—Aunque pienso que… es momento de recrearnos en el
Inferno.
No me mire así; a veces hay que consumirse en él para alcanzar el cielo. Se lo digo yo, que sé mucho de llamas.
El vagabundo empezó a declamar el canto I del
Inferno
y de su boca fue saliendo un humo blanco revuelto de palabras…
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
che la diritta via era smarrita.
Ah quanto a dir qual era è cosa dura
esta selva selvaggia e aspra e forte
che nel pensier rinova la paura!
Tant'è amara che poco è più morte;
ma per trattar del ben ch'io vi trovai,
dirò del l'altre cose ch'i' v'ho scorte.
Io non so ben ridir com'io v'entrai,
tant'era pieno di sonno a quel punto
che la verace via abbandonai.
A mitad del camino de la vida
yo me encontraba en una selva oscura,
con la senda derecha ya perdida.
¡Ah, pues decir cuál era es cosa dura
esta selva salvaje, áspera y fuerte
que en el pensar renueva la pavura!
Es tan amarga que algo más es muerte;
mas por tratar allí encontré
diré de cuanto allá me cupo en suerte.
Repetir no sabría cómo entré,
pues me vencía el sueño el mismo día
en que el veraz camino abandoné.
Comenzó a alejarse por la via Tornabuoni y su voz se convirtió en un suspiro que se esfumó en la noche.
Ella se quedó estatuada, sin saber qué rumbo tomar, recibiendo la embestida de la nieve que continuaba hiriéndole las mejillas.
Miró alrededor: le dolieron los ojos de ver tanta soledad. Le ardieron los oídos de escuchar tanto silencio helado. Tomó la via Borgo Santo Apostoli y se detuvo en la placita donde acostumbraba comprar frutas. Levantó la mirada y leyó: «Piazza del Limbo.» Nunca más acertado. Se encontraba en el centro del limbo; al borde del infierno de no saber vivir.
Llegó al hotel y encontró las puertas cerradas. A través de los cristales una luz mortecina titilaba; la recepción estaba vacía. Pulsó el timbre y del fondo apareció el portero de la noche con el sueño pegado a las pestañas. Un saludo sonámbulo. Tomó el ascensor, entró en la habitación y dejó el abrigo sobre el sofá de la pequeña sala. No tenía ganas de dormir. Se sirvió un vodka con hielo y abrió el grifo de la ducha. Una niebla hirviente y blanca se la tragó. El frío se le había incrustado en los huesos. Mientras se desnudaba, otra mujer lo hizo frente a ella: el gran espejo del baño le devolvió la imagen de esa desconocida que vivía dentro de su cuerpo; la que nunca acababa de aflorar: su yo más íntimo. La observó. Se observó. Sus ojos la miraron interrogantes.
—No me mires así —le dijo.
—No me mires así —le contestó la extraña.
—¿No ves que no tengo nada que decirte? —volvió a hablarle.
—¿No ves que no tengo nada que decirte? —volvió a contestarle.
—¿Quién eres?
—¿Quién eres?
—¿Qué quieres de mí?
La extraña la atravesó con los ojos y desde el espejo le espetó, furiosa:
—Estás ACABADA. Mírate de una vez. ¡¡¡MÍRATE, maldita sea!!! ¿Es que no te das cuenta? ¿Cuándo vas a vivir de verdad? Libros, libros y libros… Escritora de pacotilla. ¿Es que no sabes hacer otra cosa?
Se miró derrotada. Sus pechos nítidos, de pezones rosados, cargados de soledad, se empinaban erectos. Dejó resbalar sus ojos por aquella piel tan ajena y tan propia y le pareció que llevaba toda la vida dormida. La curva de su cintura sin abrazo gritaba ausencias; su pubis retraído reflejaba su infinita solitud. Allí latían, escondidas entre sus pliegues, sus cansadas ganas. Un par de alas queriendo levantar un vuelo imposible.
Buscó a la extraña al otro lado, pero había desaparecido. Se metió en el agua hirviendo y su piel enrojeció. Pensó en Marco y dejó que sus manos hicieran el resto. ¿Cómo la habría acariciado él?
De pronto las yemas de sus dedos le trajeron el verano, el vago aroma del deseo, las risas callejeras, la brisa de las cinco en Cali. La falda del colegio levantada, sus primeros roces, esa inquietud carnal que la llamaba, aquel calor entre sus piernas despertando. Su sexo, con vida propia, se separaba de su cuerpo. ¿Adónde había ido a parar esa niña adolescente que soñaba vida? No valía la pena vivir sin sentir. ¿Qué sabía ella de la vida, si sólo había vivido a través de la palabra escrita? Nathaniel Hawthorne lo confesó alguna vez: «Yo no vivía. Sólo soñaba que vivía.» ¿Quería al final de sus días decir lo mismo?
Sus zapatos retumbaban en aquel pasillo inhóspito de luces de neón y batas blancas en el que el único ser vivo, además del encargado, era ella. El hombre que la guiaba trataba de prepararla para lo que podía encontrarse tras la puerta metálica que separaba a los muertos de los vivos. Si aquellos cuerpos eran los de su marido y su hija, para las autoridades el caso quedaba cerrado. Para ella, sin embargo, la herida permanecería abierta.
El olor a muerte estancada y a formaldehído hería sus mucosas provocándole arcadas que aguantaba en silencio. Por el interminable pasillo, las ratas se asomaban y escondían creando con sus repulsivos chillidos ecos burlones. En aquel depósito de muertos sin dueño, su ropa empezaba a exudar ansiedad y miedo.
Cuanto más caminaba, más se alargaba el corredor. De pronto, después de avanzar un largo trecho, el hombre de la bata blanca la tomó del brazo y la hizo detener delante de una puerta. Un sonido hermético a su espalda la dejó en el interior de un salón de paredes atestadas de nichos de acero con sus respectivas asas. De repente miró a lado y lado y se dio cuenta de que estaba completamente sola. Trató de volverse pero no pudo abrir la puerta. Estaba atrapada en aquel silencio mortuorio.
Como una autómata, sus manos giraron uno a uno los tiradores de los distintos cajones incrustados en la pared. Decenas de cuerpos desnudos, como enormes títeres de cuerdas rotas, empezaron a aparecer. Pies de los que colgaban etiquetas con números y letras que clasificaban como desconocidos los que en su día quizá habían sido alegres estudiantes, respetables profesionales, amorosos amantes, abnegados padres de familia. Todos, hombres y mujeres, descansaban con aquellas cremalleras sobre sus vientres sin vísceras como único vestido. Interiores donde antes palpitaban corazones, ahora llenos de serrín. ¿Dónde estaban sus rostros? Ningún cuerpo conservaba su fisonomía. Aquellas caras de cera no tenían ojos, narices ni bocas. ¿Cómo iba a reconocer a Marco y a Chiara? Quiso gritar, pero por más que trató, su garganta no emitió ningún sonido. Corrió a la pared de enfrente y pulsó compulsivamente cada una de las pequeñas puertas de los nichos. Los clics metálicos retumbaban, mientras sobre los rieles se deslizaban las gavetas que contenían los cuerpos. Allí estaba Marco, Marco, Marco, Marco, Marco…; no era un solo Marco, eran decenas de Marcos y Chiaras los que emergían de las gavetas.
—¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!! —gritó Ella—. ¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!
Trató de escapar, pero sus pies permanecieron sembrados en el suelo.
—¡POR FAVOR!… ¡DÉJENME SALIIIIIR!
Sus puños aporreaban la puerta con desesperación.
—¡¡DÉJENME SALIIIIIIIR!!
Una llave giró sobre la cerradura y apareció Fabrizio, el conserje del hotel.
—
Signora
Ella, ¿se encuentra bien? Permítame ayudarla.
La escritora permanecía inmóvil, delante de la puerta de su habitación, con el alma encogida y el corazón galopando en sus sienes. La camiseta, empapada de sudor, se le pegaba al cuerpo dejando al descubierto unas curvas suaves y agitadas. Fabrizio acababa de descubrir tras aquel algodón mojado el cuerpo más sensual que había visto en su vida. Aquella mujer hermética era bellísima. Su aspecto de niña perdida y sus ojos de acero lustrado lo miraban sin verlo. La tomó del brazo con delicadeza y la condujo hasta la cama.
—Otra vez ha tenido una pesadilla, ¿verdad? No se preocupe, fue un mal sueño y como dijo Calderón de la Barca, los sueños, sueños son. ¿Le mando traer algo? ¿Una infusión, quizá?
Ella continuó mirándolo, totalmente enajenada mientras Fabrizio la ayudaba a acostarse, metiéndole los pies bajo la manta.
Aunque había amanecido, ese día no fue a clase; permaneció inmóvil, con los ojos pegados al techo, mientras sus pensamientos vagaban como fantasmas por la carretera que llevaba de Arezzo a Roma.
En el Harry's Bar esa tarde no se hablaba de otra cosa. La misteriosa mujer a la que se referían
sottovoce
los comensales tenía la ciudad excitada. Se decía que desde los tiempos de las cortesanas no se veía nada parecido. Era una mujer de otro tiempo, con ademanes de princesa antigua, salida de un cuadro inacabado de Botticelli. Tímida y lujuriosa, delicada como cristal de Baccarat y fuerte como la punta de un diamante: violencia suave que acariciaba y avasallaba sólo con su aliento.
Muchos especulaban sobre su origen, inventando alrededor de ella historias que de tanto repetirlas se habían convertido en verdades rotundas.
Nadie sabía a qué se dedicaba ni cómo consumía el tiempo que le sobraba; ni siquiera se había oído nunca su voz. Algunos decían que probablemente era muda o que tal vez era una conocida florentina, perteneciente a una familia de rancio abolengo, que simplemente se aburría de la vida y había decidido divertirse de aquella manera.
Sólo recibía al mediodía, en un lujoso ático de la via Ghibellina, en el instante mismo en que las campanas de todas las iglesias alzaban el vuelo celebrando el ángelus. Escondía su rostro bajo una máscara de la que pendía a modo de lágrima un asombroso diamante azul. Como se desconocía su nombre, la llamaban la
La Donna di Lacrima,
y aunque nadie había logrado acariciarla jamás con sus propios dedos, todos querían estar en su compañía. El magnetismo que irradiaba su frágil cuerpo desnudo no dejaba indiferente a ningún hombre. El súmmum del placer residía en darle placer; inventarse una forma única y especial de tocarla y arrancarle al menos un suspiro —ya que una palabra era imposible—, pues cuando lo hacía, todo lo que estaba a su alrededor se transformaba.
Quienes habían logrado estar en su presencia contaban que sólo traspasar la entrada se percibía algo extraño. Una especie de escalofrío y ansiedad flotaban en aquel escenario de amor donde reinaba una penumbra expectante de flores, velas, sedas, humos provenientes de decenas de incensarios colgados del techo y jaulas repletas de pájaros azules, los toh, con sus coronas azul turquesa y sus majestuosas plumas de una belleza indescriptible, que cantaban como los ángeles.
La puerta se abría sola y al cabo de algunos minutos, rompiendo la niebla e invadida de una luz fantasmal, aparecía
La Donna di Lacrima
, desprendiendo a cada paso su hipnótico perfume; con la máscara sobre su cara y como único vestido una capa azul noche acariciando el suelo, deslizándose lenta y húmeda, como lágrima que no acababa de caer. De su rostro, sólo sus labios rojos, que parecían perfilados por el pincel del pintor renacentista, quedaban al descubierto, siempre entreabiertos, a punto de exhalar un suspiro o decir lo que nunca decía. Entonces se tendía sobre el diván de terciopelo rojo, con su capa de seda que al abrirse dibujaba un triángulo de piel inmaculada que empezaba en su cuello y moría en sus pies, siempre calzados con unas delicadísimas sandalias de tacón, dejando al descubierto la comisura de sus pequeños senos y un pubis limpio de niña imberbe.
Una ceremonia de exquisita contemplación, de un erotismo visual extrañamente morboso.
La puerta del bar se abrió y una ráfaga helada inundó el lugar. Acababa de entrar Lívido arrastrando consigo el hielo de su soledad. Se acercó a la barra y pidió un whisky doble al tiempo que rastreaba con la mirada el local buscándola, pero no la encontró. No acudía ni a la librería ni al bar. Aquel delgado hilo que los unía estaba a punto de romperse.
Con el paso de los días, el deseo de verla había crecido hasta hacerse insoportable. No entendía cómo, sin motivo aparente, la mujer que visitaba su librería se había hecho imprescindible. Los días desfilaban, uno a uno, sin ninguna alegría, y aunque hubiese resistido mucho tiempo así, ahora se daba cuenta de que todo había sido una gran pérdida de vida. Años y años sin otra ilusión que vender algún libro viejo para embolsillarse un dinero que no gastaba y, para más inri, un dinero que no tendría a quién dejarlo en herencia cuando muriera, ni siquiera a sus pobres caballos que lo esperaban cada fin de semana en el decadente palacio familiar de Montepulciano.
El antiguo diario que con tanto esmero había colocado en la estantería de su librería, buscando el sitio estratégico para que los ojos de ella lo descubrieran, volvía a quedar escondido en el cajón de siempre. Tras tardes de inútil espera, de turistas que lo desordenaban todo y no compraban nada, había decidido guardarlo.
El barman le sirvió el whisky y mientras lo bebía se dejó ir en la animada conversación que a su lado mantenían dos hombres impecablemente vestidos.
—
È un'autentica principessa, Paolo! Io non posso dire più.
Tienes que verla con tus propios ojos.
—Dicen que podría ser la mujer de…
—…de nadie. Esta mujer no es de este mundo.
—¿Cómo pudiste llegar hasta ella?
—No puedo creer que no hayas oído hablar de cómo hacerlo si es vox pópuli. Dejé en su buzón una carta
molto speciale,
redactada a la antigua usanza, con mi sello y mi firma de notario. De repente no me importó que se enterara de mi identidad; no sé cómo explicarlo, Paolo, en ese momento una extraña fuerza me empujó a hacerlo. Seis días después recibí un sobre, lacrado con una lágrima azul, que desprendía un perfume exquisito. Al abrirlo, una mariposa escapó y se desintegró ante mis ojos dejando su iridiscente polen en el aire. Con una letra afilada,
La Donna di Lacrima
me instaba a verla al día siguiente. Debía estar delante de su puerta a las doce del mediodía, coincidiendo con el toque de campanas del ángelus, la
salutazione angelica
.
El otro hombre escuchaba con la avidez de un niño a quien le están contando el secreto mejor guardado. Con sus ojos como platos y sin pestañear, iba asintiendo.
—
Ma questo è una pazzia, Cario!
Una locura.