—¿Cómo se encuentra?
—Eso le pregunto yo —le contestó Ella—. Por mi culpa, casi desaparece.
—No diga tonterías. Tenía ganas de verla; le he preparado una sorpresa.
—¿A mí?
—Creo que le gustará.
—¿Puedo saber de qué se trata?
De repente, los alumnos entraron cantando, con una tarta iluminada por dos velas:
«¡Tanti auguri a te, tanti augurio, te…!»
Hubo que esperar a que todos lo felicitaran, se descorchara el champán y bebieran a su salud para que se reanudara la conversación que había quedado interrumpida.
—Me tiene intrigada.
—Dígame, Ella, ¿todavía busca aquel diario?
—No… —se quedó pensando—, sinceramente, no lo sé. Creo que es imposible encontrarlo.
—¿Conserva la página que me enseñó?
—¡Claro!
—Venga conmigo.
El profesor la guió por un oscuro corredor y al tratar de encender el interruptor, la bombilla estalló.
—Esta zona está a punto de caerse —comentó contrariado.
Llegaron casi a tientas hasta una pequeña puerta que estaba cerrada.
—Espere —le dijo, sacando del bolsillo de su bata una llave.
Abrió la puerta y la invitó a entrar. Era un antiguo cuarto de revelados que permanecía en la penumbra, salvo por una luz roja incrustada en la pared.
—Pensaba que esta puerta no conducía a ninguna parte; ¡es tan pequeña!
—Todas las puertas que se abren, por pequeñas que sean, siempre conducen a algún sitio.
La cogió por el brazo y la llevó hasta una mesa.
—¿Recuerda la página que trató de restaurar en la clase del profesor Brogi?
—Claro que la recuerdo. ¿Cómo sabe de ella? Esperaba a que secara para hablar con usted; quería enseñársela. La dejé en el laboratorio, pero cuando fui a buscarla había desaparecido.
Sabatini abrió un cajón y extrajo dos cartulinas ajustadas por un elástico.
Retiró la goma y los cartones se abrieron. Dentro estaba la página que ella había trabajado.
—No será ésta, ¿verdad? —le dijo, enseñándosela—. Espere.
Encendió la lámpara de rayos ultravioletas y la colocó bajo la luz.
—Ahora, puede observarla.
Ella se acercó y lo que vio le pareció maravilloso. Era y no era. La pieza que había dejado en la rejilla estaba llena de espacios en blanco y palabras sueltas. La que tenía delante rebosaba de palabras y significados.
—¿Le sorprende? Todavía no conoce a fondo las armas de la restauración. Podemos leerlo porque, a pesar de su lavado el hierro de la tinta continúa en el papel. Esta pieza ya había recibido los embates del agua; es probable que sea otra víctima del
Alluvione.
Si existe esta página, ¿por qué no ha de existir el diario? Le traeré el espejo.
—¿Me permite?
Ella tomó el cuentahílos que se encontraba sobre la mesa y con mucho cuidado lo acercó a la página. Era el mismo trazo que de tanto analizarlo sabía de memoria.
—Lea —el profesor le pasó el espejo—. Es la carta desesperada de un hombre copiada en otro papel, suponemos que a un diario, por una mujer. Tal vez ésta fuera la única forma de conservarla. Pondría mi mano en el fuego de que esta página proviene del mismo autor que la suya, aunque no estaría mal cotejarlas para asegurarnos.
—Si me espera, puedo traerla. Vivo muy cerca de aquí.
Veinte minutos después volvía.
Colocaron las páginas una junto a la otra y compararon: papel, tinta, trazo y letra. Todo coincidía.
Cada vez dormía menos.
Cuando se despertaba así, de golpe, en medio de la noche, el corazón se le desbocaba y durante unos minutos vivía en estado de pánico. Tenía la sensación de que iba a ser castigado por su superior por no haberse levantado a tiempo para rezar los maitines; la sensación de que todavía estaba en el seminario y que las dudas sobre su vocación, que tanto lo habían mortificado, se le escribían en la cara.
Se alegró de estar en su viejo piso de la via del Crocifisso. Se levantó y, al hacerlo, sus helados pies crujieron; era el sonido de su propio frío, anunciando que se ponía en marcha. Avanzó por el pasillo y se detuvo un momento delante de la puerta que hacía tantos años permanecía cerrada. Allí se conservaban todas las cosas de su madre, que tras su muerte nunca quiso remover; aquella habitación hacía parte de la zona que un día había decidió clausurar. Seguía pensando que el piso era demasiado grande para él.
Fue a la cocina y se preparó un café bien cargado. Después, con la taza entre sus manos, regresó a la habitación y de la inmensa columna de periódicos viejos que descansaban en el suelo, aún por leer, tomó al azar el primero que encontró.
Le gustaba leer las noticias atrasadas, recrearse en las equivocaciones de tantos titulares, comprobar que de todas las desgracias anunciadas, algunas no habían sucedido. Entre las páginas seguían vivos los que tal vez habían muerto; ocupaban columnas asesinos sin capturar cumpliendo ya condena; sospechosos de fraude ya juzgados; presidentes en funciones que hacía tiempo gozaban de su retiro; parejas aún por convertirse en marido y mujer, ahora divorciadas; nacimientos, muertes, mentiras y verdades.
Antes de empezar a leer, se acercó a la ventana y miró el reloj: eran las tres y cuarenta. Echó una ojeada a la vieja ciudad: llovía y sobre el cristal resbalaba cansada la noche. Nada se movía. Pensó en ella. ¿Viviría cerca? La imaginó durmiendo, con un libro entre sus manos. Su pelo extendido en la almohada, su frágil cuerpo abandonado al sueño y la suave música de su respiración, como las olas de un mar tranquilo. ¿Cómo debía ser dormir toda la noche abrazado a un cuerpo de mujer, sentir su aroma, su aliento, el roce de sus piernas entre las sábanas? ¿Qué clase de placer sería mirar de cerca el hueco de sus ojos cerrados, sus orejas, su nariz, la curva de sus hombros, sin que nada se lo impidiera?
Acercó la taza a su boca y de un sorbo acabó el café. No había entrado en calor, pero lo que le quedaba del mal dormir se había ido. Se sentó en el viejo sillón de cuero que conservaba de su padre, encendió la luz y abrió el diario, repasando despacio cada página. Al llegar a la crónica de sucesos, se detuvo y leyó:
ABANDONAN LA BÚSQUEDA DE LOS CUERPOS. La mujer continúa afirmando que, cuando ocurrió el accidente, su marido y su hija estaban en el coche.
—¡Dios mío! —dijo, espantado, al reconocer en la foto que acompañaba la trágica noticia a la mujer que visitaba su librería—. ¡Pero si es ella!
Seguía yendo a la via Ghibellina buscando sentirse acompañada y tocada, aunque sólo fuera de lejos; tratando de que aquellos desconocidos la alejaran de su miedo.
Su silencio, su no hablarles, era más máscara que la que se ponía para esconder su rostro. Sin pronunciar palabra, entraba en el juego de ser una presencia mentirosa. Todos llegaban no por lo que era, sino por lo que no era. Y lo que no era seducía, atraía como el polen a las abejas.
Esa antesala de la espera —perfumar el salón, encender las velas, elegir el incienso, dejar que el humo lo invadiera todo, desnudarse para después vestirse con la capa, los zapatos y la máscara— la excitaba. ¿La excitaba? ¿Qué querría decir la palabra «excitación»?
Al traspasar el gran portal, echó una ojeada al buzón, retiró un montón de sobres que guardó en su bolso y tomó el ascensor. Abrió la puerta y repasó con la mirada el suelo, buscando el sobre que esperaba desde hacía quince días. Lo encontró bajo un asiento. ¡L. le había escrito! Allí estaba su caligrafía. Sin quitarse el abrigo, lo abrió y extrajo el contenido.
Como era habitual, guardado entre el papel venía otro pétalo grabado. Lo acercó a la luz. Era la letra E, que sumada a las anteriores se convertía en «vie».
V I E
Se sirvió un vodka y antes de empezar a pensar lo que podía significar aquella letra, decidió leer la carta.
El párrafo transcribía un texto atormentado que hablaba del silencio; parecía el extracto de una carta prohibida que llevaba la misma entonación y el mismo amor que las anteriores. Al finalizar, una estrofa de un poema de Juarroz invitaba a una reflexión.
Impaciente por revelar lo oculto,
la luz se vuelve a veces
parte del dibujo entrañable
y ya no tiene que alumbrar,
sino tan sólo dar un salto?
Y pegada a su inicial:
… así pues, el único futuro que nos queda, enigmática señora, es el presente.
Suyo,
L.
¿Quién era?
Tomó el diccionario y buscó en la V.
Había muy pocas palabras que empezaran así:
vie
-ja,
vie
-nés,
vie
-nto,
vie
-ntre… y
vie
-rnes.
Era ¡VIERNES! Estaba preparando la cita. Él era quien decidía cuándo iría a visitarla.
Abrió un cajón del antiguo buró que presidía el salón y guardó la carta en la carpeta donde conservaba las anteriores.
Se fue a la habitación y comenzó el ritual de prepararse para la visita que estaba a punto de llegar. Se lavó la cara y se recogió el pelo hacia atrás, marcándose la línea central. Tomó de la mesa la botella de perfume y con delicada parsimonia fue vaporizando su cuello, el centro de sus senos, el ombligo y el inicio de su pubis, sus piernas y sus pies. Se miró al espejo y cuando estaba a punto de colocarse la máscara apareció La Otra y le habló.
—No volverá a escribirte —le dijo—. Mira que eres patética. ¿Cómo puedes ilusionarte así? No te mereces nada.
Ella se tapó los oídos, como cuando era pequeña y no quería escuchar los regaños de su madre, y empezó a gritar.
—¡Me escribirá, me escribirá, me escribiraaaaaaaaaa aaaaá!
—Quítate las manos de las orejas, ¡maldita sea!, o te irás al cuarto oscuro.
Ella no obedeció.
—¡Estás castigada! Vete inmediatamente y no salgas hasta que yo vaya a buscarte. ¡He dicho que te vayas!
No quería ir; allí no. En el cuarto oscuro la esperaba aquella sombra negra que no la dejaba en paz. Ya no quería luchar más contra ella. Allí se le aparecía la mano nauseabunda y leprosa que quería tocarla. Necesita huir, escapar por su mente, encontrar una ventana abierta, un prado y un conejo, casas de manjar blanco, soldaditos buenos, niñas felices jugando «a la rueda rueda de pan y canela», bailes y pájaros que la elevaran por encima del mundo; historias que se la llevaran lejos, que la apartaran de la bestia. Necesitaba huir.
Retiró sus manos y volvió a mirarse. La Otra seguía allí.
—Así me gusta; una niña obediente. Por hoy te perdono.
—¿Me perdonas? ¿Dices que me perdonas como si fueras el Dios bondadoso?… Tú no puedes hacerme daño.
—Yo no sólo puedo hacerte daño. Escúchame bien: voy a acabar contigo.
—Aunque me hables, ¡sé que no existes!
El timbre de la puerta sonó y Ella le dio la espalda al espejo.
—¿Adónde vas?
—Donde no te oiga. ¡Púdrete!
El desconocido cubría su rostro con una fascinante máscara, mitad trágica, mitad cómica, y sobre sus hombros sostenía una capa de caballero antiguo. Ella lo estudió a fondo a través de la mirilla, pero esperó a que las iglesias lanzaran al vuelo sus campanas para pulsar el botón que abría a distancia la puerta.
Al entrar, el hombre hizo una gran reverencia, como si estuviera frente a un abarrotado público a pesar de encontrarse completamente solo, y avanzando despacio se dedicó a observar a través de su máscara los altos techos de molduras doradas, las paredes cubiertas de exóticos helechos y los vitrales de lánguidas doncellas en paisajes renacentistas.
Cuando llegó al final del recibidor, un cartel lo invitó a continuar. Cruzó el arco que separaba las dos estancias y una nube de humo perfumado se lo tragó. Las paredes forradas de espejos venecianos multiplicaban su fantasmagórica imagen. Caras que reían y sufrían lo observan desde todos los ángulos, creando un ambiente intimidatorio. Antiguos candelabros goteaban luz y cera, en un silencio matizado por los aleteos de los pájaros azules que aguardaban inquietos en sus jaulas la aparición de
La Donna di Lacrima.
Al llegar al centro de la espectacular sala, se detuvo. El diván de terciopelo rojo, del que tanto hablaban los hombres, esperaba vacío.
De repente, las jaulas de madera empezaron a agitarse enloquecidas y un estruendo triunfal de cantos en fuga acompañó la entrada de la mujer.
—Me la habían descrito de muchas maneras, pero se quedaron cortos. Mirarla es como contemplar la luz y la oscuridad en simultáneo.
El hombre hizo una profunda inspiración.
—Usted huele a olas agitadas. ¿Me permite?
Trató de acercarse a su cuello, pero ella lo detuvo con un ademán y le indicó dónde sentarse.
—Sabía que no se la podía tocar, pero… ¿oler tampoco?
La Donna di Lacrima
hizo caso omiso al comentario mientras se tendía sobre el diván. Al hacerlo, su espectacular capa se abrió.
—Dígame, ¿por qué lo hace? ¿Le produce algún morbo? ¿Le gusta provocar? A mí no me engaña. He conocido muchas mujeres y absolutamente todas quieren parecer únicas. Usted también lo quiere, ¿verdad? Todas son iguales. Se mueven, gesticulan, hablan, caminan, ríen y lloran, tratando de inventarse un personaje que impacte y conmueva al hombre, con el único fin de atraparlo en sus redes. Es la cacería. Confiéselo: somos un delicioso manjar.
«Ustedes dicen que son poseedoras del sexto sentido, pero… ¿nosotros? Nosotros tenemos el séptimo, el octavo, el noveno y el décimo.
»A pesar de su máscara, adivino que le molesta lo que acabo de decirle. Las verdades duelen, señora.
La Donna di Lacrima
acercó la pipa a sus labios, aspiró y soltó despacio un delgado puñal de humo.
—Quiere hacerme creer que no le importa, pero esa inmovilidad la traiciona; la
donna inmobile
sigue tratando de seducir. Su serenidad glacial, ese silencio arrogante, dejarse ver a distancia enseñando parte de su cuerpo, ¿es una manera de excitar y hacerse memorable o…? —El hombre hizo un chasquido con los dedos y, al moverse, la luz de las velas dio de lleno sobre la parte cómica de su máscara—. Se me acaba de pasar algo por la cabeza: ¿quizá se esté vengando de los hombres?… Eso también podría ser: la venganza es un buen móvil para hacerlo.