La segunda: tras el impacto, Chiara salió caminando por su propio pie, completamente desorientada, y durante un día o quizá dos había deambulado por la zona deshabitada hasta encontrar un refugio; allí, alguien la secuestró y…, no, no, no…
La tercera: en el impacto, Chiara perdió la memoria y con ello su nombre y todo lo que la ataba a sus padres. Alguien la encontró en la carretera y…
La cuarta: por el impacto…
Su mente elaboró hasta veinte combinaciones. Ninguna la satisfizo. En ninguna de ellas contempló, ni siquiera remotamente, la posibilidad de su muerte. Se esforzaba tratando de mantener la cordura y serenidad necesarias para enfrentarse a lo que vendría. Una voz escondida le susurraba que se dominara, y otra la lanzaba a la ilusión de liberar tanto abrazo y beso contenidos.
Pum, pum,
pum, pum,
pum, pum…
Estaba viva,
estaba viva,
estaba viva…
Su corazón lo presentía. Su niña estaba viva y todo volvía a tener sentido.
Ignoraba quién era el desconocido de la llamada y cómo había obtenido su número de teléfono, pero la información dada parecía seria y, lo más importante, ella quería que lo fuera. La extraña voz sólo tenía un nombre: Cossimo. Y una niña. Era suficiente.
La casa quedaba a las afueras de Roma, en Tivoli.
Tras pasar la noche en blanco, sentada en la cama del primer hotel que encontró libre cerca de la estación, Ella llamó a Cossimo y, después de desayunar sin hambre un café negro, ahora se dirigían en su coche, un destartalado Fiat blanco, a comprobar si la niña aparecida era Chiara.
El silencio magnificaba el paisaje de lluvia y desaliento que enmarcaba la carretera. Sólo el repetido compás del limpiaparabrisas, raspando el cristal, acompañaba ese estado expectante de angustia que le atravesaba el estómago y le oprimía la garganta, obligándola a lanzar oleadas de suspiros.
El hombre había sido muy cauto a la hora de darle esperanzas, pero ella se las hacía todas.
—Ya casi estamos —dijo Cossimo, retirando el pringoso puro de su boca—. ¿Alcanza a divisar aquella villa?
El inspector señaló un punto de color siena que coronaba la colina.
—Quienes cuidan de esa casa fueron los que la encontraron. Dicen que merodeaba perdida por los alrededores, cazando ranas en los estanques. No habla nada, pero toca el violín con maestría. ¡Se han encariñado tanto con ella! Nunca pudieron tener hijos y ahora que se sienten mayores están convencidos de que la niña es un regalo de Dios por todos sus rezos. —El inspector le dio una calada a su puro casi deshecho y continuó—. En una de las entrevistas que le hicieron días después del accidente, usted dijo que venían de un recital en la catedral de Arezzo, y que su hija toca el violín, ¿no es verdad?
—¡No se imagina cómo lo hace!
—Bien, esa información es la que me hizo atar cabos. La niña aparecida toca a la perfección ese instrumento y sus rasgos concuerdan con los de su hija. Además, la fecha en que la encontraron coincide con mis cálculos. El radio de acción de la búsqueda no incluyó esta zona, sin embargo, esto no hace menos posible que haya aparecido aquí.
—Pero ¿cómo es que la policía no ha intervenido?
—Porque la pareja no quiso dar aviso a las autoridades. Son personas mayores, muy religiosas, casi místicas.
—Y usted… ¿cómo se enteró?
—Tengo una prima que vive aquí, cerca del mercado, y ya sabe que entre verduras, pastas y aceites, los secretos más guardados terminan saliendo. Mi prima sabe que llevo tiempo investigando su caso y me llamó cuando empezaron los rumores de la silenciosa niña.
El hombre giró la manivela que bajaba la ventanilla y lanzó los restos del puro al asfalto.
—¿Tiene frío? —le preguntó al ver que Ella se cerraba el abrigo—. Lo siento, se me estropeó la calefacción y me sale más costoso arreglarla que comprarme un coche nuevo. Así que me envuelvo una bufanda y sanseacabó. Además, no suelo meterme en esta horrible cafetera, salvo para un viaje largo.
—¿Ellos saben que venimos?
—No, he preferido cogerlos por sorpresa, no vaya a ser que se esfumen. Si le parece, dejaremos el coche en la carretera y subiremos a pie.
Tomaron la via San Salvatore y se detuvieron en un arco en ruinas, cubierto de verde y herrumbre.
—Hemos llegado.
Al abrir la puerta, el olor a musgo fresco y a tierra empapada los recibió. La lluvia había amainado y el paraje estaba completamente desierto. A lado y lado del camino, hileras de desgastados cipreses flanqueaban el paso. Arbustos abatidos por el frío tiritaban desnudos junto a pequeños lagos cristalizados. Sobre una hoja de loto, una rana los observaba cautelosa. A medida que avanzaban, la explanada verde crecía en belleza. Del jardín emergía una fantasía vegetal salida de un artista de la poda. Decenas de animales verdes, de desproporcionadas dimensiones, parecían saltar por encima del césped. Setos convertidos en conejos, perros, osos y sirenas creaban un extraño laberinto en el que de repente aparecían cabezas de medusas y peces de piedra vomitando agua por sus bocas.
Entonces, Ella la vio.
A lo lejos, delante de una fuente, sus cabellos dorados resplandecían en esa mañana de grises y negruras. Levantaba los brazos y se empinaba, como si bailara sin tutú
El lago de los cisnes,
tratando de alcanzar algo. Parecía flotar sobre aquel césped recién cortado. Su cuerpecito delicado se alargaba y crecía hasta convertirse en una estilizada ave.
¿Cómo sería ese mundo en el que ahora sus ojos se extasiaban?
¿Le explicaría alguien lo que su niñez no comprendía?
¿Qué emociones buscaba en aquel silencio helado?
¿La abrazarían en sus noches de miedo?
¿Se acordaría de que alguna vez había tenido madre y padre?
Quiso correr hacia ella pero no pudo; sus piernas se habían quedado rígidas, paralizadas por el impacto de saberla tan cerca y tan viva. Cuando estaba a punto de llamarla, el viejo inspector la contuvo.
—Espere, podríamos asustarla. Vamos a acercarnos despacio.
—No puedo caminar.
—Tranquilícese.
El inspector y la escritora se aproximaron con sigilo hasta situarse a pocos metros de la niña, que trataba de atrapar una ardilla. Al sentir la presencia de los desconocidos, se giró, clavó la mirada en ellos y huyó despavorida.
—¿Es…? —preguntó Cossimo.
No era.
De la nada a la nada. Así se sentía en su viaje de vuelta a Firenze. No había muerto el día del accidente y por esa razón era la más muerta de los tres. Asistía a su propia ausencia a través de la ausencia de ellos. ¿Y ahora, qué iba a hacer? Desandar el camino de la ilusión era un trayecto durísimo que conocía de memoria: caminar cien pasos hasta lograr la invisibilidad del dolor para que nadie se enterara, cruzar el río de la nada diaria, mirarse en el espejo de su vulnerabilidad con las pupilas dilatadas por falta de lágrimas, girar a la derecha y adentrarse en el pozo oscuro de la palabra escrita. Pero ¿de cuál palabra, si ya no le quedaba ninguna?
Reclinó su cabeza en la ventanilla, cerró los ojos y en la oscuridad se encontró con Chiara; la abrazó y empezó a hablarle.
25Niña de mi alma… pedazo mío, no sé qué más decirte. Tal vez sea mejor que seas un sueño. Tal vez así tu trágico final no duela tanto. Soñar que te soñé una cálida noche de verano mientras me mecía en el jardín, arrullada por tu canto. Soñar que eras mi amiga, yo tan niña como tú, y mientras jugábamos a la rayuela saltando 1, 2, 3, 4, cogidas de la mano hasta alcanzar ese cielo pintado por las dos, ese cielo nos llevaba a las dos. Jugar el juego de abrir y cerrar los ojos: estás, no estás, estás, no estás… y al abrirlos, descubrirte de nuevo.
Necesito dormir. Sí, quizá durmiendo alguna pesadilla se apiade de mí y venga un monstruo de aquellos que tanto te asustaban y me trague. Desaparecer de la cama, de la vida. Nadie se enteraría, a nadie dolería. Soy la historia más patética jamás escrita. Un cuento sin introducción, un puro nudo, maraña de nadas entrelazadas que no conducen a ningún desenlace. ¿Te acuerdas cuando te enseñaba que las mejores historias tenían que tener introducción, nudo y desenlace? Qué fácil parecía. ¿Recuerdas cuando en la oscuridad de la noche me regalabas los protagonistas del cuento aún por crear y yo inventaba para ti la mejor historia? Me rogabas que tuviera un final feliz. Un «colorín, colorado, este cuento se ha acabado» y un «y vivieron felices para siempre». Creías que yo era una bruja buena, con poderes mágicos, que todo lo sabía. Que aquello que decía se cumplía. Tu ingenuidad me hacía sentir omnipotente. Tenía respuestas a todos tus miedos, tus preguntas acababan diluidas en un beso, el beso prodigioso que cerraba tus ojos.
Me da vergüenza de mí misma saberme tan perdida, hijita mía, que necesite de ti para salvarme. ¿Qué hubiera sido de tu adolescencia y madurez con esta madre que no se aclara sola? ¿Debería seguir? Dímelo tú, que ahora lo sabes todo. Desde arriba se ve todo más fácil. Te lo dije el día que montamos en globo y te sentiste poderosa. Decías que era el soplo de Dios el que te empujaba.
¿Qué se hace cuando se es huérfano de hija?
Nunca te hablé de tus abuelos, no sé por qué. ¿Sería porque antes de su muerte yo ya era huérfana? Claro, me esforcé desde muy niña en serlo. Nada me dolía; no se lo digas a nadie, tesoro mío, en realidad, me dolía todo. Se olvidaron de mí como de aquella mecedora rota que nadie hacía mecer, a la intemperie de los años, bajo el viejo árbol de mango.
Huérfana de hija, lo digo y no puedo pronunciarlo. De hija. No sabía que se podía llegar a ser huérfano de un niño. ¿Adónde se fueron tus gestos, dónde tu olor a flores, tu calor de piel…? Cuánto miedo debiste sentir al darte cuenta de tu soledad última; nunca te dije que frente a la muerte siempre estamos solos, que nadie puede acompañar esa oscuridad eterna.
¿Estás muerta, niña mía?
Mis ojos…
¡Malditos sean!… Los aprieto con fuerza, con toda mi rabia, hasta hacerles daño, a ver si lastimándolos reaccionan.
No sé llorar, pequeña. Siempre pensaste que tu madre era feliz, pues no lloraba nunca. Qué equivocada estabas. A llorar quizá también se enseña, no lo sé, ahora cada vez sé menos.
¿Cuántas veces he llegado a describir el llanto de otros? ¿Cuántos libros mojados de lágrimas jamás vividas?
Llorar por ti, pequeña mía, olas, una tras otra, brotando de ese mar salado de mi alma…
Llorar por todo lo dolido.
Lo que no se llora no se limpia.
¿Si te llorara, desaparecerías?…
Si te llorara, niña de mi alma, si te llorara… ¿aparecerías?
Eran las seis en punto de la tarde cuando oyó el timbre de la puerta. Lívido preparaba la quinta carta que esa noche, siguiendo su ritual semanal, dejaría en el ático de
La Donna di Lacrima.
Antes de levantarse a abrir, apoyó la pluma, se cambió de gafas y miró desde su despacho tratando de adivinar a través del visillo quién era, pero no vio a nadie. Otro cliente indeciso, pensó. «Ya nadie se interesa por los viejos libros, ¿te das cuenta, amigo?», le dijo a
Utsukushisa to kanashimi to, Lo bello y lo triste,
de Kawabata, un ejemplar de la primera edición japonesa, del que traducía y copiaba un hermoso párrafo. Tomó de nuevo la péndola, la mojó en el tintero y continuó con su labor. Pasados unos minutos, el insistente repiqueteo volvía a interrumpirlo. Se levantó contrariado y, cuando estaba a punto de vociferar un improperio, reconoció tras el biselado cristal de la vitrina la mano que se apoyaba en el bastón: su delicada mano.
La mujer que tanto le intrigaba, la que merodeaba sin descanso por la librería, creando esa discordante melodía de madera y zapatos en su parquet, aquella que le generaba esa morbosa sensación de gozo, había vuelto.
Controló su alegría fingiendo pesadez y desidia, un rostro hermético que no delatara el desproporcionado deseo de verla que llevaba reprimiendo durante días. Y mientras bajaba las escaleras, sopesó la intención de hablarle o permanecer como siempre en silencio, en su estudiada serenidad glacial. Al llegar al pasillo, lo tuvo claro: dejaría convivir su lujuria con su timidez; sólo la iba a mirar, que para él significaba olería, sentirla, percibirla; en definitiva, y sin que ella lo notara apenas, vivirla.
Algo tenía aquel lugar oscuro que la atraía, por eso regresaba.
Volvía como del infierno, después de pasarse días y noches encerrada en la suite del hotel sin siquiera asomarse al río; bebiendo vodka, ingiriendo analgésicos y somníferos en su empeño por asumir la segunda muerte de su hija.
En ese universo de cuatro paredes donde no cabían ni las estaciones, ni el tiempo, ni el espacio. Dejándose morir, sin irse. Sabiendo que lo más grave que le iba a pasar era eso: que no le iba a pasar nada. Que no se sabía morir.
Volvía a la vieja librería del mercato Nuovo porque necesitaba de su silenciosa atmósfera para encontrarse consigo misma, aunque sólo fuera a medias. No era el perfume agrio de los libros que la retrotraía a su niñez, a la biblioteca de las monjas donde, escondida, pasaba los recreos ojeando enciclopedias carcomidas por los gorgojos y el olvido; era también ese ser transparente y frío, imperturbable, que le abría la puerta con modales de mayordomo inglés, haciéndola pasar como si la esperara para el té de las cinco. El hombre que coincidía exactamente con el protagonista inventado por ella en su última novela, inacabada por culpa del accidente.
En su encierro había tratado obsesivamente de retomar su escritura, levitando en la inconsciencia del licor. Dejándose llevar en esa nebulosa donde todo era posible. Ebria de palabras sin sentido que trataba de unir redactando párrafos que hacía y deshacía compulsivamente mientras aparecían sus demonios escondidos y bailaban para ella danzas confusas que el vodka convertía en espejismos de gloria. Hasta que se dio cuenta de que si no podía avanzar era simple y llanamente porque no tenía nada que decir. Su imaginación había agotado todo el
stock.
Si quería seguir escribiendo, tendría que vivir nuevas experiencias.
Como si no hubiera dejado de ir ni un solo día, el librero abrió la puerta y la hizo pasar. Mientras esperaba inmóvil a que atravesara el dintel, dejó que su nariz rozara su fino cuello y con un profundo respiro le robó su perfume. Ahora sabía de dónde provenía aquel maravilloso olor que la desconocida dejaba en los libros que tocaba. Todo su cuerpo era un incensario cargado de deliciosos almizcles: canela, enebro, clavo, mirra, benjuí, sándalo, flor de azahar… ¡olía a Semana Santa!