—Bla, bla, bla… Todo lo que dices me suena a cobardía. Eres una cobarde.
—¡Basta! No tienes derecho a hablarme así. ¿Qué has hecho tú?
—¿Que qué he hecho yo? ¿Te parece poco la carga que llevo contigo, tratando de que entiendas y te comportes como debes? Por no hacer lo que yo te digo, cada vez estás peor.
—No necesito que me cuides. Sé cuidarme sola.
—¿Cuidarte? Esa palabra no existe en tu léxico. Mira lo que hiciste. Estrellarte y matar a tu marido y a tu hija.
—¡Cállate!
La Donna di Lacrima
tomó una escultura de bronce que descansaba sobre la cómoda y la lanzó con furia al espejo.
—No puedes acabar conmigo.
La imagen reflejada se astilló. Prendidas de la moldura de oro, decenas de máscaras idénticas, convertidas en dagas de cristal, le devolvieron frases incoherentes y una boca en grito:
—¡¡¡ME MEREZCO UN SUEÑO!!!
Al cruzar el recibidor, el magistrado sintió que le envolvía de nuevo aquella espléndida sensación de bienestar. A pesar de la máscara que le cubría el rostro y de no haber oído nunca su voz, la mujer que tenía ante él, además de imbuirlo en un reino imaginario de sensualidad, le provocaba un sobrecogedor sentimiento de comprensión y amistad. Lo hacía sentir capitán de un barco fantasma, navegando libre en un majestuoso océano de silencio. Con ella, todo se magnificaba: el sonido del roce de su capa de seda al moverse, la cadencia de sus pasos sobre el mármol, el canto de los
toh,
el aroma almizclado de los humos y el hálito de su perfume al andar. Movía sus manos como si sus alargados dedos bailaran una danza íntima al ritmo de una música que sólo ella oía.
—La he echado mucho de menos —le dijo él al verla.
Con un gesto,
La Donna di Lacrima
lo invitó a tomar asiento. Después se acercó al mueble, donde aún quedaban esparcidas algunas esquirlas del espejo, y abrió un cajón, de donde extrajo una pipa de marfil que llenó con una picadura que olía a canela. La encendió sin prisas, fue hasta el diván, aspirando el humo con su boca pintada de rojo, y se tendió sobre él. Al hacerlo, la capa azul se abrió y dejó al descubierto la punta de sus senos. El juez la miró.
—Tenía tantas ganas de volver a verla. Ya sabe, venir me ayuda a entenderme. Soy un pobre mortal lleno de dudas, miedos y deseos sin cauce. Me gustaría tanto oír su voz. A veces he imaginado que no habla porque no es de este mundo, que de sus labios sólo brotan sonidos siderales, cantos silábicos como de pájaros. ¿Es usted mortal, mujer?
El silencio de
La Donna di Lacrima
se alzó como un poema mudo.
—Llevo días pensando en qué camino tomar y sigo sin aclararme. Heme aquí—el juez abrió los brazos y con tono ceremonioso pronunció su nombre—, el omnipotente Salvatore Santo, gran magistrado de la corte suprema de justicia de Firenze, experto en dictar sentencias, siendo incapaz de decidir sobre su calamitosa vida marital. Yo, el que no creía en los sentimientos, atrapado en ellos como un insecto en una telaraña. Ah,
cara amica,
qué difícil rectificar una decisión que tomaste un día, convencido de que lo que hacías era lo correcto. Decimos sí a un sueño y cuando caemos de lleno en la realidad, cuando sabemos que nos hemos equivocado y que el maravilloso sueño era una pesadilla, pronunciar la sílaba «no» que nos devuelva al statu quo de la libertad se nos convierte en algo inalcanzable.
»Cuando me casé era un adolescente, creía que la felicidad que vivía en ese instante se prolongaría en el tiempo; que iba a vivir en ese estado de gracia y redención para siempre. Una mujer se cruzó en mi camino una tarde de junio, quizá la culpa fue del sol o del verano, no lo sé (siempre es mejor echarle la culpa a algo o a alguien antes que asumir nuestra derrota); sí, lo recuerdo como si fuera ayer, fue la luz del sol sobre su cara; yo vi mi pasión reflejada en sus ojos y con aquello fabriqué una historia de amor. Pero era mi pasión, y yo ingenuo de mí la confundí con sus ansias. Dijimos que nos amaríamos hasta la muerte sin saber que sería la muerte del amor la que nos mataría. ¿Cómo puede ser posible que, después de habernos amado tanto, ahora nos odiemos? Fantaseo continuamente con su muerte. Sí, la veo cayendo por un precipicio, ahogada en la corriente de un mar embravecido, atropellada por un coche, envenenada por un plato cocinado por mí. Cuando la observo dormir, imagino mis manos en su cuello, apretando, apretando, apretando hasta dejarla sin aliento. Su largo cuello de cisne doblegado en mis manos, tibio, palpitante… ¡qué placer!; quiero sentir dolor y, en cambio, me muero de alegría. ¿Soy malvado? No, ¿verdad? No es que desee su muerte, simple y llanamente quiero que algo ajeno a mí la aparte para siempre de mi vista. El destino, por ejemplo. Mi cobardía no es capaz de acabar con la esperpéntica farsa que representamos día tras día. Prefiero desear su muerte, antes que enfrentarme a la verdad. No sé decirle «Se acabó, maldita sea». ¿No es ridículo? Se lo digo a usted: NO, NO, NO… y suena tan fácil. Me entreno en el espejo (una técnica aprendida en la cátedra de expresión corporal en la que me gradué con honores). NO, NO, NO… y delante de ella viene el SÍ, SÍ, SÍ. Soy incapaz decirle «no siento nada por ti, esto tiene que acabar». O mejor, «¡te odio!, vete con tus cremas y tus hedores a otra parte. Tus carnes me repelen. No me interesan tus historias ni tus penas. Vete de aquí, si no lo haces tú, lo haré yo». NO, NO, NO. Llega la noche y otra vez me entierro entre las sábanas, al lado de aquel cuerpo que suda y huele, que se mueve en la cama, que estornuda y tose. Que respira, maldita sea… ¡Que respira!
»No vivíamos tan mal, ¿sabe? Ella me quería, y yo también. Decíamos que nos amábamos por igual: la gran mentira. Siempre hay un imbécil que acaba amando más y ese imbécil era yo. Ella era tan dulce y delicada. ¿Dulce?… ¿Dije dulce? Una arpía. ¿Que qué me hizo? Nada. Eso fue lo peor: no me hizo nada, salvo ignorarme durante años; humillarme con su altivez y su erudición de pacotilla. Ah…, querida amiga, me volví de piedra: un jardín japonés. ¿Sabe qué es lo mejor de las piedras? Que no sienten.
«Ahora no podemos vernos. Ella esconde su cuerpo en el baño, se desnuda a escondidas, se escuda en su pijama de flores y lazos ridículos y se cubre con la manta, creyendo que correré a violarla. Yo, el amoroso marido que sólo sueña con su muerte. —Soltó una carcajada—. ¿Le doy miedo?
Al pronunciar la última frase, el juez cayó en cuenta de que no había parado de hablar. Miró el gran reloj que colgaba de la pared pero no marcaba ninguna hora, le faltaban las agujas.
—Lo siento, necesitaba que alguien me escuchara sin emitir ningún veredicto. No soy culpable ni inocente; sólo elegí a la mujer equivocada. Estoy harto de juicios. —Respiró profundo—. Bien, ahora ya me siento mejor;
grazie mille, carissima arnica.
El magistrado recorrió con su mirada el impasible cuerpo de
La Donna di Lacrima.
Su piel lisa y sin manchas parecía cubierta por una pátina dorada y húmeda. Aquella extraña visión de cuadro renacentista lo turbaba. ¿Quién era esa maravillosa y silenciosa mujer?
—Le he traído una sorpresa —le dijo, acercando el maletín que reposaba en el suelo—. Necesito sentirla suspirar. Sus suspiros son vida.
Extrajo del interior un estuche de terciopelo negro y lo abrió ante ella. Clasificadas por sus tonalidades, aparecieron las diez plumas de ave más hermosas jamás imaginadas.
—Aquí las tiene. De todas las que he coleccionado a lo largo de mi vida, éstas son las más suaves. —Mientras se las enseñaba, fue nombrando una a una la especie a la cual pertenecían—. Tinamú, lira, faisán, fragata, flamenco, avestruz, marabú, quetzal, pavo real…
Se lo ofreció.
—¿Elige?
La Donna di Lacrima
señaló una, larga, iridiscente y esponjosa, que contenía los tonos del arco iris.
—Ave del paraíso rey de Sajonia —exclamó el juez—. En su extremo está el elixir del placer. Cierre los ojos, querida
principessa.
Antes de empezar a acariciarla, preguntó.
—¿Por qué no puedo tocarla con mis manos? Ahh… sentir la tibieza de su carne viva, la suavidad que adivino en su piel, quizá…
Con un gesto suavísimo,
La Donna di Lacrima
cerró su capa y sus senos quedaron escondidos.
—Lo siento, no insistiré más. La pluma será mi dedo, recorrerá su cuerpo y yo sabré lo que siente a través de su respiración. Mi placer será inventar su placer.
El hombre tomó la pluma, levantó su mano y la dejó suspendida en el aire veinte, treinta, sesenta segundos. Un crescendo de anhelos silenciosos, rotos por el desesperado vuelo a ninguna parte de los pájaros enjaulados. En el diván, el cuerpo tendido de la mujer brillaba expectante, como una libélula azul en la noche; en su cuello desnudo palpitaba la vida.
La pluma cayó en la comisura de su oreja y volvió a elevarse.
Ningún suspiro.
El se sentía ave en vuelo. Impregnado de lujuria, creaba una liturgia de movimientos alados; subía y bajaba, sobrevolando el cuerpo diáfano y silencioso de esa desconocida que empezaba a amar. Aquel extraño ritual levantaba su sexo y le provocaba una ternura nueva. Respiraba el mundo a través de sus poros. No era nadie y era todo; un ser omnipotente capaz de dar sin condiciones. La haría suspirar, claro que la haría suspirar. Había muchas otras maneras de poseer el cuerpo de una mujer.
Había sentido la pluma muy cerca de su oreja; una mariposa susurrando a su oído palabras ininteligibles, que llegaban directo a sus sentidos sin pasar por el alma.
No había suspirado, porque hacerlo significaba demostrar ante aquel hombre su debilidad.
¿Podía mantener separada esa lasciva sensación que sólo venía de su piel? Si el alma no libraba ninguna batalla, ¿la libertad de su cuerpo la llevaba a alguna parte?
Se sentía buena y mala al mismo tiempo. Su mente, que buscaba reivindicar su libertad, se perdía en un laberinto de culpabilidades. Aparecían las monjas del colegio señalándola, acusándola: «Pecadora, tu carne arderá en el infierno», por permitir que aquel hombre deslizara la pluma sobre su cuerpo.
¿Por qué nadie lo entendía? La persona que tenía enfrente no era sólo un juez. Era un ser humano, tan perdido como ella, con ganas de ser comprendido. Manteniendo sus ojos cerrados, ese pobre mortal adquiría el estatus de dios; un dios alado que venía a rescatarla de la soledad.
Los pájaros cantaban en sus jaulas y la pluma vagaba por su cuerpo, a veces trémula, a veces firme. Metiéndose entre su capa, en esa oscuridad de piel y seda, explorando caminos nuevos. Una lanza suavísima que abría, delimitaba y cercaba zonas dormidas.
Alrededor de su pezón derecho, el ave del paraíso giraba, giraba y giraba hasta elevarse, dejando toda su piel en trance. Una música sin notas, evaporándose… Su mente adivinando caricias, un largo suspenso urgido de sentir, segundos eternizados en esa espera loca…
Y otra vez, la pluma cayendo sobre ella, imperceptible. Un roce en la punta de su pecho y un descanso hasta recuperar toda su fuerza. La incertidumbre de no saber, de imaginar el lugar. Un toque en el tobillo, otro en la curva de la rodilla y en el hueco de su ombligo; un vuelo inesperado convertido en rumor y brisa. Su deseo cabalgando a lomos de un extraño; aterrizando a través de aquella pluma en el perfil oculto de sus muslos dormidos; el interior de su pálida piel cubierta de deseo y esa sombra fugaz escalando, escalando, escalando su geografía, como un alpinista en busca de la cumbre y el mágico momento precipitándose; una descarga eléctrica en su pubis, sin siquiera rozarlo. Sus labios entreabiertos, su boca a punto de suspiro.
Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…
Mejor no abrir los ojos. En ese mundo invisible, sólo la piel le confirmaba su estancia en la tierra.
Era la clase que más le gustaba: Il
Restauro.
Quien la impartía ponía tal pasión en explicarlo que, a pesar de que a veces ya había finalizado la clase, los alumnos no se marchaban. Se trataba de practicar lo aprendido sobre auténticas piezas antiguas.
Entre las decenas de manuscritos y libros que se apilaban en el almacén de la academia, de vez en cuando aparecía alguna joya.
Ese día, el profesor Brogi había repartido a los alumnos diversos documentos para que cada uno siguiera el procedimiento de exploración y dictamen de sus daños, y a Ella le había tocado el que estaba en peor estado.
Era una página que parecía deshacerse en sus manos, salpicada de gotas de tinta o sangre, y totalmente ilegible.
Sacó de una carpeta la plantilla de registro donde haría las anotaciones, colocó con mucho cuidado la pieza sobre la pantalla de luz para hacer su análisis y acercó el cuentahilos al papel, tomando nota de todo cuanto iba descubriendo:
«Manoscritto della meta del Quattrocento, con la carta perforata per la presenza di inchiostro (metallotannico) molto acido. A sinistra, lacune causate da camminamenti di insetti. Im brunimento dovuto possibilmente al sangue…»
Mientras lo hacía, le pasó por la cabeza la sombra del diario. Su textura era idéntica a la página que su madre le había enviado en el paquete. ¿Y si ese folio perteneciera al mismo? Aunque no podía saber si su escritura era especular, ya que las letras estaban totalmente enfangadas y cubiertas de moho, cabía la remota posibilidad de que así fuera.
Aprovechando que el profesor daba instrucciones a un grupo de estudiantes, cogió la pieza, la escondió entre el delantal y la llevó a la habitación contigua, el sofisticado laboratorio donde solían lavarlas. A pesar de que lo había hecho muchas veces bajo la supervisión del profesor, ésta iba a ser la primera que realizaría el proceso sin su ayuda.
Antes de empezar midió su alcalinidad, colocando una gota de agua destilada en uno de sus márgenes, y con un papel secante presionó la superficie humedecida hasta lograr que algo de la suciedad se le adhiriera. A continuación, llenó con agua tibia una gaveta y, ayudada de unas pinzas, colocó la deteriorada página sobre un papel que le hizo de soporte y la sumergió. Después de unos minutos de agitar el agua, le pareció ver tras las manchas de sangre una suerte de letras perforadas por el ácido de la tinta. Aunque eran muy tenues, no había lugar a dudas: correspondían a palabras sueltas, extraños textos que…
¡La escritura era especular!
Corrió hasta un mueble, vigilando desde la puerta que el profesor Brogi no hubiera notado su ausencia, y fue abriendo y cerrando cajones hasta encontrar lo que buscaba: un espejo y una lupa. Sin extraer la pieza del agua, trató de leer lo escrito, tal como le había visto hacer al profesor Sabatini.