por qué no ir:

  1. Porque le gustaba mucho la mujer que visitaba su librería.
  2. Porque estaba convencido de que haciéndolo sentiría que le era infiel.
  3. Estaría expuesto al análisis de una desconocida que, además, no hablaba.
  4. Porque, si le gustaba, estaba seguro de que no podría obtener nada de ella.
  5. Porque aquella mujer podría estar jugando con todos.
  6. Porque corría el riesgo de que quizá le gustara demasiado.
  7. Porque a sus cincuenta y nueve años tal vez podría hacer el ridículo.
  8. Porque lo más probable era que se burlara de él.

Después de leerlos detenidamente, sumó los pros y los contras y llegó a la conclusión de que iría. Continuaría llevándole cartas y se prepararía para el día del encuentro.

Todavía faltaba hacerle llegar los pétalos con las letras R, N, E y S, y el número 7. La hora era la que ella había determinado: las doce en punto del mediodía.

Le quedaban cinco cartas por escribir.

64

Día: Sábado.

Lugar: Carretera de Arezzo a Roma.

Hora: 11 de la mañana.

Estado de ánimo: inquieto y triste.

El frío continuaba azotando sus días; se metía en los agujeros negros de su alma y congelaba sin misericordia los incipientes brotes de esperanza que empezaban a germinar. Una cosecha muerta antes de madurar. Ella seguía teniendo la imperiosa necesidad de respirar el recuerdo de su niña y el último paisaje que tal vez habían visto sus inquietos ojos.

Aparcó en el camino que conducía a la casa abandonada, se cubrió el cuello con la bufanda, cogió el ramo de violetas que a primera hora de la mañana había comprado en el mercado de Sant'Ambrogio y bajó del coche.

El viento lanzaba aullidos tristes que estremecían el campo y convertían aquel inhóspito lugar en un camposanto anónimo. Al pisar la grava, la invadió aquel sentimiento de culpabilidad y con él llegó su propia imagen asustada, vestida con el uniforme del colegio; ínfima frente a la omnipotente imagen del Cristo sangrante de la capilla; golpeándose el pecho con su puño cerrado, mientras rezaba el «por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa»…

Por eso ya no estaban. Por su culpa. Ella había tenido la culpa de perderlos. Se había dormido.

Trató de reconstruir en su cabeza los últimos minutos antes del impacto. Había detenido el coche para cubrir con la manta a Chiara, que dormía su cansancio en el asiento de atrás, y mientras lo hacía le dijo a Marco que descansara tranquilo, que se sentía en perfecto estado para conducir. Después, la calefacción del coche calentó su cuerpo y la envolvió en un abrazo placentero.

Le había llegado aquella narcosis, el peso de sus párpados, su resistencia al sueño y, finalmente, el paso a otra dimensión. El desprendimiento de sus reflejos y su conciencia. La hilera de hormigas trepando por la cuna, dirigiéndose a su cabeza para devorarle el cerebro: la eterna pesadilla que desde el accidente había desaparecido. Y después…, ¡¡¡crash!!! El maldito despertar que la había hecho pasar del todo a la nada. ¡¡¡Dios!!!

Al llegar al árbol, cambió las flores marchitas y con sus brazos rodeó el viejo tronco.

Abrazarlo era abrazar a su pequeña, era abrazar a Marco: tener por un instante el hueco de sus brazos lleno. Todo lo que de verdad había poseído ahora estaba contenido en aquel espacio. Haciéndolo, estrechaba la vida; los últimos recuerdos y suspiros de lo que había sido su familia. No quería que se disolvieran de su memoria, del único lugar donde ahora existían. Sintió de nuevo aquel doloroso nudo en su garganta y con todas sus fuerzas gritó:

¡¡¡CHIARAAAAAAA!!!

El nombre emergió de su boca majestuoso, desplegando sus inmensas alas, convertido en una espléndida águila blanca que rasgó en dos el paisaje y fue sobrevolando con sus letras sonoras las copas de los árboles, la superficie helada del río, hasta abrir con su luz los confines más espesos del bosque. Viñedos, olivos, pinos, tejos y cipreses se estremecieron con su grito desgarrado.

Cuando su voz se secó, permaneció impasible frente al árbol, ejecutando aquella absurda ceremonia de ausencia hasta que sus pies absorbieron el helaje de la tierra. Entonces se separó del tronco, le dio la espalda y empezó a subir la colina con sus ojos clavados en el suelo, buscando entre las piedras y las hojas podridas algún resquicio; otra prueba que le dijera algo.

En su última visita había descubierto, alejada de la edificación principal, una casucha que parecía haber sido el lugar donde antiguamente guardaban las herramientas para trabajar el campo. Después de haberlo revisado todo, le quedaban muy pocas cosas por hacer, y una de ellas era darle un vistazo. Si en el río había encontrado la cinta azul, era posible que hubiese algo más.

Cuanto más avanzaba hacia el sitio, éste más se le alejaba. Finalmente, tras caminar un largo trecho, se encontró delante de una reja que lloraba óxido. Había llegado. En el centro, un candado reventado colgaba de una cadena rota.

La habitación estaba oscura y exhalaba un olor a humedad rancia. Retiró los restos de eslabones que quedaban y abrió la reja. Al hacerlo, decenas de murciélagos le azotaron la cara, buscando ciegos y enloquecidos la salida sin parar de chillar; aquellas alas pegajosas revoloteando sobre su cara le produjeron un asco profundo. Una vez se los quitó de encima, entró. No sabía lo que pisaba ni adónde se dirigía. No podía ver absolutamente nada.

Pasados unos minutos, cuando los ojos se habituaron a la oscuridad, fue distinguiendo bultos que se convirtieron en palas, azadas, picos, dallas y carretas. Todo estaba roñoso y abandonado.

Siguió buscando. En la pared, vestidas de telarañas, colgaban un hacha, una hoz y unas tijeras, todas herramientas de poda, cosecha y recolección; canastos y monos de trabajo deshilachados que se pudrían. Y en medio de todo aquello, una ventana mínima con sus porticones cerrados. Los abrió y un haz de luz cayó sobre sus ojos iluminando una enorme paca de paja, una silla de mimbre y una especie de baúl antiguo. ¿Qué era lo que reflejaba el sol entre la paja? Parecía una moneda.

Se acercó y al agacharse lo descubrió. Era una hebilla; la hebilla de…

¡Un zapato de charol negro!

65

Era la medianoche y a pesar del frío en el Ponte Vecchio seguían circulando algunos turistas.

Sentados bajo el busto de Benvenuto Cellini, un grupo de estudiantes cantaba
La canzone di Marinella,
mientras otros bebían unas cervezas y reían.

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