—Señora mía, por favor, dese la vuelta. Quiero acariciar su espalda.
Voz de nadie, voz de un sueño, voz de ángel o demonio, alguien le ordenaba girarse.
Se giró.
Esa mañana, un viento helado soplaba sobre el Arno. Una humedad pegachenta, con olor a podrido, se levantaba de sus aguas y se adhería a los caminantes que se movían lerdos, engarrotados por el frío. Las ventanas de las casas que se alzaban en sus orillas se abrían y cerraban, en un azote rabioso que creaba una desquiciada y ronca sinfonía.
Ella abandonó el vestíbulo del Lungarno Suites abrigada hasta los dientes, arrastrando aún la última pesadilla de la madrugada. Fue bordeando el río hasta llegar al Ponte Santa Trinitá. Al cruzarlo, le pareció ver en la esquina de la piazza Frescobaldi al vagabundo de las noches, convertido en un desordenado amasijo de trapos. Se detuvo delante y comprobó con tristeza que efectivamente era él; su marchito rostro estaba amoratado por el frío y, sin embargo, esbozaba una sonrisa.
—Hola… Soy yo, la sin nombre. ¿Me recuerda?
Él no le contestó.
—Esta vez, quiera o no quiera, va a venir conmigo y nos tomaremos un buen desayuno.
Ella le tendió la mano.
—Venga, agárrese a mí; aunque me vea así —meneó el bastón—, todavía tengo fuerza.
El cantante miraba más allá de la vida; se había escapado por sus ojos, convertidos en puertas, en un largo pasillo que le conducía a un universo lejanísimo.
—Sé que me oye.
A pesar de que el cantante ni siquiera parpadeaba, continuó hablándole.
—Hoy es de los días en que pagaríamos todos por ir al infierno, ¿no le parece? El diablo haría un negocio redondo. Estoy segura de que es el único sitio en que se está calentito.
De pronto, los labios del hombre se movieron y su voz de bronce le llegó templada y limpia.
—El frío es sólo un concepto, una idea abstracta. Todo es relativo. En todos estos años he aprendido que el pensamiento es el que rige nuestras sensaciones. Si permitimos que se instale en nuestra mente la palabra «frío», no le quepa duda de que, entonces, tendremos frío.
—Pero usted está tiritando, y no precisamente de calor.
—Se equivoca. No soy yo quien tirita, es mi cuerpo. Mi mente en este instante presencia una espléndida hoguera. —El vagabundo cerró los ojos—. Sí, puedo oír cómo crujen los leños, aspirar su perfume a pino seco, ver cómo saltan las chispas convertidas en minúsculas virutas.
Per favore, signara,
sea buena y no me interrumpa. El espectáculo es magnífico. Las llamaradas bailan ociosas la danza del fuego. Estoy presenciando la mejor ópera, la invito. ¿Qué prefiere, butaca en primera fila o palco? Cierre los ojos y contemple conmigo la escena. ¡Cuánta belleza ardiendo!
Ella cerró los ojos y la voz del tenor la fue llevando hasta la hoguera.
—Me gusta —le dijo—. Sin embargo, sigo teniendo ganas de tomarme un café. ¿Me acompaña? Seguro que podemos encontrar un lugar muy…
—¿Caliente? —el hombre abrió un ojo.
—No, se equivoca. Iba a decir muy frío. Un bar que, estoy segura, su voz calentará.
El vagabundo se levantó, dobló la manta y la guardó. Su pecho estaba cubierto por una delgada camiseta en la que se marcaba su escuálido cuerpo.
Caminaron algunas calles hasta alcanzar la piazza di Santo Spirito. Frente a la iglesia encontraron una pequeña cafetería con algunos comensales que tomaban el desayuno. El vagabundo abrió la puerta y una nube repleta de humo y olor a café recién molido los recibió. Al verlos, el dueño salió a su encuentro con cara de malos amigos.
—No, no, no —le espetó al cantante, señalando el acceso—. ¿No lo ha leído?
Bajo un adhesivo que prohibía la entrada de perros, había un cartel que destacaba en líneas rojas: «No se aceptan mendigos.»
—Aquí sólo entran PERSONAS, no sé si me entiende.
—Vámonos —le dijo Ella al tenor casi gritando, mientras observaba al dueño directamente a los ojos—. Está claro que esta… POCILGA… no es digna de caballeros.
El vagabundo sonrió.
—No vale la pena que se excite —le dijo, manteniendo la sonrisa—. Este hombre es mucho más pobre que yo. Mi miseria es fácil de limpiar; se quita con un buen baño y un traje limpio. La de él no sale ni con todo el jabón del mundo. Lavar la mezquindad del alma puede llevar toda una vida,
signora,
y hay tanta esparcida en este planeta que por eso la tierra apesta. La maldad y la falta de compasión es una epidemia para la cual aún no se ha inventado vacuna. Además, ¿quién quiere beber un café preparado por un hombre que vomita bilis?
Llegó a la academia un poco antes de la hora, con el frío calado en los huesos y sin haber encontrado dónde tomarse el café con el cantante; antes de pasar al salón que comunicaba con todas las dependencias, se detuvo delante de la máquina expendedora de bebidas; un alumno nipón retiraba su pedido. Una vez quedó libre, introdujo en la ranura dos monedas y seleccionó en la placa de opciones el botón que marcaba el capuchino.
Lo probó y lo encontró horrible; a pesar de ello, se lo bebió de golpe hasta sentir que el líquido bajaba y quemaba su esófago. Aun así, el frío continuaba. Al llegar al segundo piso, encontró la puerta de la clase entreabierta, pero estaba desierta: era la primera en llegar. Encendió las luces y sin quitarse el abrigo se fue directa al laboratorio, ansiosa por recuperar la página que tras el nefasto lavado había logrado salvar. Al abrir el armario donde reposaban las piezas para su secado, se quedó estupefacta: la página que ella atribuía al diario… ¡había desaparecido!
En su lugar se encontró las guardas de un libro, con el grabado en bajo relieve de una antigua escena de caza.
Estaba segura de haberla dejado en la rejilla donde solía colocar las páginas lavadas.
Revisó una a una las bandejas de los otros alumnos, convencida de haberse equivocado, pero no la encontró. Desesperada salió al pasillo, buscando al profesor Brogi.
—No está —le dijo a bocajarro, sólo verlo.
El catedrático interrumpió una conversación que mantenía con un estudiante y se le acercó.
—Perdón, no sé de qué me habla.
—La página que dejé secando, ¿recuerda?
Él hizo un gesto de extrañeza.
—La de la escritura especular —apuntó.
—¡Claro que la recuerdo! Usted casi la… —cortó la frase—. No es posible que no la encuentre. ¿Ha buscado bien?
—En todas las gavetas.
—Aquí nadie coge nada. ¿Está segura de no haberla retirado antes?
—Absolutamente.
—En estas dependencias sólo entra personal autorizado. Ni siquiera los alumnos tienen acceso, a no ser que lo hagan con el tutor. Son normas del Palazzo Spinelli. ¿Quién querría quedársela?
—Para mí era importante.
—Lo sé —el profesor la miró apenado—, y no sabe cuánto lo lamento. Quizá otro grupo hiciera uso del lugar y utilizaran las bandejas. Aun así, me extraña mucho que fueran capaces de tirar algún material. No olvide que en esta escuela lo deteriorado tiene un valor incalculable. De todas maneras, no me cabe duda de que a lo largo del curso encontrará muchos documentos interesantes. Cada libro a restaurar es una caja de sorpresas. Estoy seguro de que se topará con otro que llame su atención.
Ella insistió:
—Para mí, éste, precisamente éste, era muy importante.
El profesor Brogi quiso tranquilizarla.
—No se preocupe, Ella. Trataré de averiguar si han autorizado el acceso a otros alumnos. Tal vez alguien lo encontró y esté en secretaría. Cuando sucede algo así, lo habitual es que dejen alguna nota aclaratoria en la recepción.
En la oscuridad de la sala, Sabatini analizaba la página que había tomado a escondidas del laboratorio.
En el proceso de lavado, las frases se habían diluido.
Sin embargo, los restos que quedaban, a pesar de ser mínimos, seguían llamando poderosamente su atención.
La colocó bajo la lámpara ultravioleta y como por arte de magia las palabras desaparecidas emergieron nítidas. El hierro de la tinta, que permanecía incrustado, reaccionaba a la luz.
La combinación del papel del Quattrocento y la acidez de la tinta de aquel período habían hecho el milagro.
Acercó la lupa y observó detenidamente el trazo de la letra. La suave curvatura de las vocales parecía emitir una amorosa melodía que se levantaba con una voz implorante. La escribiente, pues sin lugar a dudas se trataba de una mujer, había copiado una carta de amor.
Era un grito desesperado de alguien que se consumía en una pasión prohibida.
47Mujer amada…
Estoy perdido en la hoguera del infierno. Me quemo sin remedio en el infinito fuego de esta arrebatadora locura. El pueblo pide y yo no sé darle nada.
Niña mía, mujer de mis entrañas, ¿sin corazón se puede dar algo?
Hablé con tu padre, pero no entiende nada. ¿Cómo va a entender que un viejo como yo quiera robarle la niña de sus ojos?
Tu presencia, ¡oh, Dios!, tu presencia, aquel cuerpo purísimo temblando entre mis piernas…, tus cabellos de trigo desfallecidos en mi vientre. Ahhh… tu rostro escondido, husmeando, buscando su presa. Tu fresco aliento sobre mí, y esa sonrisa de triunfo al alcanzarla. Por fin tus labios atrapando mi sexo. Tu bendita saliva humedeciendo mi ansia hasta calmar mi sed. Despacio, un roce que se alarga y me eleva. Tus dientes lastimando, mordiendo…
Nadie, nunca nadie me había amado así. Con esa suavidad tan dolorosa.
No sé vivir sin ti…, ¡y no puedo tenerte! Yo, el todopoderoso, postrado ante tu imagen venerada. Humillado a tus pies, mi diosa libertina y virgen. Ohh…, ¡aún virgen!
A menos que escapemos de la vida, a menos que huyamos del mundo para encerrarnos y arrancarnos las entrañas hasta morir de amor, el único futuro que nos queda es el presente.
Ring…
Riiing…
Riiiiiiing…
Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiing…
Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing…
—Tenemos el cuerpo de su marido.
—¡No! No es posible.
—Lo siento, no nos cabe la menor duda de que es él.
Silencio.
—Estaba… incompleto.
—¿Qué quiere decir?
—Que una parte no apareció.
Silencio.
—Señora…
Silencio.
—¿Se encuentra bien?
Silencio.
—Ha permanecido congelado todo este tiempo y está en perfecto estado.
Silencio.
—¿Me oye?
—¿Qué… qué parte del cuerpo es la que falta?
—El corazón. Hay un gran boquete en su pecho.
—Yo…
—Sí, dígame…
—Yo tuve su corazón en mis manos.
—Lo siento muchísimo.
—Y aún palpitaba…
—Señora, créame que lamento su dolor, pero es necesario cerrar el caso. La esperamos en la funeraria Santa Croce. ¿La conoce?
—…Sí.
Negro, negro, negro.
Entre la densa y macilenta bruma, sus pies se arrastran cansados. El bastón cae y la empuñadura de cristal se rompe. Las astillas se le clavan en las piernas pero ella no sangra. La arena del reloj se esparce sobre el suelo; miles de granos convertidos en partículas de luz que la guían. Un surco en el suelo se convierte en grieta y la va chupando hasta engullirla. Miedo, mucho miedo; en la garganta, en los ojos, en sus manos. Un susurro que nadie oye la va llamando.
La reja que se abre; herrumbre pestilente. La estatua de un ángel justiciero con una espada en alto y un hombre encogido a sus pies cubriendo su rostro atemorizado. Su corazón palpitando de miedo en esa oscuridad que huele a muerte, y también a él. Su inconfundible perfume abrazándola. Marco…
Bajar, tiene que bajar. Una luz de neón como una estrella de Oriente marca la ruta.
Las escaleras lamentándose, cada una un quejido. La voz de la madera vieja menciona su nombre: Marco, Marco, Marco…
Las paredes de aquel lugar están cansadas de ver muertos, se desconchan y caen. La luz la ciega.
Caminar sin desfallecer, quedan diez pasos. ¡Qué corta es la distancia que separa a los vivos de los muertos!
La mesa blanca, inmaculada, un altar entregando la ofrenda a un dios cansado de engullir mortales. Su cuerpo desnudo, esfinge imperturbable, esperando. ¿Esperándola?
Delante de ella, un rostro imperturbable, digno y sereno, que parece esconder un último secreto. Párpados cerrados guardan aquellos ojos que tantas veces la miraron. La boca, su boca azul. Ganas de besarla, de acercarse… el frío. ¡Cuánto frío! Y en medio de su pecho, el agujero espera.
Una pelota rueda y se detiene a sus pies. No es una pelota, es un corazón; el corazón de Marco. Recogerlo y ponerlo en su pecho, darle la vida. Pero no puede, sus manos no responden a la orden. Y el corazón late en el suelo, vivo, vivo… No poder recogerlo, angustia.
Una vocecita la llama: «Mamá…» Sus risas penden en el aire, un delgadísimo hilo que se rompe. Todo está oscuro, menos esa figura frágil y etérea que corre hacia ella con los brazos abiertos. Una figura que no avanza, que se aleja hasta hacerse pequeña, ínfima.
Avanzar… ir a su encuentro. ¡Cómo pesa la vida! Sus pies son piedras; el suelo, tierra que se mueve, partículas de arena cayendo… un agujero. Una tumba abierta que la espera.
Caer, caer…, y en la caída convertirse en polvo…
La voz de un ser supremo sentenciando: «Polvo eres y en polvo te convertirás»… la señal de la cruz en su frente.
Todo se desintegra.
¡NOOOOOO!
¡¡¡Chiara!!!
¡¡¡Marco!!!
El sonido de las campanas la despertó. Su camisón escurría sudor y angustia. Empezaba otro día. Buscó en la almohada el perfume de Marco y de Chiara, pero en su lugar encontró el olor de la muerte. ¿De qué manera se habría colado en su habitación aquel hedor? Miró a su alrededor: apoyado en la esquina reposaba su bastón, con la empuñadura de cristal intacta. Todo continuaba en su lugar; todo menos su alma.
Estaba demasiado triste para nada. Se sentía desconsolada y huérfana. Cada vez que tenía una pesadilla como aquélla, se convertía en un ser invisible al mundo. Su dolor volvía y todo el esfuerzo por avanzar se venía abajo.
Entendía a la perfección aquellos rituales indios en los que las viudas se lanzaban a arder en las piras con sus muertos. Se sirvió un vodka en ayunas y el alcohol le llegó directo al cerebro.