—Y ahora.
En la pantalla aparecía caminando con dificultad, mientras se ayudaba del bastón.
—¿Te das cuenta? —Sabatini se acercó al televisor y señaló el bastón—. A veces lo utiliza y a veces no. Su cojera no es algo real. He estado investigando y, después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que sufre un trastorno de personalidad.
—¿Qué quieres decir?
—¿Has leído algo sobre ello?
—No.
—Sé un poco de psicología; es un tema que me apasiona —le aclaró el profesor—. Es posible que sufra un desdoblamiento de la personalidad. A eso se le llama en psiquiatría «trastorno de identidad disociativo». Quién sabe si sea debido a la pérdida; eso no lo sé. Pero lo que sí está claro es que lo que hace una, en este caso, la que va sin bastón, la otra no lo recuerda, y viceversa.
Lívido pensó en el revólver que había visto caer de su bolso y en las últimas frases pronunciadas por ella antes de salir de la librería. ¿Le había oído dos voces? Por una fracción de segundo le había parecido que entre ellos había alguien más.
Deseó que estuviera bien, aunque si no lo estaba, nada iba a cambiar entre los dos. De todas las personas que caminaban por el mundo, ¿acaso existía alguna que se salvara? Cada uno llevaba su rareza a cuestas, y no por ello se le podía tildar de loco. Miró el reloj y se dio cuenta de que le quedaba media hora para regresar. Había decidido que esta vez por nada del mundo dejaría que se le escapara la felicidad.
—Debo irme —dijo Lívido.
—No te molesta que haya sido tan franco, ¿verdad?
—Te lo agradezco.
—¿Estás enamorado?
El librero no contestó.
Aquel hombre abría ventanas por las que se aireaba su alma, agujeros que le ayudaban a liberar su tristeza. Por eso regresaba. Porque sin darse cuenta, él se había ido convirtiendo en un ser imprescindible. ¿Su recalcitrante noción de soledad lentamente empezaba a borrarse?
Al llegar, dejó que fuera su deseo el que timbrara y esperó unos segundos. La puerta de la antigua librería se abrió.
—Hola —le dijo el librero con su voz envolvente—. La esperaba.
Ella levantó los ojos y dejó que su mirada la acariciara. Tenía los ojos gastados pero suaves.
—Hola.
—La otra tarde olvidó su libro y me tomé el atrevimiento de leerlo. Escribió usted aquel capítulo, ¿verdad?
—Sí.
—Es magnífico. Les hizo un gran favor.
—¿Cómo dice?
—Me refiero a los protagonistas. De no haber sido por sus palabras, ahora estarían perdidos.
Ella sonrió; continuaba en la puerta. Al darse cuenta, Lívido la invitó a entrar.
—Lo siento, olvidé que fuera hace frío; pase.
Al entrar, por una fracción de segundo su mano rozó la de él. Tenía la tibieza del
cashmere.
El frío que desprendía su cuerpo había desaparecido.
Caminaron por el pasillo y se detuvieron ante un mueble. El librero sacó de un cajón el libro restaurado y se lo entregó.
—No se imagina cuánto lo disfruté —le dijo.
—¿Quiere quedárselo? —insinuó ella.
—¿Me lo está regalando?
—Es lo mínimo que puedo hacer. Usted ha sido muy amable conmigo dejándome pasear por su librería. Me ha regalado muchas tardes gratas y…, bueno, en el pupitre siempre…
Lívido no la dejó acabar.
—Se equivoca; ha sido usted quien me las ha dado a mí.
—Entonces, ¿acepta que se lo regale?
—Desde hoy me acompañará en mi mesilla de noche. Por cierto, me gusta como acaba la historia. Creo que todos, en el fondo, preferimos los finales felices, ¿no cree? Las personas no estamos hechas para la infelicidad y, sin embargo, el mundo está lleno de infelices. ¡Qué paradoja! Tal vez por eso huimos hacia los libros; buscamos encontrar en ellos lo que nos negamos a sentir nosotros mismos.
La volvió a mirar, pero esta vez sus ojos resbalaron despacio hasta su boca. Nunca la había tenido más cerca; su perfume a incienso lo envolvió. Se dio cuenta de que su lengua había olvidado a qué sabía un beso de amor. Demasiados años; el recuerdo se había cansado de pedir ser recordado.
Tenía sed, sed de beso. Se moría de sed. Se acercó un poco más. Podía sentir en su aliento la oscura y silenciosa humedad de aquel espacio íntimo. La ruta hacia el alma. Placer imaginado del contacto. La punta de su lengua violentando sus labios, rompiendo, abriéndose camino hacia dentro. Penetrando, ocupando, humedad con humedad, saliva con saliva. Quería pasar su dedo por aquellos labios, acariciar sus dientes, sumergirse en ella, pero cuando estaba a punto de hacerlo, se contuvo.
—¿Está segura de que me lo quiere dar? —le preguntó él, tratando de contener el alma que se le salía por la boca.
—Por---fa---vor —rogó Ella, enhebrando con dificultad las tres sílabas.
Habían estado a un centímetro del beso. Sus alientos se habían abrazado.
—Está bien —dijo él, aturdido—. Muchísimas gracias; es un regalo muy bello. Si me permite… me espera una traducción.
Lívido se retiró. Regresaba al rincón donde se sentía protegido. Allí lo esperaban sus binóculos y lentes. Contemplaría de lejos sus facciones, aquella luz que brillaba en sus ojos cada vez que abría la tapa del pupitre. Se metería en su pecho y respiraría al ritmo de sus ansias. Estaba convencido de que la iba a sorprender. Ahora conocía de memoria sus gustos.
Ella lo vio subiendo por las escaleras y antes de perderlo entre las sombras le gritó:
—¿Bajará?
—Si usted quiere…
—Quiero.
—Pues entonces, lo haré.
—Sigo sin saber cómo sabe mi nombre.
—Se lo diré más tarde.
—¿Y el suyo? ¿Me dirá cuál es el suyo?
—También.
Llegó ansiosa hasta el pupitre. La orquídea estaba más bella que nunca y sus pétalos se habían convertido en expectantes lenguas por las que se deslizaban gotas de sangre. Las velas chisporroteaban y derramaban cera a su alrededor.
¿Qué le esperaba bajo la tapa?
La levantó despacio y esta vez, en lugar de hallar un libro, se encontró en el centro de un pañuelo de seda blanco una extraña flor cerrada que contenía todos los colores del arco iris. Trató de cogerla pero, al hacerlo, la flor bostezó, se fue abriendo despacio como si se desperezara, y de forma repentina alzó el vuelo. Era la mariposa más hermosa que jamás había visto en su vida. La siguió con los ojos, y tras revolotear sobre ella, regresó y se posó en su mano. Sus alas eran pétalos que recogían desde el azul más suave hasta el rojo más violento. En ellas estaban el amanecer y el atardecer, el día y la noche, la luz y la sombra, lo brillante y lo opaco, y la estilizada elegancia de lo efímero y eterno. Se dejaba observar sin prisas, extendiendo sus alas, orgullosa y convencida de su extraordinaria hermosura.
De repente, Ella descubrió el texto en el pañuelo. Estaba en el sitio que había ocupado la mariposa.
98Te propongo
inventarnos de nuevo.
Deshacernos los dos
de lo que fuimos.
Ser viento y tierra,
agua y árbol,
río y piedra.
Y en esta materia inútil
que nos ata,
encontrar
el beso final
que nos libere
Estaba detrás. Podía sentir el calor de su aliento en su nuca. Acababa de posar sus manos sobre sus hombros. Permaneció quieta, temiendo que aquello no existiera. Las palabras leídas tenían su propia voz…
Te propongo inventarnos de nuevo…
Metamorfosis. Pasar de no ser a ser. Del sufrimiento a la alegría. De arrastrarse a volar.
«Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos…», le susurró Thomas Edward
Lawrence.
Metamorfosis. De crisálida a viento.
Sus manos en sus hombros. Un peso que no pesa. Todos sus sentidos en dos puntos. Izquierdo, derecho. Y en el centro del pecho, el corazón cabalgando.
Quieta. Permanecer así eternamente. Sus manos…
«…mientras dentro de sí, la oculta soledad aguarda y tiembla», musitó desde una estantería Rosario Castellanos.
Metamorfosis. De esperadora suplicante a prestidigitadora triunfal.
Detrás, su espalda recibiendo ese pecho cálido. Su columna vertebral convertida en material inflamable… Arde que te ardiendo…
«En la penumbra dorada de la lámpara cuelgo mi piel…», le murmuró al oído Cortázar.
Metamorfosis. De abandonada a querida. Querer y poder. Dejar, dejando. El gerundio del verbo… amar, amando.
«… miedo de ser dos caminos del espejo, alguien en mí dormido me come y me bebe», le dijo desde una mesa Alejandra Pizarnik.
Metamorfosis. Decir adiós a lo que duele, hola al placer.
Sus manos hierven en mis hombros. Siento, luego existo. Existo, luego siento.
«Luchamos por fijar nuestro anhelo…», cuchicheó Cernuda.
Metamorfosis. Las agujas del tiempo. El paso de la muerte a la vida. El peso de sus manos. Los hombros derretidos. Detenerse o seguir.
«Márcame mi camino en tu arco de esperanza y soltaré en delirio mi bandada de flechas…», le dijo Neruda.
Metamorfosis. Del insomnio al sueño. Del escepticismo a la credulidad. Del no al sí…, al SÍ.
«Cantar, arder, huir, como un campanario en las manos de un loco…», insistió Pablo.
Sus manos ya no están. ¿Adónde se han ido? Sus hombros huérfanos. Los brazos de él volviendo, aprisionando su cintura. Placer, un placer mayor.
La mariposa escapa de su mano y vuela… vuela hasta posarse en el centro de la orquídea.
Las velas se consumieron y la librería se sumergió en las sombras. Aquellos brazos continuaban abrazándola.
¿Cómo girarse y quedar frente a frente?
Otra vez sintió su aliento en el cuello y, de repente, su voz le susurró al oído una frase de Salinas.
—«Por ti he sabido yo cómo era el rostro de un sueño…» —«Sólo ojos» —le contestó ella, continuando el poema. —«La cara de los sueños mirada pura es, viene derecha, diciendo…»
—«A ti te escojo, a ti, entre todos.»
—«Un sueño me eligió desde sus ojos…»
—«que me parecerán siempre los tuyos.»
Los brazos de Lívido le dieron la vuelta, y quedaron los dos frente a frente, cuerpo a cuerpo, arropados por columnas de libros. Miles de palabras emergieron silenciosas de las páginas, cargadas de sonatas contenidas, y los acompañaron en la oscuridad. Cada libro susurraba una frase para ellos.
Toda la luz estaba en sus lenguas. Fueron ellas quienes los guiaron al encuentro.
Un roce de su boca, apartarse… y volver. Otra embestida suave… un ballet. Su mirada metiéndose en sus ojos, despacio… un respiro contenido. Y otra vez los labios reconociéndose, jugando a entrar. Bocas abriéndose despacio, labios separándose más y más, un poco más, la lengua entrando… su lengua recibiendo; un baile de humedades compartidas; silencio con fondo de quejido suavísimo. Agua tibia, tibia, tibia, penumbra, nadar en otro… dolor dulce; hiel que se convierte en miel. Muerte y resurrección, resurrección y muerte. Orgasmo de bocas y, entre sus piernas, ese temblor de vida. Sueño sin nombre. Principio y fin.
Sus labios eran cálidos y mórbidos. Sus brazos apretaban su cintura. Su cuerpo recibía su cuerpo, su vientre sentía su vientre.
Entre los dos, algo se levanta triunfal… Presencia firme. Lengua contra lengua…
Muerte y vientre
Muerte y vientre
Muerte y vientre
eleva
eleva
eleva
Un beso que la mata, la resucita y la eleva
«No tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo», se repitió, al tiempo que metía la llave en la cerradura.
Al entrar, supo que La Otra estaba allí, pero la ignoró. «Quien controla su miedo, tiene poder», lo había leído en alguna parte. Encendió la luz de la habitación, se sirvió un vodka y pulsó el
play
de su equipo de sonido. La voz de Ornella Vanoni inundó la pequeña sala. Se bebió un trago y empezó a cantar con ella…
«Bello amore, amore, amore bello che nessuno puó negare…»
Fue al baño y se lavó la cara. Mientras cepillaba sus dientes, la oyó. Le hablaba desde el espejo.
—¿Dónde estabas?
—A ti qué te importa.
—Pero, vamos a ver, ¿quién diablos te has creído, ah? ¡Respóndeme! ¿Dónde te has metido todo este rato?
—¡Déjame en paz!
—¿Crees que porque dices «déjame en paz» te vas a librar de mí? ¡Estúpida! Seguro que has ido a ver al tonto del librero. ¡Qué romántico!
«Bello amare, amare, amare bello…»;
sólo hay que oírte cantar. ¡Qué cursilada! Ja, ja, ja…
—No pienso hablar contigo.
—Te haces la valiente, pero a mí no me enredas. Soy mucho más lista que tú. Estás cagadita de miedo. Acéptalo: me tienes miedo. Sabes que, si quiero, acabo contigo. Lo que pasa es que disfruto mucho jodiendote, para qué voy a negarlo. ¿No has pensado en que puede aparecer Marco en cualquier momento? ¿Qué vas a decirle? ¿Ése es el luto que le guardas, viuda alegre?
—Tus palabras me resbalan.
—Eso es lo que crees. No te dejaré verlo más. De mí no vas a librarte, ya te lo he dicho. Voy a encerr…
Ella salió del baño, corrió hasta la puerta y escapó. Pidió el ascensor, pero al ver que no llegaba decidió bajar los seis pisos por las escaleras. Al llegar a la recepción, se topó con el conserje, que despedía a una pareja.
—Fabrizio —le dijo, agitada—, ¿podría hacerme un favor?
—Lo que quiera, señora.
—Dejé mi abrigo y mi bolso en la habitación. ¿Le importaría traérmelos?
—Con mucho gusto.
En pocos minutos, el conserje regresó con lo pedido y la llave del cuarto.
—Olvidó retirarla —le comentó al dársela—. La necesitará. ¿Quiere un paraguas? Dicen que esta noche lloverá.
—No importa, Fabrizio. Prefiero mojarme.
Al salir, un relámpago lejano astilló el cielo de Firenze. La noche exhalaba un aliento viscoso. Dejó caer sus ojos en el río y se recreó en sus destellos. Arriba estaba la realidad; abajo, el sueño. En la orilla, el creador. En el agua, el soñador. Una serpiente larga y húmeda se movía sinuosa albergando otras vidas: las que se reflejaban. Muros, paredes, ventanas y luces se desplegaban y crecían, se estiraban o acortaban, y aunque dependían de aquello que les daba la vida, llevaban en su interior una música especial. Miró los edificios que provocaban toda esa sinfonía: estaban quietos y aburridos. ¿Adónde iban a parar las sombras cuando no había luz?