Ella, que todo lo tuvo (30 page)

Read Ella, que todo lo tuvo Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
93

El insomnio lo obligó a levantarse de la cama a las dos de la mañana. Lívido pasó la noche releyendo los diarios que recogían la noticia del bestial accidente de Ella, la infructuosa búsqueda de los cuerpos de su marido y su hija, y todas las especulaciones que se habían tejido alrededor de las extrañas desapariciones.

Una vez amaneció, se duchó sin prisa, se bebió un café negro y se dirigió a la via Ghibellina guardando en el bolsillo de su abrigo la penúltima carta que había preparado para
La Donna di Lacrima.

Su piso estaba muy cerca del de ella; los separaban cuatro manzanas, y lo había cronometrado con su reloj: desde que atravesaba el dintel de su casa hasta ponerse delante de la de ella tardaba sólo diez minutos.

Por la ventana de su habitación, y con un telescopio que a veces empleaba para observar la luna, divisaba las exuberantes plantas y árboles que rodeaban su terraza. Aquel ático respiraba un aire diferente. De todo Firenze, era el único lugar donde parecía que las estaciones no llegaban; vivía el verdor de la eterna primavera.

Bajó por la via del Crocifisso y, al llegar a la esquina, dobló a la izquierda por la via Ghibellina. Cuando faltaban veinte metros para llegar al número 46, la vio surgir de la portería y el alma le dio un vuelco.

¡Ella estaba saliendo del edificio! No podía creer lo que veía. Una mezcla de emociones lo atrapó. ¿Era posible que ambas vivieran en la misma casa? Deseó que las dos fueran una; que aquella enigmática mujer, a la que le había estado escribiendo durante meses y por quien sentía una extraña atracción, fuera la misma que cada tarde visitaba su librería.

Esperó hasta que se metió en la cafetería de la esquina y minutos más tarde, aprovechando que un vecino abandonaba el portal, se coló dentro.

Al llegar al ático, el olor del incienso que escapaba por las rendijas de la puerta lo atrapó.

¿Cómo era posible que, habiendo percibido aquel perfume tantas y tantas veces, cuando había llevado las demás cartas, no lo hubiera relacionado jamás con ella?

No tenía ninguna duda. Estaba convencido de que
La Donna di Lacrima
era la escritora, pero no se lo iba a dejar saber. Todavía no.

94

Sentía un intenso dolor en la pierna que casi no podía soportar. Caminaba con dificultad entre los olivos retorcidos ayudándose de su bastón, pero a pesar de hacerlo le costaba avanzar.

La colina había quedado marchita y devastada. Un viento asesino había arrancado de cuajo árboles enteros, y en muchos lugares la tierra enseñaba adolorida sus entrañas. Las raíces de los árboles se levantaban amenazantes como tentáculos siniestros mientras sus troncos calcinados agonizaban en el suelo. Todo el campo estaba sembrado de boquetes chamuscados. Descomunales agujeros que vomitaban una tierra encenagada, repleta de gusanos. De pronto, oyó una vocecita que la llamaba con insistencia y se acercó.

Allí estaban; en una fosa abierta, mezclados entre la tierra y los gusanos: los cuerpos de Marco y Chiara.


Mamá, ven aquí.
 


No puedo, Chiara.
 


Por favor, métete aquí conmigo.
 


No puedo, hijita. Allí hace mucho frío.
 


¿ Verdad que no, papá? Dile a mamá que venga. Por favor, mamá…


Chiara tiene razón. Ven con nosotros, Ella. Se está muy bien aquí


Es que no tengo sitio. El agujero es muy estrecho.


Mamá, mira, ya me he hecho a un lado. Ven… abrázame, mamá. Te echo de menos, papá no quiere abrazarme. Dice que no puede moverse.


Hijita… es que no puedo.


Si no vienes, no me quieres; si no vienes, no me quieres; si no vienes, no me quieres; si no vienes, no me quieres…


¡Basta, Chiara! Marco, dile algo.


La niña tiene razón, Ella. Si no vienes, no nos quieres; si no vienes, no nos quieres; si no vienes, no nos quieres…

Lanzarse al agujero, dejarse caer entre los dos: por fin todos juntos. Un vacío en la boca del estómago, taquicardia, sudor en las manos, ganas de vomitar y defecar; los gusanos y la tierra; los cuerpos y las moscas.

¿Dónde están ellos? Marco, Chiara. Nada. Sólo tierra y gusanos.

Caer, caer despacio sobre esa tierra fangosa, barro que se licúa y absorbe los cuerpos descompuestos hasta engullírselos enteros. Los gusanos que vienen, las iridiscentes moscas que revolotean… 

Caer,

caer,

caer,

un agujero sin fondo…

—¡¡¡¡AUXILIO!!!!

El estruendo del cristal sobre el mármol la despertó. Los vidrios se astillaron en mil pedazos. Se había quedado dormida con el vaso de vodka en la mano, y la pesadilla lo había lanzado al suelo.

Miró a su alrededor y no supo reconocer dónde estaba. Sólo su conciencia le aclaró que acababa de escapar de otra de sus terribles pesadillas.

Cada una la mataba un poco más. ¿Por qué la perseguían?

Se le metían dentro, la zarandeaban y poseían. ¿Cómo librarse de aquel perverso monstruo que la acechaba cada vez que sus ojos se cerraban?

Rogaba, maldecía y buscaba. Quietud, paz, silencio.

Quería vivir un estado neutro y llano. Algo que no le supusiera más dolor y la apartara de tanta ansiedad.

¿Qué dios podía salvarla? ¿Quién le enviaba ese enfurecido castigo de sombras, voces y gritos? ¿En qué endiablado lugar se escondía la luz, el sol y la poesía de la vida?

Se sentía cansada de todo. De investigar sin encontrar, de tratar de escribir y concentrarse en algo, de no dormir, de sufrir, de la soledad, de oír, de La Otra y de sí misma.

Le dolió la palma de la mano, se la miró y retiró una esquirla de vidrio que se le había clavado.

Ahora lo sabía. Por fin aterrizaba en la realidad y reconocía el lugar. Estaba en el salón del ático. Por la ventana se colaba un atardecer opaco y desteñido que se derretía en el suelo, como si fuese un hielo sobre el charco de licor. El licor, lo único que la tranquilizaba.

Eran las seis y media de la tarde y tenía media hora para llegar a la librería. La esperaba él, el librero… ¿ L.?

95

El teléfono de la librería timbró y Lívido contestó. Era el profesor Sabatini, que lo invitaba esa tarde a visitar su taller. Tenía ganas de mostrarle las últimas restauraciones realizadas en unos documentos de Savonarola.

Le dijo que sí, sobre todo porque sentía empatia por aquel hombre que, como él, vivía rayando los límites de la misantropía; y también porque, ya que parecía conocer a fondo a la escritora, quería que le hablara un poco más de ella.

Antes de abandonar la librería, giró el cartel que colgaba de la puerta indicando que estaba
Chiuso
y miró el reloj. Tenía dos horas para ir y volver; quería estar de regreso antes de las siete. Tenía preparada una sorpresa para Ella, pero necesitaba dejarla en el pupitre unos minutos antes de su llegada; por nada del mundo quería perderse su cara cuando la descubriera.

Dejó las luces encendidas y salió a la calle llevando un maletín con algunos ejemplares para que Sabatini valorara sus daños; entre ellos, estaba el viejo diario.

Lo recibieron espesos nubarrones y un inminente olor a lluvia contenida. El aire iba enrareciéndose y la gente caminaba de prisa, tratando de llegar a sus destinos antes de que se desatara el chaparrón.

Cogió la via Porta Rossa, y al llegar a la piazza Trinitá caminó en dirección al río hasta alcanzar el puente. De pronto tuvo la sensación de que llevaba años sin sentir su ciudad. Se detuvo y la observó: a pesar de las desgracias sufridas, conservaba su serena belleza. En el agua, el reflejo del Ponte Vecchio sobre el que nadaban dos gaviotas le trajo el terrible recuerdo del
Alluvione.
Parecía mentira que ese río manso pudiera ser el mismo de aquel día. El caudal desbordado llevándoselo todo y, en medio de la inundación, los gritos desgarrados de las viejas monjas del convento de San Piero a Ponti siendo devoradas por el agua. Se había lanzado a socorrerlas con varios compañeros y lo habían logrado. Sus gritos maldiciendo… los de ellas bendiciendo. Lágrimas y abrazos en medio de tanta destrucción. La vida estaba llena de encuentros y el sentido radicaba en coincidir.

Empezaba a caer una lluvia fina, pero en lugar de guarecerse dejó que lo mojara.

Bajó por la via Maggio y se encontró con la sede de la academia. Enfrente, el palazzo de Bianca Capello aguantaba con dignidad el paso de los años. En ese sitio había tropezado con Ella mientras trataba de rescatar páginas que escapaban de un camión en marcha. Al verla agarrada del brazo de Sabatini, había pensado que era su marido. Y aunque lo había reconocido, al ver que él parecía no recordarlo, decidió hacer lo mismo.

Caminó dos esquinas más y se detuvo en el número 42. Cruzó el antiguo portal y al fondo se encontró con otra puerta. Un joven salió a recibirlo y lo condujo hasta el despacho del restaurador. Sabatini tenía la cabeza inclinada sobre un documento que analizaba con un cuentahílos. Al verlo, lo dejó todo y fue hacia él con los brazos extendidos.

—Amigo mío, bien venido a mi guarida.

Lívido se dejó abrazar, conservando una prudente distancia. No estaba acostumbrado a ningún tipo de roce; aquél era el primer abrazo que recibía en muchos años. Sentir el calor de ese cuerpo le pareció extraño, pero en el fondo no le incomodó. Era la sensación de importar a alguien. ¿Hasta qué punto la soledad lo había llevado a extraviarse? ¿De cuántas cosas se había perdido encerrándose en su torre de libros? El ser humano necesitaba del ser humano; era completamente absurdo renunciar a relacionarse con el mundo; haciéndolo, se castigaba al ostracismo, se sumergía en un pozo sin fondo del que ahora que había conocido a Ella quería salir como fuera. Estaba a punto de cumplir sesenta años y el resumen de su vida era que, por culpa de una promesa que su madre hizo a su Dios, él no había vivido y no tenía a nadie.

Se sentó y durante un rato escuchó con atención todo lo que Sabatini le explicó del códice que en ese momento restauraba.

Se dejó pasear por los distintos habitáculos hasta acabar en el cuarto donde el catedrático acostumbraba a leer, con rayos ultravioleta, los manuscritos más deteriorados. Aunque todo le parecía apasionante, en el fondo estaba allí porque quería saber más sobre Ella, pero no se le ocurría cómo manifestarlo sin que pareciera que le interesaba demasiado.

No tuvo que saberlo. Después de haber hecho todo el recorrido, fue el mismo Sabatini quien abordó el tema sin rodeos.

—¿Qué tan amigo eres de la escritora?

Antes de hablar, Lívido carraspeó. No esperaba que la pregunta fuera tan directa, y se puso a la defensiva.

—¿Es que existe algún porcentaje sobre la amistad que yo desconozco?

—En absoluto. Quiero decir que si para ti es importante ella.

—Mucho.

—¿Sabes que es una mujer oscura?

—¿Qué quieres decir?

—Que una parte de ella es… digamos que vive en la oscuridad.

—Todos tenemos esa parte.

—Sin duda, pero en su caso es posible que la pérdida que sufrió la haya acentuado más. Creo que tiene un problema de personalidad.

—¿A qué te refieres?

—No sé cómo explicártelo sin que suene a intromisión o a violación de la intimidad. En fin: hace meses que la espío… y la he grabado con mi cámara sin que ella lo sepa.

Lívido clavó una mirada interrogante en sus ojos.

—No me mires así. Lo que hago quizá visto desde fuera no se entienda. Amigo, a estas alturas, tú bien sabes que todos somos unos supervivientes de la vida; que llega un momento en que nos damos cuenta de que nada tiene sentido y acabamos fabricándonos alguno para continuar. Yo me dedico a restaurar y, para hacerlo, hay que saber ver. Me gusta observar los comportamientos de otros, investigar, tratar de entender en ellos lo que no entiendo en mí. Pura psicología. ¿Me ves anormal porque lo haga?

Lívido no contestó; entendía lo que decía. No eran tan diferentes. A su manera, él, con sus binóculos y sus telescopios, hacía exactamente lo mismo.

—Tengo grabados cientos de cintas de hombres, mujeres y niños, y si me preguntas qué criterio utilizo para elegirlos, te juro que no sabría contestarte. No siempre tenemos respuesta a todo lo que hacemos. De pronto siento un impulso y me digo: «A éste tengo que filmarlo.» Puede que sea un tema de percepción; tal vez voy buscando comprender lo incomprensible. Realmente no lo sé. En cualquier caso, me sirve para matar los días. Digamos que es un hecho que no tiene la más mínima importancia; es mi rebeldía personal a aceptar esta estúpida realidad cotidiana.

Lívido recondujo la conversación.

—¿Dices que la has grabado?

—Sí. Es una mujer que, desde que la vi, llamó mi atención. Me pareció que arrastraba consigo algo, una atmósfera extraña, yo qué sé. Un sábado, por casualidad, me la encontré saliendo de Firenze en dirección a Arezzo. Ambos íbamos al mismo lugar. Más tarde me enteré que el accidente que sufrió sucedió muy cerca de la antigua casa de mis abuelos. Ven, quiero mostrarte algo.

El profesor Sabatini lo guió hasta una pequeña sala de reuniones. Al llegar, sacó de un armario un par de cintas y lo invitó a sentarse.

—Aquí están —le dijo—. Cuando las hayamos visto, te explicaré lo que pienso.

Una vez conectado el video, se sentaron. La pantalla se iluminó y apareció Ella bajando de un coche y dirigiéndose con un martillo hasta una casucha en medio del bosque.

Las siguientes secuencias le parecieron a Lívido extrañas y confusas. Le costaba imaginársela de aquella manera. Se había acostumbrado a verla en el contexto pausado de su librería.

—¿Por qué hace todo esto? —preguntó el librero.

—Busca pistas que la lleven a su hija. Está convencida de que sigue con vida. Investiga obsesivamente esta zona y ahora cree que ha encontrado algo importante. ¿Sabes lo que me dijo? Que cuando llegó al almacén de herramientas —señaló la pantalla con la imagen congelada de su alumna golpeando el candado—, la puerta estaba abierta. Pero tú lo acabas de ver. Ha sido ella misma quien a golpes de martillo la abrió. Además, hay otra cosa que me llama mucho la atención y es el tema de su pierna.

El profesor Sabatini volvió a poner en marcha el video.

—Observa.

La imagen mostraba a Ella caminando ágil, sin utilizar ningún apoyo. Con el mando a distancia, el catedrático adelantó la grabación.

Other books

Again the Magic by Lisa Kleypas
Madonna by Mark Bego
Sea of Troubles by Donna Leon
LordoftheKeep by Ann Lawrence
Beast by Donna Jo Napoli
Precocious by Joanna Barnard
The Wild Road by Jennifer Roberson