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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (26 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Por un instante pensó en el librero y sintió que se lo debía. Él era el artífice de ese renacer, quien le regalaba la fuerza, esa brizna de ilusión.

La alegría de dejarla husmear entre sus tesoros. El pupitre preparado, en su interior el libro con alguna página abierta, palabras que refrescaban su convulsionada alma; la orquídea tiñéndose de rojo… ¿Una esperanza a la que quizá tenía derecho?

Esa tarde pasaría. Si todo se confirmaba, si era verdad lo que ella suponía, en el pupitre debía de estar
En busca del tiempo perdido.

Salió de la academia al filo de las cinco, con el libro que restauraba bajo el brazo y un sentimiento nuevo: satisfacción. Por una vez era capaz de hacer algo productivo.

Tenía hambre.

Se detuvo en D'Mario, la única
trattoria
que a esa hora permanecía abierta, y se tomó una copa de vino y un plato de
antipasto
variado:
bresaola, prosciutto, melanzane,
algunos tacos de queso y pan tostado con
olio
virgen, tomate y alba haca, la
bruschetta
que tanto le gustaba.

Ese día, La Otra la había dejado tranquila.

78

Llegó al Lungarno Suites con los minutos justos para ducharse y cambiarse. Después de mucho tiempo, tenía ganas de arreglarse y vestirse no sólo para ella.

Al verla entrar, el conserje se le acercó.

—Tiene muy buena cara hoy, señora. Se la ve contenta.

—¿Usted cree?

—Desde luego.

—¡Ay, Fabrizio!, usted es muy amable y… un poquito mentiroso.

—No le miento: le aseguro que tiene otro semblante. Si necesita algo, ya sabe.

—Hielo, necesito hielo —le dijo—. ¿Podrá subirme…?

—¿Una cubitera? En su cuarto la espera; yo mismo acabo de dejársela.

Ella se lo agradeció y cortó rápidamente la conversación.

Llamó el ascensor. Dentro, un matrimonio americano con una niña de rasgos orientales metida en un cochecito esperaba salir. Los dejó pasar y la niña le sonrió.

Al llegar a la habitación, sacó del bolso la novela que había estado trabajando y buscó el capítulo XXIII: su pequeña letra destacaba sobre el papel.

Releyó con calma el fragmento añadido. Tenía ritmo y fuerza, y a pesar de haber sido escrito a mano y de que estéticamente se alejaba del resto del libro, encajaba a la perfección. Constituía un todo en el que los personajes eran los auténticos protagonistas. Había un lenguaje, una épica especial que correspondía al momento que estaban viviendo.

Se felicitó, y mientras lo hacía se sirvió un trago de vodka y brindó por ello.

Después del accidente era su primer logro; por fin había sido capaz de escribir algo. Pensó en Marco y lo imaginó con sus gafas, releyendo cada palabra, analizando cada frase. Actuaba como el profesor de literatura que era. ¿Hubiese estado orgulloso de ella? ¿Los adjetivos que había empleado para describir la escena eran los adecuados? Se regañó. ¿Por qué pensar en él? ¿Para qué pensar en él? No quería, ya no más. No estaba. ¿Cuándo iba a asumirlo? Se sacudió el pensamiento como se sacude la nieve de un abrigo y se desnudó.

Fue al baño y abrió el grifo de la ducha. Mientras lo hacía, observó de reojo el perfil de su cuerpo que se reflejaba en el espejo. Esquivó mirarse de lleno por temor a llamar a La Otra con sus ojos. Podía sentirla, acechando como una hiena en todos los rincones. Percibía su voz como un pitido constante, como la alarma disparada de un coche lejano que nadie atiende, pero se hacía la que no lo oía. No podía recibir su odiosa visita. Hoy no. No tenía tiempo ni ganas. Quería sentirse normal.

El agua resbalaba por su cuerpo y la envolvía. Un vapor cálido subía y se pegaba al cristal, convirtiéndolo en un lienzo blanco que la llamaba. ¿Cuántos animalitos, caras y figuras habían dibujado ella y Chiara mientras se duchaban juntas?

«Adivina, adivinador, ¿qué puede ser esto?» Su mano traza una línea y en el centro un círculo. «No lo sé, mamá, dímelo, dímelo…» «Es… ¡un mexicano en bicicleta!» Sus risas, su cuerpecito pegado a su cintura, abrazándola. El contacto de las pieles mojadas, génesis, vientre, agua tibia, madre e hija. «¡Me toca a mí, mamá, me toca a mí!» «Adivina, adivinador, ¿qué puede ser esto?» Su dedito, un punto que crece y se convierte en una línea larga, larga, larga, que va cruzando la puerta empañada y no se acaba nunca. «¿Una… carretera?» Carcajadas, buches de agua, pompas de jabón. «Perdiste, mamá; es la vida…»

Fin del recuerdo.

El jabón la limpiaba; sus pensamientos más oscuros se reblandecían mezclados entre la espuma y el agua, y desaparecían por el desagüe convertidos en nada.

Se sentía limpia. Después de mucho tiempo, se sentía limpia y fresca, como nueva.

Levantó la cara y, antes de dar por finalizada la ducha, giró la llave del grifo hacia la derecha, para que el agua helada cayera en sus mejillas. Abrió la boca y, como hacía cuando era pequeña, bebió del chorro hasta calmar su sed. Aguantó un poco más el frío en su cuerpo: su sangre reaccionaba. Estaba lista. Entonces, pensó en él. Lo imaginó delante del pupitre, preparándole el libro, marcando con algún separador la página que le regalaría. ¿Seguiría viva la orquídea?

¿Se ponía el vestido rojo que tenía por estrenar desde hacía cuatro años? ¿Le gustaría al librero verla con ese color?

79

Estaba atrapada.

Trataba de abrir la puerta de la habitación pero no lo conseguía. La llave que había dejado colgada de la cerradura había desaparecido.

La buscó sobre la mesa, en el armario, en el escritorio, pero no la encontró. Abrió cajones, miró debajo de la cama, en la cocina, en el baño; no estaba en ninguna parte.

Necesitaba llamar a la recepción, hablar con Fabrizio.

Corrió hasta el teléfono, levantó el auricular y, cuando estaba marcando, se dio cuenta de que no tenía línea.

¿Dónde estaba su móvil? «Piensa, Ella, piensa», se dijo. Ah, sí, acostumbraba a guardarlo en el bolsillo interior de su cartera. Llamaría con el móvil. Metió la mano y lo fue buscando, giró el bolso y vació su contenido: no estaba.

Entonces la oyó.

—¿Creías que te ibas a salir con la tuya? Ducha, pelo arreglado, perfume, vestido nuevo, zapatos de talón y hasta regalito para él. Ja, ja, ja…

—Dame la llave.

—¿Te creías que todo era tan fácil? ¿Dónde está el amor que decías tenerle a Marco? ¡Eres una furcia!

—Dame la llave, maldita sea.

—¡Mira que creer que te podías deshacer de mí! ¡Qué ilusa! Eso dalo por imposible; te vigilo siempre. Estoy incluso en los lugares donde ni siquiera me esperas. Por cierto, ¿crees que lo que estuviste escribiendo hoy, «carruajes brillando en la noche», bla, bla, bla, etcétera, etcétera, etcétera, tiene algún valor? ¡Eres penosa!

—No pienso escucharte. Dame la llave.

—¿Y tu hija? ¿Se te olvidó que tu deber como madre es seguir buscándola, remover cielo y tierra hasta que aparezca? ¡Mala madre!

—Dame la llave o…

—¿O qué, cariño? ¿Quién te ha dicho a ti que estás en condiciones de amenazar? Eres mi prisionera y aquí se hace lo que yo digo, y lo que digo es que hoy no sales…, a no ser que quieras saltar por el balcón. ¿Te sientes capaz?

—Dame la llave.

—¡Uff…, qué pesadita! Dame la llave, dame la llave, dame la llave. ¿Ésa es la única frase que se te ocurre, escritora? ¡Qué barbaridad! ¡Qué pocos recursos lingüísticos!

—Dame la llave.

—¡Mírate al espejo! ¿Creíste que porque no lo hacías, porque no te mirabas, ibas a conseguir evitarme? ¡Qué horrorosa te ves con ese vestido! Quítatelo ya. Eso no te queda bien. Te ves ridícula.

—DAME LA LLAVE O…

—¡Venga!, atrévete de una vez, escritora. ¿Quieres matarme?

—i¡¡DAME LA LLAAAAAAAAAAAAAVE!!!

—¡Mátame!

—Por favor, QUE ALGUIEN ME AYUDE… 

¡¡¡FABRIZIOOOOOOO!!!

—¿Pides ayuda al conserjito de los cojones? ¿Quién crees que te va a oír?

—Voy a acabar contigo de una vez por todas.

—Si eres tan valiente, saca el revólver y ¡¡¡MÁTAME!!!

—¡¡¡¡FABRIZIOOOO!!!!

80

Se perfumó, haciendo caso a un impulso excéntrico; una especie de relámpago tardío de vanidad surgido de repente.

Sus días inodoros, incoloros e insípidos, su ayer y su futuro se habían modificado. Ahora esperaba algo. Su monotemática vida de pronto se pluralizaba. Se abrían caminos.

A pesar de dormir muy poco, se sentía energizado. Como si hubiese bebido del elixir con el cual la vida se veía de otro color. De ser un cultivador de desesperanzas había pasado a convertirse en un cosechador de sueños.

Lo absurdo tenía sentido. Quería volver a ver la luz, pasear por las calles y sentir el sol. Cabalgar en su caballo y perderse entre paisajes de suaves colinas.

Tenía ganas de que volviera la primavera. Todo, porque esa tarde ella iría a su librería.

Arriba, junto a su despacho, tenía una habitación que había equipado con cama, baño, tina, ducha y todos los menjurjes necesarios por si un día, cansado de trabajar en las traducciones, se le hacía tarde y decidía quedarse o sencillamente le surgía un imprevisto y necesitaba arreglarse.

Ahora el imprevisto había llegado.

Se afeitó con esmero y peinó con sus dedos los rizos negros entreverados de plata. Cerró su chaleco, abotonó el cuello de su camisa azul y se ajustó el nudo de la corbata de espigas de
cashmere,
comprada en Londres. Miró su reloj y se arregló la cadena que colgaba de su bolsillo. Revisó sus zapatos de ante marrón y, para matar el tiempo, los cepilló. Volvió a hacerse la lazada en sus cordones.

Otra vez, el reloj. Los segundos no avanzaban. El día goteaba lento, lento. Faltaban cuarenta minutos para que fueran las siete.

Había gastado toda la mañana eligiendo la página del libro que quería dejar en el pupitre.

Tras ojear
En busca del tiempo perdido
de Proust, se dio cuenta de que ninguno de sus párrafos reflejaba su actual sentir; en ninguno encontraba las palabras adecuadas, aquello que deseaba decirle. Lo apartó y reservó para más adelante. Buscó y buscó hasta hallar, en el
Libro del desasosiego
de Pessoa, lo que necesitaba.

Junto al ejemplar marcado, le dejaba una sorpresa que estaba seguro de que le iba a encantar.

Faltaban escasos minutos para que la orquídea estuviera completamente roja. ¿Sería capaz de hablarle? Y en caso de hablarle, ¿qué iba a decirle?

Volvió a mirar el reloj: siete menos diez.

Encendió las velas de la gran lámpara que iluminaba el pupitre y se alejó, dejándolo todo preparado.

Caminó por el segundo piso, comiéndose a zancadas los ochenta metros de libros y estanterías. Sus pasos retumbaban en el silencio por el largo pasillo. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Adelante, atrás, adelante, atrás. Ir, volver, ir, volver. Aquí, allá. Parada y mirada al reloj: siete menos cinco. Vuelta a empezar.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha… Parada y mirada al reloj:

Siete. ¡Por fin!

Siete y uno. Oído atento.

Siete y dos. Silencio.

Siete y cinco. En la calle, un grito:
«¡Porca miseria!»

Siete y quince. Campanas lejanas.

Siete y treinta. El goteo de las velas sobre la madera.

Ocho. Oscuridad. Vacío.

Ocho y treinta. Decepción.

Nueve. No vino.

Once. Lluvia. Alma y zapatos de ante destrozados.

Doce. Desconcierto.

Una. Preocupación.

Dos. El revólver. «¿Le habrá pasado algo?»

81

Había estado tiritando toda la noche y todavía llevaba el vestido rojo. Se había metido en la cama y envuelto en las cobijas, tratando de ahuyentar el frío como fuera, sin siquiera quitarse los zapatos.

La Otra finalmente dormía o se había ido, no sabía, pero ella continuaba atenta, sin bajar la guardia.

Todo desfilaba ante sus ojos rompiéndola y manchándola. Imágenes buenas y peores, un caos de hilos embrollados. Metáforas de su vida soñada contrastadas con la vivida. Por un instante, el remoto deseo de haber creído en la felicidad; su ingenuidad primera.

Amanecía en tonos invernales. Desde la cama podía ver un cielo inmortal tiñéndose de manchas malvas y violetas, como si hubiera recibido los golpes de un castigo. Sobre la mesa de la terraza, la primavera despistada, escarchada de nieve, se amontonaba en desorden y creaba extrañas figuras, pirámides convertidas en omnipresentes ojos justicieros que la observaban.

Otro paisaje. Necesitaba ver otro paisaje. Rememorar su calor y su verde. Su Valle del Cauca. Olor a caña de azúcar, a trapiche y a guarapo. Necesitaba pegarse a los recuerdos bellos para huir, como hacía en el cuarto oscuro.

Cerró los ojos…

Kilómetros de cañaduzales mecidos por el viento. Un mar verde. Paisaje plano. Tractores y hombres cortando con machete. El vidrio de la ventanilla se ha atascado y se ha quedado abajo. Ojalá que siga dañado. Sus hermanas cantan «Se va el caimán, se va el caimán…». Ella lo mira todo. ¡Qué delicia! El aire golpea sus mejillas, el pelo se mueve y acaricia su nariz. En el camino, un grupo de negritos chupan el jugo de la caña. Las trencitas de las niñas están llenas de bolitas de colores ¿Por qué nadie la peina así? ¿A qué sabrán esos palos que chupan? Ella quiere, pero el coche no para. Plantas y plantas cargadas de motas blancas… ¿Será así la nieve? Las quiere tocar, pero el coche sigue. Mamá dice: «Miren, niñitas, ¡es algodón!» Ella piensa en el de azúcar, pero no, éste no se come. Es del otro, con el que le ponen el mertiolate en los raspones que se hace en las rodillas por culpa de jugar tanto al
«coclí, coclí, al que lo vi, lo vi…».

Van a Buga, a conocer al Señor de los Milagros, el crucifijo chiquito que encontró una indiecita pobre mientras lavaba la ropa a la orilla del río y que milagrosamente fue creciendo hasta hacerse grande. Dicen que todo lo cura, y que lo que se le pide con fervor lo concede. ¿Y si le pide que se muera el abuelo, le haría ese milagrito? De todas formas, se lo pedirá, por si acaso.

Es el primer paseo que hace la familia y ella está feliz. El abuelo se ha ido con la tía una semana. No hay mano ni dolor. Ojalá que no vuelva, que lo mate un carro, lo parta un rayo y lo espiche un tren.

Paran.

«¿Quién quiere jugo?», dice mamá. Todas gritamos «¡YOOO!». El hombre canta que hay «de mora para la señora y de piña para las niñas», pero al final tomamos de lulo, de mango, de guayaba y de uva. El pandebono está recién salido del horno y sabe a gloria. Nos vamos, quiero otro jugo, pero no puedo porque si no esa noche me orino en la cama. Colchón, burla y castigo.

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