Ella, que todo lo tuvo (25 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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»Déjeme decirle que el corazón de la energía, del ánimo, está en el centro emocional y es al que peor atención se le da. Aunque a veces, por mucha atención que le prestemos, no alcanzamos a entenderlo. También hay cosas con las que no se cuenta, por ejemplo, el dolor de nuestros antepasados. Y es que existe una memoria celular, guardada en nuestros genes, de la que nunca se habla. En ella están registrados los dolores y las frustraciones de generaciones anteriores…

La Donna di Lacrima
se incorporó despacio y se puso de pie. Lo miró, cerró su capa, le dio la espalda y el ruido de la seda arrastrándose se propagó como un incendio hasta abrasar los techos. Su silueta se perdía entre el humo.

—Señora, aún no he terminado. Falta que profundicemos sobre el
anima mundi,
sobre el espíritu etérico del mundo, lo subyacente en toda naturaleza… Señora, ¿adónde va? Me habían dicho que además podría acariciarla y me he permitido traer varios papiros, la materia prima que dio lugar a…

Oyó una puerta que se cerraba. Fue hasta los espejos y, aunque probó de empujarlos, ninguno cedió. La mujer había desaparecido.

73

Estaba a punto de abandonar el ático cuando la vio. En la base de la puerta, reposaba otra carta de L.

La recogió, dejó su bolso y el abrigo en el respaldo de una silla de estilo dantesco en la que se dibujaba en madreperla y hueso una mujer renacentista con un ave en su hombro, y regresó al salón. Encendió la luz del viejo escritorio y buscó el abrecartas con empuñadura de ébano que había adquirido en un viejo anticuario de la via Maggio y la pinza de metal. Quería hacerlo poco a poco, pues la anterior, con el afán por abrirla, había estado a punto de estropearla. Se sentó en el sofá y con la punta del estilete fue desprendiendo el lacre que la sellaba. Sacó del sobre la carta y la desplegó, buscando en su interior el pétalo grabado… ¡Allí estaba! Lo retiró despacio con la pinza y lo acercó a la lámpara para examinarlo. Tal como había supuesto, dibujada por la punta de un alfiler y en un evidente estilo gótico, aparecía la letra R.

V I E R

Ahora sí; estaba segura de que la palabra era «viernes». Además, tenía mucho sentido. Sus cartas, salvo alguna excepción, siempre habían llegado ese día.

Desplegó la hoja y, como acostumbraba a hacer antes de leerla, la olió. Nieve, seguía percibiendo el perfume a nieve y a eucalipto.

Empezó a leer. El texto empleaba el mismo tono desgarrador de las anteriores misivas; hablaba de ruptura y dolor, de la razón de ser de la vida. Algo se había roto entre los dos amantes. La dicha había acabado.

«Amor, amor mío, ¿me dejas que te llame así? Aún me cuesta dejar de sentirte mía. ¿Cómo identificar el instante mismo en que el hilo que nos unía, ese delgado hilo que nos conectaba a la vida, se rompía? No entiendo cómo nos pudo pasar. Nosotros, que ensalzamos y glorificamos el amor. Nosotros, que fuimos capaces de romper cadenas y prejuicios, que nos enfrentamos al mundo y sus obstáculos.

¿Qué nos pasó? ¿Sucedió en medio de un sueño? ¿Mientras hablábamos y enaltecíamos el atardecer? ¿Mientras acariciaba tu cuerpo como si fueras mi escultura más preciada? ¿Cuando te leía los diálogos de Platón? ¿Cuando te besaba? ¿En qué maldito momento se vinieron abajo nuestras ilusiones?

Demasiado joven, demasiada dicha, demasiado todo para alguien como yo.

¿O es todo mentira, y en verdad te obligaron a hacerlo?

¿Quién te fuerza a olvidarme?

No me resigno a esta muerte en vida.

Es la hora del alba. ¿Duermes? Ni siquiera puedo imaginarlo. Me duele. Sí, aún me dueles. En esta vigilia que me mata, puedo imaginarte abandonada a tu sueño, perdida y encontrada en esos mares que te llevan y te traen.

Hermosa mía, no sé qué hacer sin ti. Firenze espera. ¿Qué les digo? No sé pensar ni decidir. Tengo audiencias, decretos, concejos, asambleas, recepciones, interminables reuniones… Veo sus bocas habiéndome, pero no los oigo. Nada me importa. ¿Qué futuro tengo? ¿El poder? ¿La gloria? ¿De qué me sirven si no puedo alcanzarte?

Siento mis manos vacías, rotas, perdidas, porque era tu piel la que las llenaba, las unía y encontraba.

¿Qué me queda de ti? No sé, tal vez saber que aún existes, ha vida tuya acabará siendo mi única esperanza. Tú, mi esperanza última.

Amor, amor mío…, ¿dónde puedo esconderme de mi dolor?»

Leyó hasta que el texto cambió y las comillas se cerraron, dando paso a una frase de un autor italiano, Salvatore Quasimodo.

Soy un hombre solo. Un solo infierno.

Al final, la carta se cerraba como siempre:

… así pues, el único futuro que nos queda, enigmática señora, es el presente.

Suyo,

L.

La voz literaria de la carta, aquella voz triste y desgarrada… tenía un tono familiar. Era hermana gemela de la página que le había entregado Sabatini; la que había leído ayudada por los rayos ultravioleta.

Ese texto tenía que pertenecer al diario que tanto había buscado. ¿Sabía L. de su existencia? ¿Tenía páginas sueltas como ella? ¿De dónde tomaba los textos que copiaba?

No entendía absolutamente nada. Si todo lo que pensaba era verdad y el mensaje cifrado en los pétalos coincidía con lo supuesto, le quedaban muy pocas cartas para conocerlo. ¿Tres, cuatro, cinco?

¿Cómo sería el hombre que escribía con tanta pulcritud y en esa caligrafía?

74

Pasó por delante del battistero di San Giovanni y se detuvo un momento a observar la puerta del paraíso de Ghiberti. Eran las tres de la tarde y curiosamente no había ningún turista observándola. Nunca se cansaba de admirarla. El manejo de la perspectiva y la profundidad, que rompía con el rosetón gótico de las otras puertas, la deslumbraba. Siempre que la miraba encontraba algo nuevo. El pliegue de un vestido, un gesto, la rama de un árbol, un sombrero, las alas de un ángel, las facciones de un rostro; cada uno de los diez paneles transmitía una fuerza visceral impresionante. Adán y Eva, Caín y Abel, Noé, Abraham con Esaú y Jacob, Salomón y la reina de Saba, todas esas miniaturas perfectamente esculpidas eran magnificentes obras de arte.

Tras largo rato contemplándolas, continuó. Se dirigía al caffé di Cario a matar su soledad.

Mientras caminaba, oyó un quejido suave que a cada paso crecía; un grito leve que fue multiplicándose hasta convertirse en un lamento largo, terrible y desgarrado. Miró a su alrededor, buscando la fuente que lo provocaba, pero no la encontró. Se detuvo. El quejido continuaba creciendo y creciendo hasta alcanzar su garganta. Provenía del centro de su alma y, aunque era un grito apocalíptico, nadie más lo oía.

El cuello le dolía de aguantar aquel monstruo. Cuando estaba llegando, levantó la mirada y la vio, a lo lejos.

Era.

Cruzaba por la piazza del Duomo, dando pequeños saltos, cogida de la mano de un hombre alto y calvo. Llevaba un abriguito y una boina rojos, y el cabello suelto.

El viento traía las notas de su voz: «Y la iguana tomaba café, tomaba café a la hora del té…»

—¡¡¡CHIARA!!! ¡¡¡CHIARA!!! ¡¡¡CHIARAAAAAAAAA!!! —gritó.

Todos se giraron, menos la niña y el hombre.

Empezó a correr desesperada.

—¡¡¡CHIARAAAAAAA!!!

El desconocido y la pequeña se detuvieron frente a una tienda de zapatos y, después de repasar los modelos que se exhibían en la vitrina, entraron.

En la carrera, los pies de Ella trastabillaron y cayó de bruces sobre los adoquines. Un joven
carabiniere
que pasaba por ahí en aquel momento corrió a auxiliarla.

—¿Se ha hecho daño? —le preguntó, al tiempo que la ayudaba a incorporarse.

Ella trató de deshacerse de su brazo.

—Está sangrando —le dijo él—. Será mejor que vayamos a un dispensario.

La media se le había roto y de su rodilla brotaba sangre.

—No es nada.

—Sí que lo es.

—Por favor, por favor…

—De ninguna manera.

—Necesito irme, ¿no lo entiende? ¡¡¡Suélteme!!! —le gritó, enérgica.

—Está bien…

El policía recogió el bastón, que había ido a parar al otro lado de la calle, y se lo entregó, molesto. Trataba de ser amable y la mujer no lo entendía. Finalmente la dejó sola.

Sentía que había perdido unos minutos valiosísimos. A pesar de que la rodilla le dolía, caminó de prisa tratando de no perder de vista la entrada de la zapatería. Nadie salía ni entraba. Dedujo que Chiara y el hombre todavía continuaban dentro.

Al llegar, espió a través de la ventana. Las dependientas atendían a varios clientes, mientras algunos niños se entretenían en una mesa con un
meccano.
Empujó la puerta, entró y miró a su alrededor, buscándolos desesperadamente.

No estaban.

Al fondo descubrió una pequeña escalera de caracol que conducía al segundo piso.

—¿Arriba hay algo más? —preguntó agitada a una dependienta.

—Zapatos para niños.

Subió.

75

—¡¡¡¡CHIARAAAAAA!!!

76

Arriba, zapaticos de niña expuestos en estanterías, asientos vacíos.

¡Nadie!

La había perdido. Segundos malditos. ¡Estúpido
carabiniere!

No quería vivir sin ella; no sabía vivir sin ella. Vida prestada, monstruos atentos riendo a carcajadas, burlándose de su tristeza.

¿Qué me fija al suelo para no volarme? ¿Quién me riega gasolina y prende fuego a este sinsentido innato que me retiene? Remordimiento, lepra que se come a pedazos mi cerebro, muñones de neuronas pudriéndose.

¿Dónde estaba ahora?

Desconsuelo, en oleadas. Tristeza infinita. Soledad: la de un perro apaleado y sarnoso que no encuentra su lugar. ¡Impotencia y rabia! Pérdida de espacio y tiempo.

¡¡¡Pobrecita Ella!!!

Autocompasión; lo peor. Profunda sensación de estar en el limbo total de la vida. El alma reventada…

¡¡¡Puffff!!!

No poder vivir; tener conciencia de esa frase desde el momento de llegar al mundo. ¿Dónde se habrá metido el ángel de la guarda? De rodillas y con fervor, las manos juntas… «No me desampares ni de noche ni de día…» ¡Oh, la dulce compañía!… Sabor a manjarblanco.

No saber ver más allá de sus ojos, de su realidad. Ceguera emocional profunda.

El mundo: un espacio amorfo, oscuro, inmenso, desangelado, descielado. Noche cerrada por millares de candados sin llaves.

Ella: un espermatozoide inoportuno, aguafiestas, despistado, fecundando un óvulo estoico, cansado y aburrido.

Necesidad de esconderse donde nadie la encuentre. Una cueva, un pozo hondo, un armario en un sótano, un zulo acompañado de ratas amigas, un agujero húmedo. Arroparse con telarañas, cubrirse los oídos para no oír más retahíla. Maldita cháchara que la persigue. Un alma desfondada por la que escapa todo. No pensar. Borrar recuerdos, todo el pasado, como se borra de un gesto una frase, un logaritmo, una ecuación, un mapa en un tablero…

Yo, hija de la muerte, suplicando muerte.

¡¡¡Basta!!!

77

A pesar de haber permanecido enclaustrada en el hotel durante dos días tratando de mitigar su ira y frustración, bebiendo vodka, tomando analgésicos y luchando por mantenerse despierta, esa mañana tenía un día en el que se sentía buena, omnipotente y comprensiva. Hacía algo útil por dos personajes que, tras casi cuatrocientas páginas de luchar contra el mundo y sus maldades, finalmente iban a encontrarse en el capítulo XXIII para planear escapar de sus retorcidos cónyuges fingiendo un accidente.

Ahora, por culpa del barro, los años, la humedad y la descomposición, aquello no había sucedido, o por lo menos no había quedado registrado en ninguna parte.

En los fragmentos que lograron salvarse del
Alluvione
no volvían a encontrarse. Los folios que correspondían a aquel pasaje de la novela estaban carcomidos, y de todo lo escrito únicamente permanecían los bordes y alguna que otra palabra suelta.

Mientras los demás alumnos se tomaban un descanso y salían a comer, ella decidió quedarse en la academia trabajando. No sólo se trataba de limpiar las páginas; ése era un procedimiento mecánico que dominaba a la perfección. Pretendía, además, reponer las palabras desaparecidas, imaginando el encuentro y lo que sucedería entre los amantes quizá cambiando sus intenciones y el escenario, creando diálogos y descripciones, suspense y emoción. El libro, que estaba para el desguace, se lo había regalado el profesor Brogi y tenía total libertad de hacer con él lo que quisiera.

Si era capaz de resucitar la palabra y ocuparse en algo que llenara sus horas, tal vez podría apartar a La Otra de su vida. Tal vez podría conseguir algo de paz en esa espera sin fin.

Lo tenía todo preparado. Semana tras semana, con mucha paciencia había ido despegando las páginas, removiendo manchas y partículas de lodo, empleando con mucho cuidado el bisturí. Todas las inmundicias que se habían comido palabras, frases y episodios enteros, ya no estaban. Después, con la goma de piel de ciervo, había acabado de limpiar los últimos residuos adheridos y, finalmente, hoja a hoja, el libro entero había pasado por el baño.

Ahora, después de haber realizado las tareas menos gratificantes, estaba listo para ser rehabilitado. Iba a devolverle la vida a aquel libro que agonizaba.

Encendió la luz de la mesa y, antes de empezar a trabajar las páginas rotas, repasó su gramaje. Buscó entre las resmas de papel japonés el que más se le parecía y lo colocó debajo de la primera hoja a restaurar para tomar de ésta el faltante.

Mientras trabajaba con el punzón, los pinceles, los pegamentos y los papeles, su imaginación empezó a volar por encima de los años y los siglos. En medio del silencio y la soledad de la clase, comenzaron a desfilar imágenes y sonidos: carruajes brillando en la noche, aullidos de lobos, fango y piedras, caballos desbocados, relinchos y gritos. En su mente se escribían acciones cargadas de tensión que imprimían fuerza al relato.

Las palabras volvían, primero a tientas, dando golpes de ciego; después, fluidas. Una a una, se ponían en fila convertidas en frases coherentes.

No esperó a que las hojas se secaran. Las escribía sobre el papel japonés sin corregirlas ni pensarlas, como cuando había escrito su primer cuento.

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