La voz de mamá: «Niñitas, arréglense, que nos vamos a pasear»… «Chupaté-té-té, caminaba-ba una niña una niña en París…» Lucía y yo saltamos y cantamos, «resbaló, se cayó y en brazos del novio…» hasta llegar arriba. Miro la estatua de Belalcázar y papá dice que con su dedo está acusando a Cristo Rey. Pregunto de qué lo acusa, y Lucía me lo dice en secreto.
«… de Año Nuevo y Navidaaaad, Caracol con sus oyentes formula votos fervientes de paz y prosperidaaaad…», cantan en la radio, y papá silba contento. Quiero que el niño Dios me traiga una muñeca, pero tengo que portarme bien.
Olor a sancocho y a cilantro. La leña arde debajo de la olla mientras chapoteamos en el río. Me duelen los pies, porque no me puse los tenis y hay muchas piedras. «¡Miren lo que hago!», grita Clara montada en el columpio de vuelo que papá ha hecho en el árbol; vueltas y revueltas, y la margariteña y la cuzqueña… Y yo me quiero columpiar…
—¿Adónde vas?
—…
—Así que no quieres contestar.
—…
—De aquí no vas a salir nunca, ¿me oyes? No pienso dejarte.
—
«Navidad, Navidad, llegó Navidad, alegría, alegría…»
—¿Te haces la idiota? He dicho que de aquí no sales.
—
«Navidad, Navidad, llegó Navidad, alegría, alegría…»
—¿Sigues cantando? ¿No te importa?
Sobre la ciudad continuaba cayendo una lluvia incesante y la Comune di Firenze prevenía a los ciudadanos sobre el posible desbordamiento del río. Las obras de arte que corrían algún riesgo fueron evacuadas y puestas a salvo. Se hablaba de la posibilidad de que se repitiera el desastre de aquel noviembre de 1966 y la gente se preparó para lo peor, pero el Arno resistía sin desbordarse.
Lívido se consumía. Seguía esperándola cada tarde a las siete. Después del beso, no había vuelto a aparecer. Trataba de encontrarle algún sentido a su larga e inexplicable ausencia. Pensaba en todo lo que le había dicho Sabatini, en su trastorno de personalidad, en los libros que había leído de ella, en la pérdida de su marido y de su hija, en el revólver y, sobre todo, pensaba en lo que ambos habían sentido aquella noche.
Releía los libros que sus manos habían tocado, los olía y repasaba con devoción, tratando de imaginarla, buscando entre líneas la clave de su ausencia.
Soñar sin llegar a soñar nada concreto. Sentir sin alcanzar la cima del sentir. Querer sin que aquello le rozara. Necesitaba verla. No podía sufrir más otro sufrimiento. ¿Estaba condenado a la desgracia? ¿Era él el elegido del dolor?
Después de un sinnúmero de conjeturas, al final acabó atribuyéndoselo todo a la lluvia.
Era imposible que la vida lo fuera a castigar dos veces con la misma historia. Llamó a Sabatini con una excusa y al final preguntó por ella; el catedrático le confirmó que tampoco había vuelto a las clases.
Iba a ir, claro que iba a ir. Aunque el cielo se cayera entero sobre él, aunque volviera el fantasma del
Alluvione
sobre Firenze, estaría al día siguiente a las doce del mediodía en el número 46 de la via Ghibellina.
Miró el reloj que colgaba de su chaleco: faltaban catorce horas.
Desde la cama veía la lluvia deslizarse extenuada por los cristales.
¿Es que nunca iba a parar de llover?
Había renunciado a cualquier rebeldía; ahora simplemente se limitaba a comer, beber y, cuando podía, a dormir.
Las pesadillas se habían convertido en sus compañeras de viaje y ya no las rehuía. Se dejaba zarandear, revolcar y hundir en ellas y, aunque sentía que moría, sabía que al final el nuevo día acababa por rescatarla.
Se conformaba con lo que le había tocado vivir. Cada vez pensaba menos en nada; el recuerdo del librero aparecía como un amanecer y se fundía entre las nubes. El de Marco y Chiara empezaba a ser una quimera. Ahora se limitaba a que todo la poseyera, la violara, la usurpara y finalmente la dejara.
No tenía fuerzas de nada. Ya no pensaba. ¿Y si se dejaba morir?
No había vuelto a la academia, ni a la librería, ni al ático.
Cansancio.
Renunciaba a todo y a sí misma. La cordura y la locura se le habían convertido en una sola cosa. Tenía la impresión de que aquello que vivía estaba sucediendo en otra parte, muy lejos de ella, en un país desconocido. Que el dolor, como el sol en un atardecer, acababa diluyéndose lento en un mar negro y sin fondo.
Finalmente reconocía que la felicidad no había sido para ella. Volvía a la realidad de encontrarse sola con sus miedos, que de tanto asustar ya no asustaban; sin nadie que se dignara salvarla. Pero ahora ya se había resignado.
Estando así, perdida entre los sueños, de pronto una voz familiar la trajo a la realidad. Era viernes y, después de muchos días, Fabrizio entraba con una bandeja.
—¿Sabe qué día es hoy? Hace una semana que no sale de la habitación. Decidí subirle el desayuno personalmente, porque hace tiempo que no la veo. ¿No le importa, verdad? Lleva demasiados días encerrada. ¿No se cansa de estas cuatro paredes?
—¡Fabrizio! No sabe la alegría que me da verlo aquí.
—Me pidió que no la molestara y es lo que he hecho.
—Por favor, Fabrizio, no se vaya, no me deje sola. Necesito salir. Espéreme, quiero irme con usted.
—No se preocupe, señora Ella; aquí me quedo. ¿De qué tiene miedo?
—Alguien me tiene prisionera, Fabrizio. Alguien que se hace pasar por mí. ¿Lo entiende?
De repente, el conserje lo entendió. No sabía qué nombre tenía lo que le pasaba, pero lo que sí estaba claro era que sufría mucho. Aquella mujer le inspiraba ternura. Un minuto después, una voz oscura salió de sí misma.
—Váyase inmediatamente, no lo necesito para nada —le ordenó, déspota.
—No me iré de aquí hasta que venga conmigo la señora Ella —le respondió Fabrizio.
—He dicho que se vaya. ¡Largo, maldita sea, o llamaré a la policial
—Usted no es la señora Ella, y yo sólo recibo órdenes suyas.
—He dicho que se vaya.
—No me iré sin ella, ¿le queda claro?
La Otra clavó su furibunda mirada en el conserje.
No sabía muy bien cómo había llegado hasta allí, pero lo había conseguido.
Estaba en el ático.
A pesar de que La Otra alguna vez había aparecido por ese lugar, confiaba en haberla despistado lo suficiente como para que la dejara en paz, aunque sólo fuera por un día.
Al entrar había leído la carta de L. que, según la fecha, debía llevar tirada en el suelo del recibidor una semana. Encontró el pétalo grabado con el que se cerraba el mensaje cifrado.
V I E R N E S
7
Durante un rato le costó entender que el viernes 7 era ese día y que sólo le quedaba media hora para arreglarse. El encierro le había hecho perder la noción del tiempo. Su corazón saltó de gozo: L. iría por fin a visitarla, y lo iba a recibir vestida de
La Donna di Lacrima.
Se duchó, perfumó y maquilló como nunca en su vida; poniendo todos sus sentidos en ello. Mientras lo hacía, huía de La Otra cantando. Necesitaba tener la boca llena de palabras y música para evitar su presencia, por lo menos hasta que él llegara.
Cantar, cantar, cantar… «Larai, larai, larito…», la canción mágica que le servía para ahuyentar al monstruo cuando su madre la encerraba en el cuarto oscuro.
«Había una pastora, larai, larai, larito, había una pastora cuidando un rebañito. Cuidad no venga el lobo, larai, larai, larito, cuidad no venga el lobo, que acecha escondidito…»
A pesar de estar convencida de que L. no podía ser otro que el librero, por dentro se la comía la ansiedad. ¿Y si no lo fuera? ¿Y si su imaginación se hubiera equivocado y se tratara de otro ser estúpido que había utilizado textos ajenos y astucias románticas para atraerla? Prefirió no pensarlo.
«Había una pastora, larai, larai, larito…»
Colocó la orquídea en un florero de cristal largo y fino que rebosaba tinta púrpura y lo dejó sobre la mesilla junto al diván. Llenó todos los botafumeiros con incienso de azahares y encendió una a una las velas de los candelabros. De pronto, el salón se había convertido en un bosque de humo dorado, como si un sol otoñal hubiera decidido evaporarse en el centro de la sala y desparramar su luz por los rincones. Toda la estancia respiraba aquel aire turbador que tanto le gustaba. En las jaulas, los pájaros toh abrían sus elegantes plumajes y esperaban en silencio, mientras los pichojués permanecían atentos.
Todo estaba preparado.
Su corazón empezó a palpitar. El minutero marcó las once y cincuenta, y cincuenta y uno, y cincuenta y dos, y cincuenta y tres, y cincuenta y cinco…
Tic, tac, tic, tac…
Y de repente, las campanas empezaron a sonar. Ding, dong, ding, dong…
Santa María dei Fiore, Santa Croce, Santo Spirito, Santa María Novella, San Miniato al Monte, Santa Margherita, Santa Trinitá, Santa Felicita…, todas celebraban el ángelus.
Oyó el timbre de la puerta y su corazón se desbocó.
Pulsó el mando y esperó.
¿Era o no era?
No supo reconocerlo, ni siquiera por la manera como caminaba, pues si el librero lo hacía de forma modosa y lenta, éste, en cambio, parecía enérgico y altivo.
Vestía íntegramente de blanco y cubría su rostro con una máscara veneciana llena de letras. Lo vio moverse por el recibidor y, tras fijarse en la señal que lo invitaba a seguir, se había dirigido al centro del salón.
Antes de sentarse, observó el lugar: los espejos lo miraban inquisidores y el diván aguardaba. Se detuvo tratando de imaginar aquella escena con otros personajes. Ahora él estaba allí, en el lugar que tantos habían descrito.
Esperándola.
Dejó que pasaran algunos minutos antes de entrar, y cuando el humo rebasó la sala y las velas rasgaron la penumbra, apareció convertida en poema de piel, arrastrando por el suelo su capa de seda azul. Su cuerpo desnudo, primavera de luz, temblaba de ansiedad y lujuria contenidas, mientras sus labios dejaban escapar bocanadas de humo que olían a canela.
Iba a encontrarse con él, como si asistiera a una cita marcada por el destino y el universo hubiera hecho hasta lo imposible para que aquel momento se cumpliera.
No habló, a pesar de que en su mente las frases se le iban escribiendo y gritaban en sus oídos. Se quedó delante, máscara contra máscara, observándolo. El aire aguantaba con hilos de seda aquel silencio solemne. Parecía que en cualquier momento una vocal iba a lanzarse al vacío para astillarse al final en mil pedazos.
¿Qué decía su máscara?
Concédeme los cielos,
esos mundos dormidos,
el peso del silencio,
ese arco, ese abandono,
enciéndeme las manos,
ahóndame la vida
con la dádiva dulce que te pido.
Aquellas palabras las conocía de sobra: eran de Vilariño. Sólo él podría haberlas elegido.
Esperar…
Esperar…
¿Era él?
Su voz, quería oír su voz.
No.
No era su voz lo que quería sentir. Era su cuerpo, sentir su cuerpo y sus manos y su boca y su abrazo, y que fuera su piel la que le dijera todo. La que revelara su identidad, la que la rescatara de ese precipicio en que caía.
No había tiempo de más. La Otra estaba a punto de regresar y se la iba a llevar.
«Ahora no, por favor, ahora no.»
Aguantar, sí, aguantar. Castigarse con la espera de la felicidad; quizá así La Otra marcharía.
Le indicó que se sentara y esperó. Él permaneció en silencio unos minutos, dejando que aquel instante los bañara, hasta que finalmente habló.
—He venido aquí sin tener muy claro lo que quiero decirte. Tú y yo hemos convertido la vida en un sueño; una quimera. Parecemos sonámbulos; unos niños atolondrados e inexpertos, incapaces de vivir a plenitud. Te he escrito cartas y cartas tratando de despertar una inquietud en ti. Y tú las has recibido. Nos movemos en la manigua del destiempo, tratando de coincidir… y el tiempo va pasando.
»Tenemos miedo de que aquello que soñamos pueda convertirse en realidad, porque si sucediera, si por una equivocación el destino nos trajera la alegría, estamos convencidos de que seguramente no sabríamos afrontarla.
»Tú has fabricado tu sueño, y yo el mío. Sin embargo, ellos nos unen hoy con un hilo invisible. Tememos mostrarnos como somos, quizá porque lo que somos nos da miedo.
»Allí estás, escuchándome. Aquí estoy, hablándote. La vida que vivimos es un completo enigma. Tratamos de armar rompecabezas con nuestros desaciertos, buscando caminar hacia la luz. Pero para alcanzarla, hemos de atravesar las gamas de lo oscuro.
»¿En qué tramo del túnel te encuentras?»
La Donna di Lacrima
no contestó. Levantó su mano y puso el dedo índice sobre su boca.
Silencio.
Era necesario el silencio.
Al hacerlo, su capa se abrió, y L. contempló aquel cuerpo desnudo.
!
Exclamación. Suspiro mayestático sobre vocal abierta. Alfabeto musical. Principio y fin. Alfa y Omega. El último y primer paraíso. Dorada horizontalidad.
Aguantar. Resistir a tocarla por temor a ascender demasiado de prisa del infierno al paraíso.
Una mariposa diáfana se insinúa entre sus piernas. La claridad de su piel que invita a entrar. Una página en blanco donde escribir el gran poema.
Aguantar. Esperar a que su deseo se convierta en grito, en ave fénix…
—Sé quién eres —le dijo, controlando su ansiedad—. Realidad y sueño que encajan perfecto.
La Donna di Lacrima
sólo podías ser tú. Lo supe desde la primera vez que te vi, aunque a mi conciencia le costara reconocerlo. Sabía que detrás de ti estaba un ser brillante, una hoguera por arder, una gota de miel; que has creado este universo ilusorio porque lo cotidiano te marchita. Aquí, el resto del mundo se hace ínfimo y te conviertes en la soberana de tus sueños. Yo lo comprendo. Te niegas a vivir entre los seres que se dejan morir viviendo patrones obsoletos. Generación tras generación, el ser humano se ha ido creando su propia cárcel por tratar de mantener lo que otros establecieron como bueno. ¿Felicidad? ¿Sabes de alguien que cumpliendo su papel a rajatabla la conozca? Te dirán que sí, que ya la consiguieron: estudiaron, se graduaron, tienen pareja, hijos, casa y el futuro asegurado. Una mentira a la que todos juegan.