Sus rezos se convirtieron en una súplica a Dios para volver a verla. Sus noches, en insomnios acariciando momentos inventados cuando era adolescente y soñaba con amar a una mujer. Sus amaneceres, en pedir perdón a Cristo y a su madre. La teología, ese conocimiento de las cosas divinas, todos sus años ahondado en los misterios, el
fides quae rens intellectum
, la
theologia supernaturalis
, razón humana y revelación divina, el misterio trinitario, el misterio cristológico, la metafísica, lo mítico, político y natural, conocer la fe a través de la razón… todas las teorías se calcinaban en aquellos ojos de carbón ardiendo.
La volvió a ver una semana después, en la comunión, y a partir de ese día cada mañana en la misa de las siete. A veces venía con una niña agarrada a su falda; otras, acompañada de una tristeza sin alas.
Después de muchas comuniones, confesiones y fiestas de guardar, la pasión les fue pidiendo más.
Se llamaba Antonella, era napolitana, estaba casada, tenía tres hijos, nada que ofrecer, pues todo lo había dado, pero se había enamorado de él.
Se veían a escondidas a las nueve, cargando cada uno a su espalda la culpabilidad del pecado mortal. Subían las empedradas calles vigilando ventanas y puertas, esquinas y balcones, hasta coronar la piazza Santa Margherita. Escapando como podían de las inquisidoras miradas de las ancianas que vigilaban palmo a palmo la moral de la pequeña ciudad etrusca.
Estaban hambrientos de sentir la vida con todos sus sentidos.
Él llegaba envuelto en los aromas del pan recién horneado que compraba al amanecer en el horno de leña del Vicolo del Precipizio, y detrás del muro se arrancaban a pedazos el alma mientras se daban de comer trozos de pan humedecido en
olio
virgen, lamiéndose los dedos uno a uno, oliendo aquella tierna masa que simbolizaba vida, apurando las gotas resbaladas, las migajas de aquellos segundos tan amados. De su cesta ella sacaba la tortilla que cada mañana preparaba para ese desayuno sagrado y la rompían a mordiscos, chupando su jugosa ternura. Fresas, mieles, chocolates, almendras, cada alimento era bendecido de placer en sus labios. Se olían, se abrazaban, se saboreaban reconociéndose. Sus pieles muertas renacían con sus miradas.
Se herían de placer, clavando sus lenguas hasta lastimarse de amor las entrañas. Bocas deshechas y rehechas sin fin; los deseos naufragando en sus salivas… empapándolos.
Sus delicados dedos traspasaban los límites de la cordura. Aquellas manos benditas lo elevaban a un mundo de placer desconocido, en el que el único rezo posible era rogar por no morir de amor.
Le prometió que se separaría, que estaría con él para el resto de su vida.
Habían quedado a la hora de siempre: las nueve de un lunes primaveral. Él escaparía de la casa cural de la via Zefferini, y ella de su prisión conyugal. Dejarían una carta donde lo confesarían todo y pedirían perdón por no ser capaces de vivir la vida sin amor.
Esa mañana Lívido había partido a las cinco para visitar por última vez el monasterio de Le Celle, aquel lugar de mágica espiritualidad donde había pasado largos años de penitencia y purificación antes de ser ordenado. A esa hora, el santuario franciscano rompía con su austera majestuosidad la espesa bruma de la noche. Vagó por sus caminos, atravesó el Ponte Barberini y se sentó en la piedra, donde tantas mañanas se había encontrado con su fe, pero ya no estaba; la fe había marchado antes que él.
Se despidió del paisaje, del riachuelo, de muros, campanas y cipreses. De los pájaros y el viento. De su pequeña celda, donde aún permanecían colgadas del aire sus letanías matutinas, y se fue con paso firme en busca de Antonella.
Dejó el viejo Citroen a la entrada del pueblo, junto a la muralla, y fue bordeando la via Crucis di Gino Severini, subiendo las escarpadas calles con el corazón desbocado de miedo y alegría. Al coronar la plaza sintió un extraño presentimiento: el aire estaba contrariado y espeso; le costaba respirar.
Las campanas de Santa Margherita anunciaron con sus nueve campanadas que el momento había llegado. Miró alrededor buscando oír sus pasos, pero nada se movió; ni siquiera las manecillas del reloj. Su vida había quedado suspendida en el hilo de unas pisadas que de sobra conocía.
Una espera in crescendo se apoderó de él cuando el repique de campanas fue martilleando su ausencia: nueve y cuarto, nueve y media, diez, once y media…, ¡las doce! Antonella no había acudido a la cita.
Tal vez él se había equivocado de día, o de hora… Empezó a disculparla imaginando posibles malentendidos. ¿Era el lunes? ¿Y si volvía mañana?
Pasó por delante de su casa, siempre con la mirada fija en las cortinas ajenas que parecían tener vida propia. A la entrada, un gato pardo se lamía las patas. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto y las paredes se sumían en un extraño silencio: no había NADIE.
Durante un mes no faltó cada día al parque, a la hora acordada, pero Antonella no volvió a aparecer.
Tras meses de espera, Lívido abandonó el sacerdocio. Su madre había llamado para notificarle que su padre había muerto y lo necesitaba.
El día del regreso, mientras atravesaba la piazza della Repubblica entre murmullos y miradas recriminatorias —todo el pueblo se había enterado de la pecaminosa relación—, volvió a verla. Descendía por las escalinatas del Palazzo del Comune abrazada a su marido, con sus hijos cogidos de la mano y una tristeza larga como noche de insomnio. Ella lo miró y de sus ojos rodó una lágrima; él no fue capaz de devolverle la mirada, se moría de dolor.
A partir de ese instante su vida acabó. Sus días se convirtieron en el eterno recordar lo perdido, saboreando una pasión que jamás volvería a sentir. Subsistía viviendo roces de piel que nunca le llegaban al alma; comprando caricias a precio de saldo. Nadie podía resucitarlo de su muerte. El tedio se le había encajado en el cuerpo, usurpando todos sus rincones hasta ahogarlo. Todo le cansaba, incluso hasta el descanso. Malgastaba sus días encerrado en el cuartucho de la planta superior de la librería, leyendo los libros que aquel fatídico 4 de noviembre de 1966 había rescatado de las fauces del fango; tratando de completar en su cabeza sus vidas inconclusas. Los protagonistas de las historias no se encontraban. Por culpa del deterioro y la humedad, estaban condenados a la ausencia; página tras página, habían desaparecido. Leía como arrullando un sueño loco que ja más se calmaba.
¿Quién creía todavía en el amor?
De repente, en su rutina gris, una tarde había entrado aquella enigmática mujer que apoyaba su silencio en un bastón, y sus días cambiaron. Ahora la esperaba cada atardecer, no sabía para qué ni por qué. Ella timbraba, él le abría la puerta y la dejaba vagar por pasillos y rincones. Sus pisadas discordantes sobre la madera le hablaban. Ese silencio tan distante y frío, tan igual al suyo, llamaba poderosamente su atención. Le lanzaba palabras mudas al vuelo, a ver si ella las recogía y lograba oírlas.
La vigilaba en la oscuridad, observando cada uno de sus movimientos. Al principio, la mujer se acercaba con timidez a las estanterías, como cuerpo en pena buscando su alma desaparecida, pero con el paso de los días había cogido confianza y hurgaba en los cajones, convencida de que nadie la miraba. Ojeaba, olía y hasta manoseaba ejemplares que ni él mismo había osado abrir jamás.
Tenía ganas de hablarle, pero no se atrevía ni siquiera a sostenerle la mirada. Le excitaba imaginar su cuerpo y su alma. Se vivía en ella, en sus abismos fantasmales; en sus pausas y acciones.
La veía inalcanzable en su dolida belleza.
¿Qué morboso placer emanaba de aquel cuerpo desolado y frágil?
¿Qué buscaba aquella silenciosa mujer en su librería?
¿Por qué no podía dejar de ir a aquel lugar?
¿Qué fascinación ejercían sobre ella esos libros derruidos? ¿Por qué se identificaba tanto con esa soledad de las páginas muertas?
Había instaurado una nueva rutina para sobrevivir, sin siquiera saber por qué quería sobrevivir. Tal vez esperaba que en algún momento sus ojos se abrieran y por fin despertara de aquella pesadilla y a su lado estuviera Marco y una vocecita le gritara
«Mamaaaaaaá, ya estoy aquí»
, y se metiera bajo las sábanas el cuerpo tibio de Chiara y sus pies se enredaran en sus piernas y su cabecita se escondiera en su pecho buscando el juego matutino de pedirle cosquillas.
Llevaba dos semanas yendo cada mañana al número 13 de la via Maggio, al Palazzo Spinelli, donde se había matriculado en clases de restauración de libros antiguos. Quería aprender cómo salvar de la muerte la palabra de otros; aprender quizá, a través de ese trabajo, a recuperar sus palabras moribundas.
El invierno la castigaba lanzando agujas de nieve sobre su cara. Firenze, en honor a su estado de ánimo, se vestía de luto blanco para ella. El dolor de su pierna ya era tan suyo que si se lo hubieran tratado de quitar habría matado por conservarlo; estaba ligado a Marco y a Chiara.
Cada sábado iba al lugar del accidente, la carretera que unía Arezzo con Roma. Se lo sabía de memoria. Había peinado palmo a palmo cada centímetro del maldito campo buscando algún objeto, un zapato, una cartera, una cadena, algo que le dijera que era verdad, que aquello había pasado. El tronco del árbol contra el cual se había estrellado aún conservaba las huellas de su coche: un borrón de pintura gris tatuaba su corteza… La música de Mozart continuaba sonando en su mente, como la voz de Marco y el dulce canto de Chiara… «Había una vez una iguana con una ruana de lana, peinándose la melena junto al río Magdalena…», la canción colombiana que ella le había enseñado; su favorita.
¿Dónde estaban?
No había día de su vida en el que no pensara en ellos, en que no se le desgarrara el alma con su ausencia. Sin sus cuerpos, vivía una espera sin sentido.
Llegó a la academia y se encontró a la entrada con aquel hombre de aspecto deshidratado y ojos trashumantes, que sólo verla acarició instintivamente su calva lustrada. Era el profesor Mauro Sabatini, encargado de la conservación del Gabinetto Scientifico Letterario, que llegaba para dar su clase sobre
«La carta e il suo degrado».
Tras un efusivo saludo, el profesor le comentó.
—He ido haciendo averiguaciones sobre lo que me pidió el otro día y me temo que es casi imposible encontrar entre el océano de libros desaparecidos el extraño diario que usted menciona. Respecto al palazzo Bianchi, no cabe la menor duda de que existió, ¡vaya si existió! Era espléndido, una obra monumental. Su arquitectura veneciana, con aquel hermoso revestimiento de mármoles rosas, destacaba en medio de las demás edificaciones. Muchos pintores de la época lo inmortalizaron en sus lienzos. Como muchos palacios que quedaban a orillas del río, fue destruido en la segunda guerra mundial por los bombardeos de los aliados. ¡Una gran pérdida! Cuentan, aunque nunca se ha comprobado, que fue un regalo de Lorenzo de Medici a una cortesana de la cual se enamoró perdidamente… un amor secreto. Cuando la conoció era prácticamente una niña. En fin, se dicen tantas cosas. Si no lo considera una indiscreción, ¿podría aclararme qué tiene de particular ese diario?
—Si lo supiera, se lo diría. De él sólo tengo esta página que, por más que lo he intentado, para mí es indescifrable.
Ella tomó de su cartera las dos maderas que protegían el folio enviado por su madre en el paquete, las abrió y extrajo el envejecido folio.
—Mire —le dijo, ofreciéndoselo.
Lo primero que hizo Mauro fue reconocer su gramaje.
—Excelente calidad —aseguró mientras lo examinaba—. El papel toscano del Quattrocento era magnífico. Su elaboración era todo un arte de telares, humedades y dedicación; no como los que se fabrican ahora. Si no le importa, me gustaría analizarlo en el laboratorio. ¿Me acompaña?
Subieron las escaleras de piedra y llegaron al primer piso. En la recepción, algunos estudiantes acribillaban a preguntas a la secretaria. Mauro continuó hasta el despacho principal y la invitó a pasar. En el interior, el desvencijado escritorio contrastaba con los extraordinarios frescos de las paredes y las bóvedas de la que fuera la antigua capilla del Palazzo, que acababa de ser restaurada por un grupo de alumnos japoneses.
—Bellísimo lugar —exclamó Ella mientras lo repasaba con sus ojos.
—Firenze está llena de viejas hermosuras, ya nada impresiona. Siéntese, por favor.
El profesor le ofreció una silla, al tiempo que encendía la pantalla de luz y colocaba la página sobre ella.
—¿Ve esto? —con su dedo señaló el centro del papel.
—Es el dibujo de una piedra preciosa, ¿verdad?
—No me refiero a eso, sino a lo que está debajo. Observe…
Mauro le pasó el cuentahilos con el que examinaba la pieza.
—¿Alcanza a ver el delicado trazado hecho con la fibra del papel? Es la filigrana: nos habla de su origen. Los antiguos nobles hacían marcar sus papeles con sus escudos y anagramas. Es muy posible que éste en concreto perteneciera a un noble florentino. Aquí aparece sobre el escudo una diminuta flor de lis.
—No he podido entender lo escrito, aunque he estado investigando el idioma toscano antiguo —dijo Ella.
El profesor la miró a los ojos.
—No puede entenderlo porque… —se detuvo en cada palabra— porque fue escrito para que nadie lo entendiera a primera vista: se llama escritura especular. Así escribía Leonardo da Vinci. No se mueva, en seguida regreso —le dijo, maravillado.
Al cabo de algunos minutos volvió con un espejo y lo colocó delante de la página.
—¿Qué le parece?
Sobre el cristal aparecía reflejado el texto y todo adquiría un sentido. Las letras se enderezaban, las vocales se abrían.
—¡Zurda! —añadió mientras continuaba examinándolo—. La persona que escribió esta página era inequívocamente zurda. No quería manchar el papel con la tinta y por eso escribía de derecha a izquierda. Es la segunda vez que veo una página como ésta después de haber tenido en mis manos algunos apuntes del gran Leonardo. Esta letra, sin duda, era de una mujer. Su trazo es muy definido, de curvas sin aristas, firme aunque tímido. ¿De dónde ha salido?
—Es una historia que casi parece un sueño. Tiene que ver con un cuento que me narraban mis padres antes de dormir.
—Aquí se habla de un diamante en forma de lágrima: una lágrima azul. —Mauro levantó la mirada—. ¿Sabía que en la Antigüedad al diamante se le atribuían grandes poderes? Los griegos y romanos creían que eran lágrimas de dioses, destellos de estrellas, y Platón, que eran seres vivos que contenían espíritus celestes. Simbolizaba lo eterno e infinito. Se utilizaba para tratamientos contra la locura y, sobre todo, fue empleado como veneno. Dicen que el rey Federico II murió por una sobredosis de diamante.