Ella, que todo lo tuvo (13 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Donna del cuore…

Sono perdutto alle…
(agujero)… (agujero)…
senza…
(agujero)… (párrafo totalmente ilegible)…
la tua presenza… che mi vengano… impossibili…
(agujero)…
a meno che
(ilegible)… (agujero)…

l'único futuro che ci resta è il presente.

Mujer amada…

Estoy perdido en la…
(agujero)… (agujero)…
sin…
(agujero)… (párrafo totalmente ilegible)…
tu presencia… que me sea… imposible…
(agujero)…
a menos que
(ilegible)… (agujero)… 

el único futuro que nos queda es el presente.

Repitió en voz alta la última frase:

«El único futuro que nos queda es el presente.»

¿Dónde lo había leído? Ese texto…, ese texto…

¡Era el mismo con el que L. finalizaba sus cartas!

La voz del profesor Brogi la interrumpió y Ella dio un respingo.

—¡¡Dios, Dios, Dios!! —le dijo, malhumorado—. ¿Se puede saber qué demoni…, qué hace? ¡Se ha precipitado! Hace apenas un momento explicaba precisamente eso. Acaba de matar el documento. ¿Cómo se ha atrevido a…? Debía haberlo preparado. Lo que ha hecho es demasiado agresivo. Aunque hay muchos que resisten el agua, tenía que haber efectuado una prueba de solubilidad. Era una pieza muy especial; reunía todos los inconvenientes a tener en cuenta a la hora de trabajarla, por eso se la di. A veces es mejor pecar de precavido que de osado. El buen restaurador antepone el bienestar del documento a su curiosidad. Debe ser conservador. ¿Entiende lo que esa palabra significa?

»CON-SER-VAR. Ahora la tinta desaparecerá.

—Lo siento. ¿Se puede hacer algo?

—Demasiado tarde. Mire.

Frente a sus ojos, las palabras se diluían irremediablemente. Antes de que acabaran de desaparecer, la escritora tomó las pinzas y sin esperar ninguna indicación trató de rescatarla del agua.

—No entiendo su comportamiento —le dijo el profesor al ver cómo luchaba por conseguirlo, mientras el folio se resistía—. ¿Por qué tanto interés en esta página?

—No sé, tal vez para usted sea algo normal esta clase de escritura.

Finalmente había logrado retirarla y ahora la colocaba sobre la red metálica para su secado. Señaló los restos de la última frase, que, aunque muy pálidos, podían leerse.

—Fíjese en esto.

—¿A qué se refiere?

Ella colocó el espejo sobre la pieza.

—¿Lo ve?

—¡Escritura especular!

El profesor la observó detenidamente durante varios segundos y finalmente concluyó.

—Obviamente, el trazo no corresponde a la caligrafía de Leonardo; sin embargo, no por ello deja de ser interesante. Estamos hablando de una página muy antigua, y si a esto le añadimos su singularidad…

—¿Me la puedo quedar?

—Imposible, el material de trabajo pertenece a la academia. Está numerado y con ficha. Aunque… —la miró, cómplice—, si dejándosela, usted es capaz de escribir una historia…

Ella lo miró sorprendida.

—¿Cómo sabe que escribo?

—El profesor Sabatini me lo dijo. ¿Novelista?

—Creo que un día lo fui.

—¿Lo fue? El escritor nunca deja de serlo… aunque no escriba; es algo que lleva dentro, como el corazón o el hígado.

—¿De veras lo cree?

—Sin duda. Es como el pintor, el actor o el músico. He conocido escritores que ignoran que lo son. Necesitan de algo, a veces de una absoluta nimiedad que los despierte. Aunque aparentemente parecen desconocerlo, suplican ser descubiertos por la vida. Se abrazan al papel en blanco queriendo ser dios de un mundo ínfimo; con sus emociones contenidas, rozan siempre el filo del todo y de la nada. Por eso viven expectantes, atentos a la respiración del mundo. Se creen resecos y, de pronto, de la nada brota una brizna, una hoja frágil pero inequívocamente verde, entonces florecen… El escritor tiene más vidas que un gato, nace y muere en cada libro. ¿Y si esta página fuera el brote que espera?

Ella no contestó.

—¿Será que tiene miedo de perder el alma en sus escritos? Quizá teme vaciarse; convertir las páginas en un vertedero sin fondo. La vida le regaló un don que está desperdiciando.

—La misma vida, esa que usted afirma que da el don, es la que lo quita.

—No esté tan segura. Es uno mismo quien se niega a conservarlo. ¿Por qué ha renunciado a él?

Ella esquivó la respuesta, cambiando de conversación.

—Sería un problema para usted…

—¿Problema? —El profesor Brogi la miró desconcertado. De repente, se dio cuenta de que su alumna había dado por concluida la charla.

—Sí —Ella señaló la página—, el que me la quedara.

—Oh, no… bueno, en fin —carraspeó—, depende. Podría inventar alguna excusa; por ejemplo, que la página se desintegró entre los ácidos. Será nuestro secreto. Eso sí, deberá dejarla aquí hasta que se seque.

34

Hora: sin nombre ni apellido.

Lugar: el número 46 de la via Ghibellina.

Arriba de todo. En el cielo: el ático.

Vivir esperando la muerte. Morir esperando la nada.

Perdida en el ser de su ser.

Sola.

¿Será que uno nace llevando a cuestas la cuota de placer y dolor que va a tener durante el resto de su vida?

Ella se lo preguntaba mientras observaba las paredes, convertidas en cascadas de madreselvas por las que revoloteaban libres los pájaros toh. Aquel salón hipnótico exudaba un silencio vivo de recuerdos que alargaban sus tentáculos, trepaban por su cuerpo y apretaban su cuello, tratando de asfixiarla.

Le gustaba recordar, aunque después doliera. Placer y dolor iban cogidos de la mano. Así lo aprendió de niña. Pellizco y caricia, como los dedos de las monjas; como las sucias manos de su abuelo.

Había noches en las que se quedaba a dormir en aquel lugar, arropada por los ecos de unos suspiros sonámbulos que la llamaban. Había ido escribiendo sobre las paredes palabras sueltas —las que más le intimidaban de las cartas que recibía de L.—, que en la soledad del vodka se alzaban contra ella a voz en grito, como poemas asesinos anhelando matarla. Palabras que unidas le bailaban, se burlaban, orinaban y defecaban encima, hasta humillarla y someterla.

Ahora, tras una tarde acosada de fantasmas y migraña, y ya de regreso al mundo de los sobrios, ordenó aquellas cartas, tomando nota de los párrafos que claramente pertenecían a autores conocidos: Tolstoi, Wolf, Kawabata, Flaubert…; frases que sin duda, a la hora de leerlas, ella misma habría marcado. ¿Cómo podía saber L. lo que le gustaba? ¿Sería alguien conocido? Y si lo fuera, ¿quién podría ser?

¿A qué autor pertenecían los otros textos, los que más le inquietaban por su carga sensual y desgarradora? Estaban marcados como citas, lo que significaba que obviamente no eran de L., ¿o sí? Ese hombre debía conocerla a fondo. Pero ¿quién, quién era?

¡Dios mío!…

¿Marco?

35

Cada tarde, al salir de clase, Ella acudía a la librería del Mercato Nuovo, donde era recibida por el impenetrable librero, quien, a pesar de haber intercambiado alguna palabra, volvía a encerrarse en sí mismo. La acción se repetía en un ciclorama que empezaba y acababa, como si fuera la escena de una vieja y desgastada película en la que los actores sabían de memoria su papel y lo representaban a la perfección: a las siete de la tarde ella hacía sonar el timbre, el librero tardaba unos minutos hasta que aparecía con su caminar modoso y lento, abría la puerta, no la miraba y con un gesto impersonal la invitaba a entrar. Después se perdía en la penumbra del pasillo, esquivando cualquier contacto, hasta esfumarse entre los quejidos de las maderas de la escalera. Ningún sobresalto, ningún cambio.

De todos los rincones y recovecos que guardaba la misteriosa librería, sólo una estantería había logrado seducirla. Allí se almacenaban, en orden alfabético, libros que por su valor literario y su antigüedad eran verdaderos tesoros.

A pesar de estar horas y horas ojeándolos, cuando creía haberlos descubierto todos, aparecían nuevos ejemplares. Primeras ediciones de clásicos fascinantes, poemarios amarillentos firmados por el propio autor, dedicatorias sublimes cargadas de sentimiento, escolios, textos al margen, subrayados de lectores anónimos que años atrás habían soñado, reflexionado y aprendido en sus páginas y que ahora yacían bajo tierra convertidos en polvo.

Era tal la fascinación que esos libros ejercían sobre su alma, que si hubiera tenido suficiente dinero se los habría quedado todos, con el único objetivo de sepultarse en sus páginas y morir de empacho y sobredosis de letras.

Esa tarde, cuando rebuscaba entre los volúmenes el ejemplar de
Madame Bovary
del que recordaba una edición de lomo rojo con letras doradas, le sorprendió encontrarse cerca de la estantería un antiguo pupitre de colegio sobre el que caía un haz de luz proveniente de una espectacular lámpara de velas que colgaba del techo. Estaba segura de que en ese sitio antes no había absolutamente nada y de que incluso aquella lámpara tampoco existía. Era como si el singular rincón hubiese sido preparado ex profeso, con la intención de invitarla a tomar asiento y de que se sintiera más cómoda mientras ojeaba los libros.

El desvencijado escritorio era idéntico al que había utilizado en sus años de colegio. El tablero de bisagras era abatible, de aquellos que se levantaban y dentro había espacio suficiente para colocar más libros o el material de trabajo. Le recordaba al que durante años fuera el cómplice en su etapa de internado. Donde había escondido burlas, trampas, libros malditos que las monjas jamás le hubiesen permitido leer; meriendas, cartas, chicles y resúmenes que sacaba a escondidas en los exámenes que más odiaba.

Levantó la tapa y un aroma a tierra húmeda la envolvió. En su interior, sobre un lecho de hojas verdes recién cortadas, descansaba el ejemplar de Flaubert que llevaba buscando desde su llegada. Lo extrajo y bajó de nuevo el tablero. Al cerrarlo, descubrió que el tintero incorporado al pupitre estaba lleno de tinta fresca. En él, una ínfima orquídea blanca se erguía solitaria. Miró a lado y lado buscando al librero, pero sólo se encontró con el sonido de su propia respiración.

Fue repasando el libro, sin tener claro lo que buscaba, y se detuvo en una página que alguien había dejado marcada con la cinta de seda roja que hacía de separador. Empezó a leer.

La plaza rebosante de gritos olía a flores que bordeaban el pavimento…

… los vendedores, con la cabeza descubierta, envolvían en papel ramilletes de violetas.

El joven compró uno. Era la primera vez que compraba flores para una mujer, y al olerías, el pecho se le inflaba de orgullo, como si aquel homenaje que él destinaba a otra persona se volviera hacia él.


León recorría gravemente la iglesia siguiendo las paredes. Nunca le había parecido tan buena la vida. La mujer que esperaba iba a llegar enseguida, deliciosa, jadeante, espiando detrás de ella las miradas que la seguían, y con su vestido de volantes, sus impertinentes de oro, sus botinas finísimas, con toda clase de elegancias que él no había probado y con la inefable seducción de la virtud que sucumbe. La iglesia se disponía en torno a ella como un camarín gigantesco; se inclinaban las bóvedas para recibir en la sombra la confesión de su amor; resplandecían las vidrieras para iluminar su rostro y los incensarios iban a arder para que ella apareciera como un ángel, en el humo de los perfumes.

Pero no llegaba.

La lectura de ese párrafo la inquietó. El insistente goteo de las velas —lágrimas rodeándola en aquel espacio mudo—, el olor acre revuelto con la cera derretida, la oscuridad cayendo sobre ella como un velo nupcial, ese silencio sepulcral. Retiró los ojos del libro y alzó su mirada, buscando en la penumbra al imperturbable hombre de hielo. Salvo unas fantasmagóricas sombras proyectadas por la titilante luz de los cirios, la oscuridad era total.

36

Observaba con los binóculos cada uno de sus movimientos.

Mirarla desde lejos se le había convertido en un morboso pasatiempo que lo llevaba a suponer todo sobre ella.

Su olor a incienso subía en suaves bocanadas, y él lo aspiraba con avidez, tratando de capturar hasta la última partícula.

Se había gastado el fin de semana lijando, puliendo, pintando y adecuando el pupitre que desde su infancia y hasta su marcha al seminario había ocupado la esquina de su dormitorio. En realidad, o eso era lo que se decía a sí mismo, asesinaba ese tiempo rítmicamente muerto de los domingos a punta de un oficio cansino. Llevaba días con el tedio subido a la cabeza. Quería sentir, pero no sentía; querer, pero no quería; leer, pero no leía. Su pesimismo y escepticismo amenazaban con eliminarlo. Ya ni siquiera hablaba con los caballos.

¿Lo que ninguno ve existe?

Si nadie era capaz de mirarlo, si el mundo entero lo ignoraba, ¿cómo podía mirarse él? Dependía de que alguien se diera cuenta de que existía, de pasar de esa perenne invisibilidad al mundo de los existibles. Vivía en una continua otredad y con ello estaba consiguiendo lo peor: aislarse hasta de sí mismo.

Recurría al viejo truco de su infancia: darle a alguien algo, simplemente para comprobar que aún quedaban seres que tenían la capacidad de ilusionarse; una cualidad que irremediablemente él había perdido en Cortona.

Esa mujer, hecha de silencios, vacíos y nebulosas intrigantes, era capaz de regalarle, sin saberlo, un placer presente.

En la distancia, su lente le permitía algo maravilloso: tocarla con sus ojos. Poseerla sin correr el riesgo de ser rechazado. Le fascinaban sus manos porque semejaban el vuelo de dos pájaros revoloteando entre los libros. Recorría despacio su rostro deteniéndose en su boca, en los gestos que hacía cuando algo le interesaba. Así se había enterado de la clase de libros que le gustaban, del tipo de lectura que la entretenía y de lo que la aburría. Ahora intuía que quizá nunca nadie le había regalado una orquídea, pues al descubrirla sus ojos habían sonreído.

De su cuello era mejor no hablar. Largo y blanco… Podía notar en él el pulso de su sangre. ¿Aquello que veía era un lunar?… Sí, lo era. Un punto que marcaba el descenso a la gloria. Y su escote insinuaba un pecho acogedor y lácteo. Dos cántaros donde saciar su sed. Allí, si pudiera, sus dedos harían un festín de caricias, todas las que se desperdiciaron en la espera a Antonella… «¡Ay!, Antonella, Antonella, te perdiste mi amor. Yo te hubiese encumbrado a la cima de la dicha. Conmigo habrías conocido el cansancio del placer, la ebriedad del sentir. Hubiera cobijado tus miedos. Habría dado respuesta a tus dudas. Ahora te las daría a ti, mujer extraña que paseas tu alma en este claustro sagrado de historias moribundas. Aquello que no paras de buscar entre mis pasillos, lo que no encuentras ni en los libros ni en tu conciencia, lo que tu corazón ansia, lo que nadie te ha sabido responder, te lo daría. Estás herida, lo sé. Tan herida como yo. Sufres el abandono propio, que es el peor. ¿Por qué cojeas? ¿Es acaso la herida de tu guerra interior? Hablaríamos, ¡oh… sí!, claro que hablaríamos. Cuando tú de verdad me descubras, cuando yo me deje descubrir, ya no será el concepto abstracto de la dicha, será la dicha. No habrá incógnitas desconocidas ni intuiciones triviales. Acariciaríamos la palabra satisfacción, romperíamos las palabras pudor, mesura y sed. Mataríamos el tedio y la ignorancia.

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