Ella, que todo lo tuvo (9 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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19

Delante del café, una interminable cola de extranjeros con cámaras y mapas en las manos escuchaba el galimatías de varios guías turísticos que explicaban la historia del palazzo Pitti, mientras esperaban a que abrieran las taquillas. El camarero llegó con dos capuchinos y los dejó sobre la mesa.

El profesor le hablaba pero ella no escuchaba. Ni siquiera el encuentro con el librero la distrajo de su resucitada obsesión. Viajaba por su mundo invisible, adentrándose en su espeso laberinto de suposiciones y falsas esperanzas. Basculando entre la fatal incertidumbre de volver a morir sabiéndolos definitivamente muertos o la hipotética posibilidad de encontrarlos vivos. La llamada le había despertado aquella horrible imagen que de forma intermitente le llegaba en la sempiterna pesadilla de las madrugadas: Marco y Chiara convertidos en dos estrafalarios muñecos de cera, rellenos de serrín y mal cosidos.

La voz del catedrático le llegaba mitigada por el canto imparable de su hija, que crecía en su cabeza hasta ensordecerla…
«Y LA IGUANA TOMABA CAFÉ, TOMABA CAFÉ, A LA HORA DEL TÉ…»

Su tenue vocecita preguntando en la oscuridad de la noche.


Mamá, ¿por qué se muere todo?


Porque el paso del tiempo estropea las cosas.


¿Nos vamos a morir?


Un día; pero a ti te queda mucho, mucho tiempo.


Si tú murieras, yo querría morir contigo.


No digas tonterías. Tu obligación es seguir viviendo; la vida tiene preparadas cosas muy bellas para las niñas buenas como tú.


Mamá…, ¿estás ahí? Tengo miedo de que te mueras, como murió Oswaldo.


Oswaldo era un conejo, Chiara. Y hay muchos conejos; te compraremos otro.


Pero yo quería a Oswaldo.


Te regalaré uno que no morirá nunca.


Mamá, me duele mucho.


¿Dónde?


Aquí. ¿Me das un jarabe para que no me duela la muerte de Oswaldo? No quiero acordarme más de él.


Chiara, cariño, me temo que no existe ningún medicamento que cure ese dolor. Ven aquí…
—La pequeña tiritaba de miedo en sus brazos. Sintió su frágil cuerpecito abandonarse a su protección—.
¿ Te sientes mejor?


No pares de abrazarme. Ahora duele menos…

—Ella —le dijo el profesor—, ¿puedo ayudarla?

El rostro de la escritora parecía el de una hambrienta que iba consumiendo sus sueños, algunos sin masticarlos apenas. Una mirada de sacerdotisa en trance tratando de resucitar con un rito obsoleto los muertos enterrados en su alma.

—Si usted quisiera confesarme sus preocupaciones, tal vez…

—Le agradezco su interés, profesor.

—Llámeme Mauro, por favor.

—Es… —Antes de continuar, extrajo del bolsillo de su chaqueta el móvil, y cuando estaba a punto de dejarlo sobre la mesa comenzó a timbrar.

Número desconocido. El corazón le dio un vuelco.

—¿Señora Ella? —preguntó una voz rasposa.

—Sí…

—Usted no me conoce, soy un inspector retirado hace mucho tiempo que dedica sus horas a investigar lo absurdo. Desde que me enteré de la extraña desaparición de su familia, llevo tiempo investigando. Hace varios días que trato de localizarla porque tengo una débil pista sobre el paradero de su hija; aunque no es nada segura…

—¿Está viva?

—No puedo decirle a ciencia cierta si se trata de su pequeña; es una mera hipótesis, y preferiría que usted se la tomara como tal.

—¿Dónde está?

—Escúcheme bien, señora. No es bueno que se haga ilusiones, en estos casos pocas veces se suele tener suerte, pero es una niña que…

—¿Dónde está?

—¿Dígame dónde se encuentra usted?

—En Firenze.

—¿Puede venir a Roma mañana a las diez?

—Llegaré hoy.

—Está bien. Tome nota de mi número de teléfono y llámeme sólo llegar.

El profesor, al ver que su alumna buscaba desesperadamente un lápiz con que anotar, le alcanzó una tarjeta y un bolígrafo y ella garabateó el número, un nombre y colgó. Se levantó y sin siquiera despedirse abandonó la mesa totalmente poseída por una idea: necesitaba coger el primer tren que saliera para Roma.

La vio alejarse de prisa, sus piernas dando pasos largos y firmes, su falda balanceándose armoniosa. No cojeaba. Su bastón quedaba abandonado en la solitaria silla. Lo cogió y observó la extraña y misteriosa empuñadura: un antiguo reloj de arena acostado, con las partículas suspendidas entre los dos espacios de cristal creando el infinito y alrededor una inscripción: «Aquí tienes todo el tiempo del mundo para que lo manipules a tu antojo.» Giró el bastón para activar el reloj y que la arena pasara de un lado a otro y miró el de su muñeca, calculando los minutos que gastaba en hacerlo. Uno: era el tiempo que había tardado Ella en alcanzar la esquina de la via Maggio y desaparecer.

20

Preparaba con parsimonia la siguiente carta que dejaría en el ático de
La Donna di Lacrima.
Como las demás, Lívido quería elaborarla a la antigua usanza, empleando la escribanía heredada de su tatarabuelo, la pluma de cuervo azul que tanto cuidaba, y la tinta con aroma a eucalipto que durante años había utilizado en el seminario para copiar los salmos con los que iniciaba el canto de la mañana.

Se enfundó las mangas de trabajo para no mancharse, buscó entre sus archivos discográficos la
Tocata y fuga
en re menor de Johann Sebastian Bach y antes de hacer sonar el vinilo le pasó un paño hasta dejarlo reluciente. Encendió el viejo tocadiscos y arrastró despacio el brazo hasta dejar caer la aguja en la primera melodía; entonces cerró los ojos y sintió el primer acorde que le rasgaba el alma.

Tarareando la música, tomó la péndola y con un cortaplumas fue cortando en bisel su punta hasta dejarla afilada.

Bajó hasta la estantería de incunables y extrajo el antiguo diario que tanto amaba.

Pasaba despacio página a página, tratando de proteger su inmisericorde deterioro, buscando aquel pasaje que conocía de memoria por la extraordinaria belleza lírica de su contenido. Lo encontró. Tomó de una de sus estanterías el estrafalario artilugio que había fabricado con una lupa y un espejo, lo acercó a la amarillenta hoja y comenzó a leer. Sí, el ser humano necesitaba de las frustraciones y negaciones para encumbrar el amor. ¡Ahhh!, pero qué maravilloso era cuando, después del dolor, llegaba aquella sensación de muerte y vida en la saliva del beso de la amada. Quizá era esa humedad tan ajena la que alargaba la vida; allí se diluía el sinsentido de los días, el fracaso y la absurda erudición. Un beso igualaba a los mortales a su condición de humanos. Llevaba a circular la sangre por rincones dormidos donde la insensibilidad yacía apoltronada como una
okupa
usurera. Obligaba con dulzura a que las células gritaran de gozo. Banquero y mensajero, joven y viejo, mujer y hombre, listos y tontos, todos sin excepción renacían en un beso sentido. Él lo había experimentado en Cortona con Antonella. Allí había constatado lo que era sentirse vivo.

Haciendo cálculos —pasatiempo favorito, ese de porcentuar sus acciones—, llegó a la conclusión de que el 93 por ciento de su vida vivida era un absoluto desperdicio. Un monumento a la mediocridad estática del ser y del estar. Había quemado sus mejores años buscando una sabiduría que a nadie interesaba, ni siquiera a sí mismo. ¿De qué le había servido leer a Aristóteles, Descartes, Platón, Heráclito, Virgilio, Sócrates si, al final, en ninguno había encontrado la solución al aburrimiento? Tratar de comprender, comprender y comprender lo incomprensible lo había llevado a gastar su existencia.

Su vida era un círculo vicioso que abría y cerraba cada día como una marioneta desmadejada; sin hilos que le levantaran cada mañana ni le durmieran cada noche; sin palabras que decir ni argumentos que interpretar, en un escenario miserable de butacas vacías y aplausos mudos.

Ahora tenía la posibilidad de jugar a sentir. Provocar en una mujer totalmente anónima y desconocida un cúmulo de sensaciones. Si ella jugaba con su silencio y su máscara a impresionar a los hombres, él jugaría con palabras de otros a tocar su alma, algo que le seducía mucho más que acariciar el cuerpo por el que muchos hombres suspiraban.

A pesar de no ser zurdo, Lívido se había aplicado de pequeño en conseguirlo, entrenándose sin descanso hasta lograr su dominio magistral.

Conocía a la perfección diversos alfabetos y escribía aquellas cartas utilizando el gótico, que comprendía un principio cuaternario —tierra, aire, mar y fuego— y dos ternarios; y aunque intuía que la desconocida probablemente ignoraba la simbología que encerraba cada una de esas letras, si por curiosidad hubiera querido buscarla, bastaba con contar el número de principios que las componían para descubrir dentro de lo escrito algo más.

El cálamo se deslizaba por el papel con un sonido monocorde, mezclado con las notas de Bach y la respiración entrecortada de Lívido. Mientras la tarde se alargaba entre penumbras y soledades, él soñaba con su gloriosa trinidad: «Tres mujeres distintas y un solo deseo verdadero.» Antonella de Cortona (desdibujada por los años, pero no olvidada), la desconocida de las tardes (que por cierto le había regalado una frase en su encuentro fortuito en la via Maggio) y la desconocida del ático (de la que sólo tenía referencia a través de otros). Todas estas mujeres, al final, estaban comprendidas en una. Era su idea de mujer la que las vestía, lo que deseaba que tuvieran, su ideal del amor. Su esperanza de saber que podía amar y ser amado. Escribía para gastar la tarde, porque haciéndolo encontraba sentido al paso de las horas. Tenía una razón para salir a la calle.

Al finalizar la carta, caminaría hasta la via Ghibellina, esperaría hasta que algún vecino entrara para colarse dentro y finalmente empujaría la misiva por la ranura de aquella puerta de la que emanaban tantas incógnitas.

… Me duelen, de mirarte, mis ojos, la nitidez de tus muslos, esa piel suave entre tus piernas, me hace resbalar en mis creencias; me enredo y caigo entre los pliegues de mis propias contradicciones. Eres mi peligro mortal. Tu extravagante mundo de sedas, perfumes y escondites me eleva y hunde en el placer y el dolor; eres goce y muerte entrelazados. Apareces y desapareces como un ave en vuelo, tomando tus deleites y dejando a tu paso aquello que desprecias. Parezco el elegido de tus torturas y silencios. Todo lo que a mi alrededor me toca es absurdo y vano. Dicto leyes, condeno y perdono, soy implacable y misericordioso, y juego a ser Dios sintiéndome demonio. A veces me pregunto si no estaré viviendo una muerte anticipada de ese ser que habita dentro de mí, ese hombre oscuro que me consume con sus deseos y vive sonambulando entre mis carnes…

La carta finalizaba del mismo modo que la primera.

… así pues, el único futuro que nos queda, enigmática señora, es el presente.

Suyo,

L.

21

El tren llegó a la stazione Roma Tiburtina a las once y media de la noche. En los andenes, la espesa bruma longitudinal envolvía a los viajeros, creando una atmósfera de irrealidad cinematográfica; como si un director acabara de gritar «¡ACCIÓN!» y todos los figurantes, personajes de gabardinas, abrigos y sombreros, obedecieran arrastrando armónicamente su equipaje. En el hilo musical, la voz inconfundible de Luciano Pavarotti interpretaba con maestría el
Nessum Dorma,
mientras los bares y cafés arrojaban una algarabía de voces, platos y cubiertos. Nada desentonaba; la escenografía correspondía al primer acto de la terrible o maravillosa obra que venía a vivir.

Esperó hasta que el último pasajero del vagón se apeó y se puso de pie. Al hacerlo, un dolor agudo en el fémur le recordó que había olvidado su bastón en la silla de la cafetería. Miró su móvil: no tenía el número del profesor para pedirle que lo fuese a buscar. Deseó que lo hubiera descubierto y lo guardara para ella. Aunque sabía que podía caminar perfectamente sin su ayuda, se había habituado a llevarlo; era la extensión de su brazo, su otro corazón y sus recuerdos. Allí estaba, convertido en empuñadura, el recuerdo más bello que la unía a su padre: el reloj de arena que le regaló aquel domingo en que la descubrió husmeando entre sus papeles.

Aún podía verse pequeña y desvalida, con sus preguntas amontonadas y sus ojos volados, observando desde el alféizar de la ventana el mundo de autómatas tristes que desfilaban arrastrando frustraciones de todos los colores.

¿Qué sentido tenía estar y ser cuando no se sabía adónde ir?

Sus diminutas manos tocando, su nariz oliendo, sus ojos ávidos de saber y entender lo que escondía el cajón secreto de aquella cómoda, de donde emergían objetos raros que su niñez no entendía: el mágico lente que agrandaba lo minúsculo, con el que observaba el sobrenatural mundo de los hormigueros; ése, capaz de incendiar un papel si el sol pasaba a través de él. El espejo de empuñadura de nácar, que siempre le regalaba la imagen de una niña ausente observándola inquisidora, juzgando sus pasos.

El reloj de arena, aquel paso del tiempo marcado por un hilo de partículas cayendo a destajo, el gran misterio que tanto la intrigaba. Horas, semanas, meses, años, usurpando y masacrando el cuerpo de su abuela, la tersa cara de su madre, los ojos ásperos de su padre. Meses que necesitaba con urgencia para que sus pechos florecieran, y enseñarles a sus hermanas que ella también tenía dos turgentes lomas que se movían al ritmo de sus pasos y seducían a los muchachos del colegio Berchmans.

Ese bastón abandonado en la silla era más que una muleta que la ayudara a andar; simbolizaba su pasado, su presente y su borroso futuro. Y salvo cuando estaba en el ático representando el papel de
La Donna di Lacrima,
siempre lo llevaba consigo.

El viaje se le había hecho eterno recordando el doloroso accidente y la absurda cortina que lo cubrió. ¿Cómo era posible que su hija y su marido desparecieran sin dejar rastro?

De la muerte de Marco no tenía duda alguna; había visto con sus propios ojos el corazón escapando de su pecho, lo había tenido entre sus dedos. Su marido estaba MUERTO, pero… y ¿Chiara?… ¿Qué había pasado con su pequeña? Barajó posibles hipótesis.

La primera: con el impacto, el menudo cuerpo de su hija salió disparado del coche y horas después alguien la encontró entre la maleza, viva y malherida, pero no dio aviso a la policía por alguna razón desconocida.

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