Ella, que todo lo tuvo (28 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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A las horas en que el paisaje es una aureola de Vida, y el sueño es solamente soñarse, he erigido, Oh amor mío, en el silencio de mi desasosiego, este libro extraño como portales abiertos en una casa abandonada.

He cogido para escribirlo el alma de todas las flores, y de los momentos efímeros de todos los cantos de todas las aves, he tejido eternidad y estancamiento…

… eres la Esperada y la Ida, la que acaricia y hiere, la que dora de dolor las alegrías y corona de rosas las tristezas…

Deshoja sobre mí, pétalos de mejores rosas…

Y yo moriré en mí tu vida, oh virgen, que ningún abrazo espera, que ningún beso busca…

Cerró el libro y en su mente empezó a escribir una carta sin papel. Un mensaje que no iba a ninguna parte. Palabras impronunciables, consteladas a escondidas en el infinito de su nada:

Librero, no me has dicho tu nombre y no sé si me importa o no me importa, porque sé que ERES. Vivimos en esta irrealidad oscura porque la vida se nos hace grande y cuesta arriba. Lo adivino; ni tú ni yo sabemos vivirla como otros. Quisiera confesarte y advertirte: no sabes muy bien quién te visita. Has pronunciado mi nombre como si me conocieras, pero no me conoces. ¿Quieres algo de mí? ¿Qué puede darte esta esperadora de la nada, que va a ninguna parte cada noche, que huye hasta de su silencio; que no tiene más que el diálogo callado de las sombras, que no puede ser ni estar, continuar ni parar?

Librero, quiero adherirme a ti, a esta extraña manera que tienes de acercarte. Tal vez estés más perdido que yo, no lo sé. A veces lo pareces. Quizá puedas salvarme, quizá pueda salvarte. Salvarnos de la vida y de la muerte. Y crear otro mundo. Quisiera pronunciar una sola palabra, la palabra que ni tú ni yo sabemos pronunciar: ¡ayúdame!

Descubrir ante ti ese sentimiento que escondo: el Miedo. Hablar, librero, hablar, ¿cuántas palabras duermen entre tus libros?… ¿No eres tú el gran amador de las palabras?… Háblame otra vez, pronúnciate, librero.

Las velas se consumían. En la lámpara, sólo dos débiles llamas continuaban alumbrando. Poco a poco, la oscuridad se adueñaba de la librería; del piso superior llegaba la respiración uniforme y cansada de los libros dormidos.

Había estado tres horas leyendo el
Libro del desasosiego
y quería llevárselo, pero no se atrevía. Lo guardó en el pupitre y lo cerró. Antes de marchar, preparó el de Pedro Salinas y lo dejó abierto en el verso elegido. Pegado a éste, una orquídea ebria de rojos empezaba a sudar gotas de sangre.

Mientras las últimas luces se extinguían, se dirigió a tientas hasta la salida y, al pasar por delante de las escaleras, gritó:

—«El paisaje es un estado del alma.»

—¿Cómo dice? —preguntó él en la penumbra. 

—Lo dijo Amiel: «El paisaje es un estado del alma.» ¿En qué estación vive su alma, librero?

Abrió la puerta y, cuando estaba a punto de marcharse, un cartel que colgaba la hizo detenerse. Siempre había estado allí y, sin embargo, era la primera vez que reparaba en él. Se acercó y leyó.

Chiuso

Después, le dio la vuelta.

Aperto

Lo estudió detenidamente y su cabeza empezó a darle vueltas. No podía ser. El trazo, esa caligrafía tan cuidada, las mayúsculas y minúsculas, la tinta, todo era idéntico a las cartas que recibía en la via Ghibellina. ¿Era posible que el librero fuese el mismo hombre que le escribía aquellos mensajes tan maravillosos que siempre finalizaban igual?

… así pues, el único futuro que nos queda, enigmática señora, es el presente.

Suyo,

L.

Cerró la puerta pero no se marchó.

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Al oír que la puerta se cerraba, Lívido encendió la luz de las escaleras y bajó. Su perfume aún aleteaba en el aire. Un vago aroma de deseos sin resolver. ¿Por qué la había dejado marchar cuando quería tenerla cerca, cuando la noche anterior había estado esperándola hasta el cansancio? ¿Qué diferencia había entre establecer contactos y crear vínculos? Volvía a ser el solitario tenedor de libros. No era un hombre; era un boceto inacabado, torpe y estúpido.

Fue hasta el viejo pupitre y se sintió más solo que nunca. A cambio del roce de una mano, lo esperaba un libro abierto. Siete líneas; el verso que ella había pedido prestado a Salinas y que por un instante se convertiría en su voz. Otra manera de acariciarlo. Mientras lo leía, la imaginó a su lado.

Qué alegría, vivir

sintiéndose vivido.

Rendirse a la gran certidumbre, oscuramente,

de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,

me está viviendo.

Que hay otro ser por el que miro el mundo

porque me está queriendo con sus ojos.

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Se había ocultado detrás de una de las estanterías para observarlo. Escondida entre los tomos, lo había visto bajar y acercarse hasta el pupitre. Su delgada figura rezumaba un helaje sin tiempo. Pensó que era un hombre herido, herido de silencio; que de tanto haber vivido sin pronunciar palabra, su boca había olvidado el arte de hablar. Al verlo levantar el libro y acercarlo a su nariz, la embargó una ternura infinita. Era como ella, también olía las cosas. Esperó a que leyera el poema y, mientras lo hacía, abandonó el escondite y se fue acercando.

Cuando estuvo detrás de él, le habló.

—Las palabras son como el agua. Si no encuentran salida, terminan por crear su propio cauce.

Lívido se giró aturdido. No podía creer lo que veía. Tenía que intentar hablarle.

—Pensé…, pensé que se había marchado —le dijo.

—Olvidé algo importante.

Él buscó en el mueble, pero no encontró nada.

Ella le señaló la orquídea.

—Es para mí, ¿verdad?

—Sí.

—Era blanca.

—Pero ya no lo es.

—Me gusta más ahora.

—Sin embargo, puede manchar.

—El rojo es vida.

—Y pasión: lo dicen los escritores.

—Aunque muchos no la hayan sentido.

—Pero si lo han escrito, es verdad.

—Si eso fuera cierto, entonces podríamos decir que usted vive rodeado de verdades —le dijo Ella, sonriendo—. ¿Qué se siente viviendo entre tantos libros tan maravillosos?

—¿Qué se siente creándolos? —le contestó él.

—¿Qué sabe de mí?

—Lo suficiente.

—¿Lo suficiente, para qué?

—Para dejarle mi pupitre.

—Y sus libros.

—No son míos. Son de quien los sabe leer.

—He visto que algunos están estropeados.

—Muchos sufrieron la embestida del Amo.

—Si quiere, podría restaurarlos.

—No sé hacerlo.

—Pero yo sí. Déjeme enseñarle algo.

Ella sacó de su bolso el libro que había estado trabajando en la academia y cuando estaba a punto de abrirlo, la oyó. ¿Qué hacía La Otra en ese lugar?

—Así que estabas aquí, ¿eh? ¡Vete, antes de que te lo estropee todo!

—Por favor —suplicó Ella.

Lívido se quedó mirándola. De pronto, decía cosas extrañas y la expresión de su rostro había cambiado. Era como si su alma hubiera huido de su cuerpo. Miraba sin ver.

—Lo siento, debo irme —le dijo, caminando hacia la puerta.

—Así que ahora tratas de seducirlo con tus trabajitos manuales.

—Espere —le dijo él—, todavía no me ha mostrado el libro.

—Fuera. Aléjate de él o te arrepentirás.

—Por favor —volvió a rogar ella.

—¿Quiere que cenemos juntos esta noche?

—No puedes. Dile que no puedes.

—No puedo. Hoy no puedo.

Salió corriendo y en la huida el libro cayó al suelo.

87

Sobrevivirse a sí misma; eso era lo que ahora necesitaba. Matar de una puta vez a aquella que la perseguía y no la dejaba en paz. Pero ¿cómo acabar con La Otra sin acabar consigo misma? ¿De qué manera utilizar sus manos contra ella sin hacerse daño?

Necesitaba encontrar un lugar donde fuera indivisible. Quería ser una sola. Matar la maldita ubicuidad de ese ser que aparecía por todas partes. Esa voz tan familiar y tan odiada que la perseguía, regañaba, odiaba y juzgaba.

No le quedaba otro camino que encontrar ese abismo y saltar. Alcanzar la otra orilla mientras la sombra caía al precipicio.

Iba dando vueltas a la Loggia del Mercato Nuovo sin alejarse demasiado de la librería, porque en el fondo algo le decía que junto a aquel hombre estaba a salvo. La plaza se vaciaba. Los últimos vendedores guardaban sus mercancías en sus carros. Abandonada en el pavimento, una Venus de Botticelli pintada a tiza la observaba desnuda sobre su concha, arropada por el soplo de Céfiro y Aura. Esquivó sus bordes, se acercó a la fontana del Porcellino y metió la cabeza bajo el hocico del animal hasta sentir que el agua helada la despejaba. La Otra había desaparecido.

No sabía adónde ir. Miró la librería y pensó en volver, pero se contuvo por temor a encontrársela de nuevo. A pesar de que la tienda estaba cerrada, desde el interior se filtraba hacia la calle una luz.

Esperó un largo rato y al darse cuenta de que el librero no salía, decidió ir al Harry's Bar para mezclarse entre la gente y protegerse. La soledad era peligrosa.

Al llegar al local se encontró con la misma clientela de siempre; la misma ruidosa vacuidad. Todos contaban sus logros y se hacían los interesantes aupados por el licor.

Se acercó a la barra y, como siempre Vadorini, sin preguntarle nada, le sirvió un vodka sour. Se lo bebió de un trago y pidió otro. Cuando ya se había bebido tres, la puerta se abrió y una ráfaga helada inundó el bar.

Sólo podía ser él; llevaba en sus manos el libro que ella había estado restaurando y que en su carrera hacia la calle había perdido. El maître le dio la bienvenida y, una vez recibió su abrigo, lo acompañó hasta el comedor. Se sentaba en la misma mesa de la última vez.

Lo vio pedir, abrir el libro y empezar a ojearlo muy despacio, como si estuviera muy interesado. El camarero le sirvió una copa de vino; mientras lo hacía, un hombre se acercó a la mesa y los interrumpió. El librero se puso de pie, le dio la mano y lo invitó a sentarse.

¿Qué hacía el librero con el profesor Sabatini?

88

Hacía muchísimos años que no lo veía, o por lo menos eso fue lo que creyó el profesor Sabatini cuando lo descubrió en la mesa de al lado, reclinado sobre el libro. Estaba seguro de que lo conocía de algo, pero no lograba acordarse de qué. Al final, buscando entre sus recuerdos almacenados, el cabello ensortijado y ese aire ausente lo habían delatado.

Era aquel chico retraído que en los días siguientes al
Alluvione
había estado con él, hombro con hombro, salvando libros y obras de arte que el diluvio se había tragado. Otro
Angelí del Fango.
Recordaba que por esos días estaba a punto de entrar en el seminario y que le había confesado sus dudas.

Después de aquellas semanas nunca más se volvieron a ver, pero guardaba muy buen recuerdo de él.

Ahora, mientras hablaban, pensaba que la vida siempre terminaba enseñando las entrañas. Ambos ya llevaban su destino marcado desde esa época. Seguían siendo dos solitarios: los mismos solitarios que por amor al arte habían acudido ese lejano noviembre al llamado de auxilio de la Comune di Firenze.

—Nunca supimos qué pasó con tantos cuadros que salvamos —le dijo Sabatini a Lívido.

—Ni con los que ayudamos a salvarlos. Nunca volví a encontrarme con nadie —le contestó el librero.

—¿A qué te dedicas?

—Tengo una librería de incunables, cerca de la Loggia del Mercato Nuovo. ¿Y tú?

—Soy el responsable del Gabinetto Scientifico Letterario; me dedico a la restauración de libros antiguos. Imparto una cátedra en el Palazzo Spinelli.

—¿Restauración? Debe ser una labor fascinante. ¡Tengo tantas obras por restaurar!

El profesor Sabatini descubrió el libro que Lívido tenía sobre la mesa.

—Éste es de los míos —le dijo, señalándolo—. Sé reconocerlo de lejos. Además, lleva el sello del Palazzo. ¿Puedo?

Sabatini lo tomó en sus manos y empezó a explorarlo.

—En la academia existen centenares como éstos. ¿De dónde lo has sacado?

—Es de una… amiga.

—Pues tu amiga lo ha hecho muy bien. Salvo por…

El profesor se detuvo en las hojas escritas a mano.

—Es lo que más me ha atraído; el capítulo que ha reescrito.

—Pues lo que ha hecho es
peccato moríale.
Un buen restaurador nunca haría esto.

—¿Quién lo dice? Para mí ha hecho algo grandioso. Le ha devuelto la vida al libro. Creando el capítulo desaparecido, la historia vuelve a tener sentido.

—Sí, pero tal vez ésa no era la verdadera historia.

—¿Verdadera? ¿Y qué importancia tiene que lo sea, si a fin de cuentas todas terminan siendo lo que el lector quiere? Una misma novela nunca es igual para dos personas. Las palabras tienen el don de colarse por los orificios más inesperados del alma y llegar al lugar donde habitan los fantasmas más íntimos, donde se gesta el auténtico significado de lo que se lee.

—Bueno, digamos que eso es relativo. Cuando se es purista como yo, se busca ser fiel al documento del creador, a su intención, y esa fidelidad pasa por alterarlo lo mínimo. Tendrías que venir una tarde al Gabinetto. Existen algunas piezas que son dignas de ver. Tengo un espléndido ejemplar de Petrarca que acabo de restaurar. Muchos de éstos provienen del
Alluvione,
claro.

Sabatini cerró la novela y se la devolvió. Levantó la mirada y descubrió que en la barra del bar se encontraba Ella. La saludó.

—Es alumna mía —le dijo a Lívido.

Lívido también la saludó.

—¿La conoces? —preguntó el profesor.

—Es la amiga de la que te hablé. La persona que restauró la novela.

—Es escritora —dijo Sabatini—. ¿Lo sabías?

—Sí, claro. Quizá por eso completó el capítulo.

—Tuvo una terrible tragedia; fue un caso que dio mucho que hablar.

—Lo sé; lo leí en un periódico.

—Perdió a su marido y a su hija en un accidente; qué drama más terrible, ¿verdad?

—Sí que lo es.

—Sus cuerpos nunca aparecieron.

—No la conozco tanto como para haber hablado de ello. Es un tema muy duro, sobre todo para la persona que lo ha sufrido en carne propia. Yo diría que en el fondo, y tal vez por su misma tragedia, es una mujer reservada, con un universo interior muy especial.

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