Llegamos.
Calor y gente, mucha gente. Venden caspiroletas, brevas con manjarblanco, cuaresmeros y santicos de dulce de todos los colores; una amiga del colegio me dio a probar, están rellenitos de miel, yo quiero. No hay plata para más, dice papá. En muchos puestos hay escapularios y estampitas del Milagroso; aseguran y rejuran que protegen. Si me cuelgo uno, ¿el abuelo no se me acercará? La gente camina de rodillas. Miro las mías: todavía tengo carachas que aún sangran de mi última caída. «¡De rodillas, no, por favor!», suplico para adentro. Observo a mamá de reojo, sigue caminando y no dice nada. ¡¡¡Ufff, qué descanso!!!
Alrededor, mucha gente en muletas, mujeres con niños escuálidos, hombres sin piernas, quemados, paralíticos, caras de dolor y sufrimiento. No me gusta más el paseo, me quiero ir. Olor a incienso y cera derretida. Tumulto, una gorda me pisa y no pide perdón. Me empujan. Hay que hacer cola para tocar al Milagroso. Huele a sudor y a mugre revuelta. El dolor huele. La señora de delante tiene una llaga grande con pus en la cara, me da asco, no debería dármelo, hay que tener caridad; las monjas no están para pellizcarme ni decírmelo, y yo no he abierto mi boca. ¿Se me notará? ¿También será pecado que no se me note? Avanzamos despacio, papá dice que es como una procesión de Semana Santa; nos acercamos al altar, la cera ha manchado el mantel bordado de espigas de oro, las flores están podridas.
Allí está. Mamá hace un gesto con el dedo. Tenemos que quedarnos callados y pedir. Me acerco y lo toco. Me da mucho miedo. Le sale sangre, mucha sangre, está muy triste y se le ve que sufre mucho. ¿Quién lo salva a él?
Abrió los ojos. Estaba en la cama del Lungarno Suites.
—Lo siento, señora. Pensé que había salido —le dijo un camarero filipino al verla—. Venía a hacerle la habitación, pero si quiere puedo volver más tarde.
Detrás de aquella figura, vestida de blanco, la luz intensa del pasillo. La puerta estaba abierta.
¡ABIERTA!
—Por favor, no la cierre —le dijo.
—Perdón, ¿me ha dicho algo?
Ella le repitió.
—Le decía que no hace falta que cierre la puerta.
—Bueno, si es lo que quiere; aunque no importa: tengo la llave.
—¿Me permite? —Ella señaló el manojo que colgaba de la puerta—. Es que… no encuentro la mía.
El camarero se acercó y sacó del delantal un llavero.
—¿No es ésta?
Ella la recibió.
—La encontré en la papelera. Iba a dejársela en la mesa antes de irme.
—No entiendo cómo pudo llegar hasta allí. La había dejado pegada a la cerradura.
—Uno a veces hace cosas que no se da cuenta. Si yo le contara. Mire, a veces voy buscando mis gafas y, ¿sabe qué?, las llevo puestas. No se preocupe, eso nos pasa a todos.
—¿Le importa acabar de limpiar la habitación más tarde?
—Cuando quiera. Lo único que tiene que hacer es marcar el número dos y decirlo.
El filipino levantó el cable del suelo.
—Claro que, antes, tendría que conectar el teléfono —le sonrió, mostrándole la clavija—. ¿Quiere que lo haga yo?
Ella asintió; tampoco recordaba haberlo desconectado.
—La entiendo; seguramente no quería que la molestaran, ¿verdad? Yo también lo hago a veces. Este cacharro es un mal invento. Te obliga a estar siempre, lo quieras o no.
Antes de marchar, murmuró.
—Sí, señor, un mal invento, desafortunadamente necesario. Que tenga un buen día.
Mientras se quitaba el vestido, pensó en el librero. ¿La habría estado esperando? ¿Se habría dado cuenta de que no había ido? ¿Sentiría lo mismo que ella?
Esa tarde acudiría sin falta. No pensaba volver al hotel; allí siempre estaba La Otra. ¡Maldita asquerosa!
Saliendo de la academia iría a verlo.
Miró el reloj. Iban a ser las diez de la mañana y no quería llegar tarde a la clase del profesor Sabatini. Se duchó a la carrera, se enfundó los primeros tejanos que encontró, un jersey negro y unas botas, y salió con el pelo mojado y el abrigo en la mano. En el camino paró en la cafetería de la esquina y se bebió de prisa un café con leche.
Al llegar a la entrada del Palazzo Spinelli, se dio cuenta de que había olvidado el bastón y pensó que quizá ya no lo necesitaba. Volvía a sentirse ágil; su pierna ya no le dolía. Del accidente ahora sólo le quedaban dos cicatrices: la que recorría su pantorrilla de arriba abajo y la que le había partido en dos el alma.
Antes de subir las escaleras se cruzó con los ojos del catedrático que la miraban de una manera rara, como si buscaran en ella una respuesta a no sabía qué.
—Hace días que no la veía —le dijo, manteniendo su mirada—. Me preguntaba si ha vuelto a ir al lugar del…
—No importa, puede decirlo: al lugar del accidente. Sí, he vuelto, como cada sábado.
—¿Ha avanzado en su búsqueda?
—Tal vez sí; en verdad, no sabría decirle. He descubierto entre los árboles un pequeño almacén de herramientas, totalmente abandonado.
—Si es el que creo, lo conozco. Era mi escondite y el de todos los niños de mi familia.
—La puerta estaba cerrada con una cadena oxidada, aunque quiero aclararle que el candado estaba abierto. No me acusará de allanamiento de morada, ¿verdad?
—¿Cómo puede ocurrírsele semejante cosa?
Antes de contestar, ella sonrió.
—Es de su propiedad, profesor.
—Me parece que ya es propiedad de nadie, o de los árboles que se han ido adueñando de todo. ¿Sabe lo mejor de ese viejo almacén? Que tiene un pequeño sótano…, bueno, tenía; no sé cómo estará ahora. Uno de nuestros pasatiempos era escondernos allí. Había latas de comida, leche condensada, galletas…, el abuelo siempre lo tuvo preparado para cualquier emergencia, hasta muchos años después de la guerra. Decía que había que ser previsor. Incluso llegó a enterrar dinero y cosas de valor que, años después, por más que se buscaron nunca aparecieron. Para acceder es necesario conocer el camino; si no, es imposible encontrarlo. Hay una trampilla de acceso camuflada.
—¿Y esa trampilla…, dónde está?
—Dentro de un baúl: el gran cofre de la abuela. En realidad, era como un refugio.
Ella pensó en la habitación. Aunque todo estaba oscuro, creyó recordarlo. Sí, junto a la paca de paja había un baúl.
—¿Cree que el refugio aún existe?
—Dudo que alguien lo haya destruido. Los que sabían de él ya no están. Sólo quedo yo, y nunca volví. Me trae demasiados recuerdos.
—¿Le importa que investigue allí?
—En absoluto.
—Quizá halle otra pista. Todo me guía a ese lugar.
—¿Encontró algo en el almacén?
—No quisiera hacerme ilusiones, pero sí. Encontré algo.
—¿Desea contármelo?
—No.
—Pues no se hable más. Todos tenemos derecho a nuestros silencios. Aunque… —la miró a los ojos— si necesita cualquier cosa, ya sabe dónde encontrarme.
Se despidieron. Quince minutos más tarde, mientras preparaba el carrusel de diapositivas con las cuales apoyaría la cátedra del día, Sabatini recordó las palabras de la escritora. Estaba seguro de haberla visto entrar en el almacén de las herramientas, no una, sino dos veces. Había sido ella quien, a golpe de martillo, había violentado el candado. ¿Por qué mentía?
Eran las seis y treinta y, a pesar de que los demás alumnos ya no estaban, todavía seguía en la academia.
Había pasado toda la tarde sumergida en su trabajo, respirando ese silencio acogedor, cargado de paz, que tanto le gustaba. Allí nunca aparecía La Otra, esa maldita que tanto la atormentaba.
Terminaba de restaurar la última página y estaba satisfecha. Lo inventado encajaba perfectamente con el capítulo siguiente. Se sentía como un ángel salvador. Había ayudado a que los personajes lograran lo que querían.
Tenía ganas de hablar con alguien. Se quedó meditando lo que acababa de pensar. No. En realidad no tenía ganas de hablar con alguien. Tenía ganas de hablar con él. Sí, con el librero. Mostrarle el ejemplar, ojearlo folio a folio, comentarle lo que había hecho por aquella historia y leerle alguna de sus páginas. Estaba segura de que, además de entenderla, sabría apreciar su valor. Pero ¿cómo abordarlo sin que se sintiera intimidado o acosado?
Se hacía tarde. Ordenó todos los utensilios y los guardó en el cajón. Apagó las luces, cerró la puerta de la clase y, poniendo a prueba su pierna, bajó las escaleras de dos en dos. El dolor era mínimo. Aquella sensación de agilidad la hizo sentir adolescente. Salió contenta, llevando consigo la vieja novela en su bolso.
Fuera, la noche había caído sobre Firenze. Las luces de las tiendas se reflejaban sobre el suelo mojado y lo convertían en una espléndida seda pintada de estrellas. Una luna llena se ahogaba en un charco. En la frutería de la esquina exhibían, sobre un lecho de hojas de vid, manzanas y ciruelas maduras. Se detuvo, eligió una
mela
y la acercó a su nariz. Su perfume era intenso. Al llegar a la fontana dello Sprone, la lavó y le pegó un buen mordisco.
Giró por Borgo San Jacopo, desviando intencionalmente la ruta para evitar acercarse demasiado al hotel, por si La Otra la acechaba. Necesitaba despistarla hasta llegar a la librería.
Atravesó el Ponte Vecchio, miró a la izquierda y alcanzó a distinguir de lejos la entrada del Lungarno Suites. Pensó en La Otra. «Jódete, imbécil», le dijo. No tenía intención de hacerle caso. No iba a permitir que le estropeara la noche.
Caminó rápido hasta perder de vista el hotel. Continuó por la via de Santa María y dobló en Porta Rossa. A medida que se acercaba a la antigua librería sus palpitaciones se aceleraron. Se regañó. ¿Y si se estaba ilusionando más de la cuenta? Quizá aquel hombre sólo dejara esos libros marcados porque quería compartir su lectura con ella y nada más. Pero… ¿y la flor? ¿Cuál debía de ser el sentido de aquella orquídea que se teñía de rojo? No tenía lógica.
¡No, no, no! Lo que el librero iba dejando en el pupitre no estaba allí sólo para ser leído; pensarlo era una soberana estupidez. Estaba, sobre todo, para que lo sintiera. Y si no, aquello era un completo absurdo.
Al llegar a la piazza di Mercato Nuovo se detuvo. Un sudor frío la recorrió de arriba abajo. Tenía que reconocerlo: se moría de ganas de saber lo que esa noche escondía el pupitre.
Antes de timbrar, se miró en el cristal. La imagen reflejada le recordó su rostro adolescente. En tejanos y jersey parecía mucho más joven. Su pelo cobrizo caía desordenado sobre sus mejillas y de sus ojos tristes brotaba una luz especial.
¿Qué debía de pensar él de ella?
Observó desde fuera el interior de la tienda. Como siempre, el largo pasillo se vestía de sombras. Un ronquido cósmico invadió sus oídos; los libros dormían. Lo recorrió despacio, tratando de adivinar algún movimiento. Al fondo, el tímido parpadeo de la luz de las velas la llamaba. Provenía de la lámpara que iluminaba el pupitre. Aquel pequeño rincón se le había convertido en una especie de altar. Si aquellas velas estaban encendidas, significaba que él la estaba esperando.
Pulsó el timbre y esperó. A los pocos segundos lo vio descender por las escaleras. A pesar de ir lento, su caminar había cambiado. Era como si de pronto su cuerpo hubiera hallado la respuesta a una pregunta. Ya no encontraba en él aquella palidez de hombre marchito; su tez había cogido un poco de color y hasta parecía mucho más alto.
La puerta se abrió y esta vez él no le dio la espalda. Sus ojos se deslizaron en los suyos, buscando una rendija para colarse en su alma.
Como si volviera de un largo viaje, aquella mirada limpia la abrazó con suavidad. El tacto de sus ojos era tibio y desbordaba ternura. Invitaba a quedarse en ellos.
—Ayer no vino —le dijo, sin dejar de mirarla.
—No pude.
—Los libros la esperaron.
—Lo siento.
—Estaban tristes.
—¿De veras?
—Notan su ausencia.
—Yo también los eché de menos.
—Para ellos, es importante su visita.
—¿Y para usted?
Él no respondió. La pregunta a bocajarro había puesto en guardia su timidez. Se creó un silencio sostenido, como una nota musical sin desenlace en un escenario con un público expectante. Sus ojos se pasmaron. El instante se había roto. «Qué frágil el universo de la palabra, figuras de cristal que se astillan; que difícil la gramática del alma —pensó Ella—. Sin embargo, tratando de ocultar, mostramos más. Quizá lo que no se dice es lo más sonoro. El silencio muchas veces es el gran sonido del miedo o del dolor.»
Un soplo helado abrazó su cuello.
—Nevará —dijo ella, triste.
—¿Cómo lo sabe?
—Puedo olerlo.
—¿La nieve huele?
—Sí.
—¿A qué huele?
—A frío.
—«Sólo el blanco para soñar» —añadió él, mientras se alejaba por el pasillo.
—¿Cómo dice?
—Lo dijo Rimbaud. «Sólo el blanco para soñar.» ¿De qué color es su frío, Ella?
—Espere… ¿Cómo sabe mi nombre?
No le había contestado. Escapaba a su torre de silencio, donde se protegía de sí mismo. ¿Qué debía tener arriba? Esperó hasta oír que el eco de sus pasos se diluía en las sombras para acercarse a la estantería. Le sorprendió ver en una esquina
En busca del tiempo perdido.
Estaba convencida de que ése iba a ser el libro que se encontraría bajo la tapa. Era evidente que, si continuaba allí, no había sido el elegido. Sus suposiciones habían fallado. Entonces, si no era éste, ¿cuál?
Quiso aproximarse al pupitre, pero se contuvo por si la observaba. Si él no había sido capaz de contestar a su pregunta, ella no iba a correr a ver lo que le había dejado.
Se entretuvo un buen rato repasando algunos libros, releyendo página a página, saltando de uno a otro hasta tropezar con un párrafo que llamó su atención. En la página 256 de la edición del poemario de Pedro Salinas acababa de encontrar la estrofa perfecta del verso que le iba a dejar. Lo separó y volvió sus ojos hacia arriba, buscándolo. Nada se movía.
Se fue aproximando al pupitre y, mientras lo hacía, empezó a oír los compases melancólicos de una guitarra. Levantó la tapa y, al hacerlo, liberó las notas de un fado. Lo conocía: era el
Fado de saudade,
la música provenía de una carta antigua. Un escrito en portugués firmado por Fernando Pessoa. Lo acercó a su nariz: olía a tristeza. Debajo, su
Libro del desasosiego
la esperaba abierto en una página.